Desde 1984, cuando se realizaron las primeras elecciones luego del terrorismo de Estado, la instancia electoral fue considerada un momento crucial para el movimiento feminista local, aun cuando esas elecciones se realizaran con proscripciones y aun cuando el feminismo de los ochenta tenía entre sus principales preocupaciones revisar las prácticas tradicionales y avanzar hacia una concepción no sexista de la política. A diferencia de las metrópolis del norte occidental, especialmente de Estados Unidos, el feminismo de la posdictadura en Uruguay no rechazó los espacios partidarios, la discusión programática ni la competencia electoral. Más bien lo contrario, la competencia fue considerada una instancia clave en la que incidir para profundizar una democracia que subvirtiera todo orden jerárquico tanto a nivel público como privado.
A pesar del movimiento de mujeres que se movilizó en la transición y las expectativas en la primavera democrática, los resultados fueron más que escasos. A la interna del Frente Amplio, el partido con mayor caudal de feministas y con un gran movimiento de mujeres que lo respaldaba, se rechazó la propuesta de la plataforma programática de “Democracia en el hogar”, con argumentos que justamente aducían que aquella intervención en los hogares podía ser “autoritaria”. En los otros partidos, la recepción de las demandas feministas fue aun menor. En términos de representación política, los resultados fueron bastante decepcionantes: la tan ansiada democracia había retornado, pero ni una mujer ingresó al Parlamento en 1985.
En las elecciones de 1989 la situación mejoró un poco: seis mujeres diputadas y la paulatina creación de nuevas instituciones para abordar las cuestiones de género, fundamentalmente a partir de la Intendencia de Montevideo. Sin embargo, el esfuerzo hacia las estructuras partidarias –en las cuales el feminismo no demandaba asuntos tan exóticos– había sido demasiado ante la constante negativa de aquellos que integraban el “Club de Toby”. Así se instaló la interrogante constante dentro del movimiento sobre cuánto podrían aportar a combatir la desigualdad de género, las instituciones, los partidos y las elecciones.
Pasaron los noventa, los dos mil, y actualmente el movimiento feminista tiene una capacidad de movilización y convocatoria que ningún partido puede desconocer, pero ¿cuánto incide?, ¿cuánto se traduce la ahora primavera feminista en propuestas programáticas que busquen alterar las jerarquías sexo-genéricas?, ¿cuánto interpela las prácticas tradicionales de la política? Y, además, ¿cuánto debe incidir y depositar expectativas en la instancia electoral?, ¿son una oportunidad las elecciones para el movimiento feminista?, ¿es ese el espacio en donde desplegar una praxis coherente con los postulados que predica?
La campaña ante la nueva primavera feminista. Si se repasa lo más evidente, no puede omitirse el dato de que las elecciones de 2019 cuentan con precandidatas mujeres a la presidencia y que si de las internas partidarias no emerge una candidata a la presidencia, las fórmulas deberían integrarlas. Las precandidatas del FA y del Partido Nacional, además, no son candidatas marginales, de sectores pequeños, sino que tienen un importante caudal de apoyo y sus compañeros con quienes mantienen la contienda lo reconocen. Partidos como el FA resolvieron llevar listas paritarias, integradas por la misma cantidad de hombres que de mujeres. Es decir, aunque el mecanismo de la cuota sigue vigente, en este caso se decidió avanzar aun más y garantizar igual cantidad de mujeres. Esto, sin dudas, debe leerse como una victoria del feminismo, al menos de las feministas que destinan una enorme energía dentro de las estructuras partidarias y vienen militando de forma incansable por la paridad.
El protagonismo del feminismo interpela entonces a una política que, aunque le cuesta abrir sus puertas a las mujeres (y a cualquier persona que se desvíe de los mandatos de género), necesita dar señales de poder renunciar y compartir los espacios de poder con quienes antes estaban “afuera”. El feminismo también incide en un registro más general sobre las candidaturas masculinas y los cuidados que hay que tener respecto a ellas, ya que candidatos acosadores y violentos están fuera de competencia. Nunca es tarde para recordar que aquellas “situaciones” hace algunos años atrás quedaban en el orden de lo privado y no pasaba nada.
En términos programáticos, hay un repertorio de temas que el movimiento impulsa, y es de esperarse que sean incluidos en los programas partidarios. Hay dos temas que parecen insoslayables: violencia y cuidados. Uruguay cuenta con una ley integral de violencia basada en género, y finalmente se introdujo la figura del femicidio en el Código Penal. Esta normativa, sin dudas, no es suficiente y requiere de intervención a nivel jurídico, político, económico y cultural para que pueda ser abordada en su complejidad. La violencia hacia las mujeres corre el riesgo, además, de ser abordada solamente desde posturas punitivistas que chocan con los ideales feministas. Sobre los cuidados también existe un consenso general respecto a que la carga sobre las mujeres que cuidan no puede continuar, pero aquí las respuestas pueden oscilar entre aumentar las políticas institucionales que ayuden sólo a las mujeres y produzcan más mujeres cuidadoras, reforzando los roles de género, a aquellas que apunten a la corresponsabilidad, algo que parece bastante lejano.
