Vivir la literatura - Semanario Brecha

Vivir la literatura

Jorge Albistur (1940-2019)

Foto: gentileza, Universidad de Montevideo

Su nombre se asocia a la gratitud, los bienes simbólicos recibidos; sus palabras –grandeza y miseria del profesor– se entretejen en los recuerdos de quienes fueron adolescentes prendados de un mensaje cálido y vehemente, capaz de dar vida a episodios de “La Ilíada” o a imágenes de Rubén Darío.

La voz era pausada y grave, algo teatral, como convenía al modelo de aquellos tiempos. Dependiendo de la época, la figura más o menos corpulenta, la cabeza más o menos desmelenada; la cortesía, la seriedad y la pasión –que se sepa– nunca sufrieron variaciones. Era desde muy joven, y siempre lo será, si es que la memoria mantiene algún poder redentor, el profesor. Así lo recuerdan quienes habían pasado por sus clases, y hasta quienes por una u otra razón habían tomado distancia de su persona o sus métodos de trabajo.

Quizá fue el mejor de los discípulos de Domingo Luis Bordoli, de quien se cumple este año el centenario del nacimiento, ese maestro entre informal y campechano –dicen– que había sido el de tantos otros cercanos ya idos: Heber Raviolo, Omar Moreira, Alejandro Paternain, Magda Olivieri, Diego Pérez Pintos, etcétera. De Bordoli recibió Albistur el amor a los clásicos, la devoción por la literatura española –que enseñó breves años, como profesor titular, a la caída de la intervención en la Facultad de Humanidades–; con Bordoli, a quien lo unía una particular forma de cristianismo, aprendió a escribir notas para publicaciones periódicas (El Ciudadano y El País, antes del fatal 1973); gracias a él se internó por aspectos de la literatura criolla más bien despreciada por el establishment crítico de entonces (lo que testimonia su prólogo a Nativos, de Santiago Maciel, para Clásicos Uruguayos); de Bordoli aprendió que el goce de la lectura precedía a cualquier marco especulativo previo. El rumor de las hojas, un prematuro libro de 1965, publicado por su compadre Raviolo en Ediciones de la Banda Oriental, cuando Albistur estaba cumpliendo los 25 años de edad, deja en claro esa sabiduría y limitación simultáneas que mucho debe a Los clásicos y nosotros, de Bordoli, aparecido por esos mismos días. Uno puede imaginarlos escritos en diálogo, unidos en el conocimiento que entendían acto fraterno, algo que desbordaba lo intelectual estricto.

Jorge Albistur se prodigó en el periodismo literario desde 1978, en medio de una dictadura que lo expulsó de sus clases. El suplemento sabatino La Semana, que publicó el diario El Día en los años noventa, permitió el reencuentro de muchos obligados al silencio. Albistur hizo notas sobre libros y, para prever cualquier posible mal, se refugió en una columna (“Releyendo los clásicos”), con la que logró internarse en los textos que había enseñado; volvió a repasar otros que debía abandonar, ahora sin el diálogo con los estudiantes, y retrasmitió por la escritura el espectro de aquella voz ya muda en las aulas. Se reencontró, así, con lo mejor que había logrado en un libro que se convirtió en clásico uruguayo espontáneo, Leyendo el Quijote (1968), fino y cálido acercamiento al texto cervantino. Esa fue su mejor veta, que intentó retomar –tal vez nunca con tal efecto– en una larga serie de pequeños trabajos sobre otras páginas de Cervantes, san Juan de la Cruz, los cronistas de Indias, Ramón del Valle Inclán, o en muchos prólogos y ediciones que preparó para Banda Oriental (algunos reunidos en libro cercano) o en multitud de reseñas que aparecieron en el semanario Brecha, ya en los años noventa, siempre dentro del ámbito literario más tradicional. Su labor como inspector de la asignatura, desde 1985, lo llevó a recorrer el país tratando de contribuir a la reconstrucción de una forma de ver la literatura, que ya no era posible en los términos en que él mismo se había formado. Memorias de un inspector. La enseñanza y sus contextos (1995) pasa en limpio esa imposibilidad. Ese breve y sorprendente repaso en su trayectoria comunica, con aliento narrativo, algunas fugaces experiencias antes que proponer soluciones para un problema que lo desbordaba, pero al que siempre –y hasta el final– entregó sus mejores energías.

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