El Carnaval es un fenómeno climático, como El Niño o los vientos monzones. Los primeros calores lo anuncian, junto al sonido lejano de los coros que ensayan. Las hojas de plátano secas que arrastra el viento fresco hasta amontonarlas contra el cordón y –más aun– los rebaños de túnicas y moñas que rodean las escuelas, son un aviso de su fin.
Probablemente sea una forma idílica de percibir el Carnaval: la zafra de colores, cantos y algunas libertades (como regirse por otros horarios, aunque sea a costa de la propia salud). Las noches de parranda y el humo de los parrilleros, el olor a alcohol, los diálogos tranquilos contra la barra cuando los tablados se suspendieron a último momento por lluvia y tenemos toda la noche para hacer no sabemos qué, porque no da para volver a casa cuando habíamos planeado otra noche de diversión, mechas improvisadas, bañaderas felices.
El estado de los trajes (a los que empiezan a despegárseles apliques o lentejuelas y van adquiriendo ese aroma característico que nos dice que ya es tiempo de dejarlos descansar) es también una especie de almanaque indicador del paso del tiempo carnavalero. De lejos se siguen viendo iguales, pero cuando agarramos una a una las perchas que los sostienen nos da la sensación de que se van a caer en pedazos en cualquier momento, en una decadencia que no es para nada deprimente, ya que un traje demasiado nuevo sería síntoma de que ese año se trabajó poco.
No deja de ser llamativo que haya una actividad urbana tan asociada a una época específica del año (febrero, por más que su preparación comience desde mucho antes). Me gusta verla como un resabio de nuestros tiempos de cazadores recolectores, cuando seguíamos las migraciones estacionales de los hervíboros de los que nos alimentábamos, o de los primeros tiempos de nuestra vida de agricultores, cuando –mucho más que hoy– el clima y el tiempo determinaban la vida de las comunidades: no sólo las actividades vinculadas con la siembra y cosecha de alimentos, sino toda la parafernalia de fiestas y rituales asociados. Evolucionamos en un mundo con estaciones lluviosas, frías, tórridas, secas o amigables. Muchas veces la misma subsistencia dependía de que el cambio de estación no se retrasara: llevamos todo eso impreso en nuestros genes. Por eso siempre me gustó que el Carnaval fuera en Carnaval –valga la expresión–, y que cuando se colgaba el traje fuera, de verdad, para siempre, esto es, hasta que unos meses después apareciera uno nuevo esperando que lo paseáramos por los escenarios de la ciudad. Por todo eso defiendo la murga al aire libre, porque la murga bajo techo conduce a la murga a cualquier altura del año, y eso me suena como una especie de herejía; algo que si se da en una dosis muy alta, simplemente le quita la gracia al esperado regreso de los primeros ensayos, del mismo modo que imagino que viajar con frecuencia a países cálidos debe reducir la magia de esa primera noche de primavera en que podemos tomar cerveza en una mesa de afuera del bar, de manga corta y sin morirnos de frío.
Al final del Carnaval está ese otro ritual, el del final del concurso, que actúa como cierre (así como el desfile –tan odiado por muchos carnavaleros– es una apertura sin la que costaría entrar en clima). Uno puede despotricar contra ese concurso, pero esto no implica estar contra su existencia (como condimento innecesario pero sabroso y hasta divertido), sino con creerse el verso de que se trata de algo serio, y peor: condicionar los espectáculos a lo que suponemos que será considerado “bueno” en el ámbito de la competencia. Sea con una noche de fallos o con otra cosa, el Carnaval precisa un cierre, un final simbólico, y la historia ha decidido que sea esa noche y no las agregadas ruedas de esto o aquello, que son percibidas casi como algo ajeno y externo al Carnaval. Incluso esos pocos tablados que hay después de los fallos son ya una despedida, una especie de yapa.
Y sí, todo esto es una forma idílica, romántica, como quieran llamarle, de sentir el Carnaval. Pero insisto en que es esencial su condición de cosa distinta y excepcional; los que somos músicos todo el año conocemos bien la diferencia entre tocar en cualquier lugar o subir a un tablado disfrazados y pintados. Ni mejor ni peor, sólo completamente distinto. Así como están los ritmos fisiológicos diarios que estudian los biólogos, puede haber otros de ciclo mucho más largo, y el Carnaval sería una actividad que los remarca y los recuerda. Casi diría que, una vez adquirido, es un vicio necesario para la salud; al menos la salud mental, siempre que se lo tome como lo que es: una fiesta (la más linda para sus hinchas y comprensiblemente insufrible para sus detractores) y nada más.