El problema, o tal vez no, es que ningún tema del feminismo parece definir la campaña o ser objeto de disputa para acarrear votos de un lado y otro. En todo caso, puede que el caudal de mujeres que apoya a quienes se postulan pueda ser objeto de disputa como parece ser en la interna Cosse-Martínez, pero no hay un tema que divida al electorado, algo que sí sucede en la vecina orilla a propósito de la ley de interrupción voluntaria del embarazo con los “legisladores percha” versus los “legisladores verdes”. Esto puede leerse tanto en clave negativa como positiva. En el primer caso, el feminismo no crecería o mostraría su fuerza vía la contienda electoral ni se harían explícitas las posturas tanto feministas como antifeministas; en el segundo, no sería objeto de instrumentalización por parte de los partidos.
Algo de esto ya sucedió, sobre todo con el debate sobre la figura del femicidio y con la ley trans –visibilización de la agenda, explicitación de posturas feministas y antifeministas, y un poco de instrumentalización también–, aunque mucho menos, porque se procesó en un período interelectoral. Esto fue el resultado de la eficiencia del movimiento para ejercer presión, negociar y aprovechar los apoyos dentro del recinto parlamentario mientras se contaba con mayorías, ya que en períodos de contienda electoral aquellos apoyos pueden ser mucho más inestables.
Los gobiernos en los que se avanzó más en lo que se denomina “agenda de derechos”, sin dudas, fueron los del FA, pero nunca se sabe cuánto feminismo está dispuesto a tolerar la izquierda partidaria, y en períodos de elecciones seguro que la dosis es mucho menor. En todo caso, parece que sobre algunos temas la estrategia es la cautela o la administración del silencio. Sobre la educación no sexista se dice poco, porque en este contexto de reactivación conservadora puede costar caro pronunciarse, y la grieta cuando se trata de una contienda que disputa el centro nunca conviene. (No olvidemos a José Mujica en 2009 apoyando la idea de un plebiscito para dirimir la legalización del aborto antes que asumiéndolo como causa propia.)
En dónde y a qué jugar. Desde las estructuras partidarias se incorporarán propuestas que con muy distintas gradaciones buscan atender situaciones relacionadas con el lugar subordinado de la mujer y los sujetos feminizados, aunque posiblemente no serán tema central de campaña porque no estructuran el voto, porque son arriesgadas o porque no han sido del todo incorporadas a lo que se considera el corazón de un programa de gobierno. Ante esto, el sentido común indica que hay que hacer todo lo posible por incidir, por ser un actor, por lograr pronunciamientos, y algunos feminismos discutirán una vez más cuál es la mejor estrategia para hacer el “entrismo feminista”. Y esto no es una discusión menor en tiempos en que el conservadurismo crece, busca reinstalar los roles de género amenazados, y la respuesta, incluso de quienes se habían acercado a querer subvertir ese orden, es “no hacer olas”.
Los feminismos en sus distintas versiones ejercen presión, hablan con voz propia y promueven una racionalidad política que rompe con la apuesta al “mal menor”, sea porque dicen “contra el fascismo más feminismo” o porque convocan a un nuevo “tiempo de rebelión que lo cambie todo”. Y, entonces, ¿son las elecciones una oportunidad para el movimiento feminista? Sin dudas el feminismo tiene una incidencia hoy que no tuvo desde la recuperación democrática, pero que incida no implica que este sea el único momento en el que apostar todas las energías. Las elecciones son el momento más patriarcal de la política democrática. Se debe hablar claro, en voz alta, decir grandes verdades, ofrecer certezas, disputar, mostrarse firme, no dudar, no ser débil, ofrecer capacidad de liderazgo, debatir, ingresar en una lógica antagónica, etcétera, etcétera. Hay un feminismo que también dirá: “no es allí donde vamos a realizar la revolución feminista”, sino fuera de los partidos, fuera del Estado, fuera de la política de la demanda, de las prácticas “pido y espero pequeños avances mientras van entendiendo”. Este modo de pensar el feminismo no aspira a soluciones concretas inmediatas: sólo tiene la expectativa de ampliar el horizonte de la utopía.
Es nada más y nada menos que eso. Y hoy ante los avances específicos que sí se han logrado y que sí ofrecen respuestas inmediatas que involucran vidas concretas (pensemos en la ley de interrupción voluntaria que impide muertes clandestinas y la ley trans que respalda un derecho a ser que ojalá evite suicidios e intervenciones inseguras en el cuerpo), también hay que reconocer y aceptar como legítima la apuesta por no depositar en los partidos y las elecciones competitivas todas las expectativas de la transformación social. Tal vez esto parece difícil de asimilar, pero también puede ser lógico, con lo que se ha naturalizado la idea de que las cosas son así, que hay que ir de a poco, logrando avances sin dar vuelta la tortilla. En el lenguaje de la izquierda esto antes se llamaba “reformismo”; no debería ser tan difícil comprenderlo.
Las elecciones de este año son entonces para el feminismo tanto una oportunidad como un riesgo. Algunos feminismos buscarán como la pequeña Lulú entrar al Club de Toby, y seguramente una vez allí lograrán que se juegue a algo distinto. Si no lo logran, posiblemente no golpeen más esa puerta y se queden afuera jugando a otra cosa. Estamos en un tiempo en que ya podríamos aceptar que lo político abarca múltiples espacios y diversas prácticas, y aun en el país más partidocéntrico de América Latina, el feminismo nos permite pensar la política y la transformación desde otro lugar.
* Candidata a doctora en ciencias sociales por la Universidad General Sarmiento (Ungs), Argentina.