En una asamblea en el último Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, una compañera llamaba a abandonar las aulas de la universidad y las referencias teóricas, y partir hacia el territorio. Según sus palabras, ahí había algo verdadero, más real que las abstracciones conceptuales producidas en y por el mundo académico. Para esa compañera, el feminismo popular era eso: ir al territorio, poner el cuerpo.
Entre las numerosas críticas al llamado feminismo académico –por blanco, por heterosexual, por ser de clase alta o media alta, y un largo etcétera–, sigue pesando fuerte la afirmación de que no tiene alcance territorial. O que su territorio es estrecho, que lo emparienta al liberalismo del “techo de cristal”: romper con las limitaciones de un progreso que para serlo apela a la igualdad entre hombres y mujeres. O que, si es que tiene territorio, funciona como parte de un intercambio en el que quienes son tomados como objetos de la investigación reciben, como mucho, un agradecimiento en el comienzo de un libro. Esas críticas fueron hechas entre los años setenta y noventa del siglo pasado y desde el llamado “feminismo popular”, uno de los ejes principales para caracterizar la relación entre clase, raza y género, cuando la referencia a lo popular también abría a una pregunta por la caracterización de “pueblo”.
En parte, esta objeción es cierta y los prejuicios, justificados. En parte, es una crítica que, en su declinación más zonza, divide el universo de las prácticas e invierte las jerarquías: donde la teoría era un valor, se impone la práctica como simétrico opuesto. Pero la objeción insiste también en la composición binaria de las luchas, cuando está demostrado que implican muchas más subjetividades que dos. A esta altura de los acontecimientos, ni el feminismo es uno, ni tampoco lo es su identidad académica y/o popular. En otras palabras, la separación real existente entre ambas dimensiones (digámoslo así, si es que la planteamos como una divisoria del trabajo intelectual y manual) también es una separación que describe pero que no explica el núcleo duro de jerarquización en la divisoria teoría/práctica. Este binarismo, como el sexual, también quita energía a la producción y a la acción.
La pregunta por el territorio de los feminismos es central, siempre y cuando asumamos que el “territorio” implica varias cosas al mismo tiempo, y que, por sobre todo, es un escenario concreto de disputas. Pero también esta pregunta por el espacio de acción de los feminismos y por las subjetividades que pone en juego nos llama a redefinir el carácter territorial en un sentido mucho más amplio que las divisorias de mundos cerrados entre popular/académico. La cuestión es que los feminismos vienen a discutirlo todo y que, en el caso particular de la producción de conocimiento, desromantizan las subjetividades asumidas como “populares” y/o “académicas”. Y lo que es más importante, en la línea de esa desromantización, apuntan contra la suposición de que los feminismos sólo se ocupan de lo que concierne a una idea de lo que es ser mujer, y de hecho desarman esa misma categoría (porque también desarman la de “hombre”). Ello implica, al mismo tiempo, detectar y combatir las desigualdades.
En ese discutirlo todo, se encuentra la energía profunda y gozosa de la interseccionalidad, porque lucha por la ampliación de derechos con los que nos imaginamos un mundo de verdad nuevo. Las opresiones son varias y muchas veces intersectan clase, raza, género y un largo etcétera al que estamos atentas. Tanto es así que, en la historia corta del “Paro internacional feminista y plurinacional de mujeres, lesbianas, travas, trans, bisexuales y no binaries”, vemos el crecimiento y la complejización de estas relaciones: la incomodidad de ser feministas adscritas sólo a formas ya conocidas de feminismo. Pero al mismo tiempo esa historia nos vuelve conscientes de las tradiciones sobre las que fundamos la discusión sobre la hegemonía del presente. Como las identidades, estamos en varias, porque son posiciones relacionales, que necesitan de otras para ser algo más que espejos complacientes o deformantes de lo que imaginamos de nosotros y del mundo.
En este sentido, es imposible pensar los feminismos sin la producción militante de travas y trans, como debería ser imposible pensar los feminismos sin la producción y sin las experiencias que exceden el ámbito de la academia. Pero, al mismo tiempo, la práctica militante de los feminismos sería impensable sin la producción de muchas académicas feministas. Aun más, sería imposible pensar los feminismos sin el entrevero que necesita del empuje y del deseo colectivos para alentar una transformación imparable. En cualquier caso, las divisorias merecen ser vistas coyunturalmente y atendiendo a disputas políticas concretas. Son tramas más que disyunciones, y son luchas más que divisorias. Y en ningún caso hacen oídos sordos a los flujos desiguales y asimétricos de poder. Pero es claro que la práctica feminista promueve inteligencia colectiva y amistad política, sin las cuales cualquier territorio queda sin recorrido, sin mapa, y lo que es peor, sin historia.