Hace ya cuatro años me decidí a viajar a Salto para entrevistarlo. Abrumada por las cocinas de la real politik y un discurso de la democracia representativa cada vez más previsible, tenía un buen motivador. Mientras la mayoría de los dirigentes, y en ese momento especialmente los del Mpp, optaban por el camino de los cargos públicos, Marenales actuaba en sentido inverso y se retiraba de la vida partidaria en la capital. “Se va a vivir a Salto con su compañera, y se va a dedicar a la escultura”, me habían anticipado. Su lengua incorrecta, y la leyenda de su personaje, también oficiaban, obviamente, de estímulos. Si bien seguía sus opiniones, aquel sábado frío y soleado tuve la oportunidad de conversar largo y tendido en su casa, ubicada en una cooperativa de viviendas de las afueras de la capital litoraleña, frente a un límpido campito de fútbol. Pude preguntarle todo lo que había anotado en una libreta, y más.
La fotógrafa Manuela Aldabe no contó con obstáculo alguno para seleccionar todos los ángulos posibles para retratarlo a él y su hábitat (le abrió hasta la puerta de la heladera). Había mucho para registrar. Un poncho que había confeccionado en el penal a partir de una frazada –con su proverbial habilidad para el trabajo manual– tendido sobre la cama, que resguardaba un manojo de diarios y semanarios diversos. La bolsa de tela, que aún utilizaba, con su número de preso, en la que recibía los “paquetes”, lavada y tendida al sol. Una biblioteca muy nutrida, poblada de clásicos, volúmenes de historia (antigua y moderna) y las últimas novedades de la ficción nacional y del mundo. Una escopeta y un sombrero colgados de un pesado clavo en la pared, y alguna revista sobre nuevos modelos de armas mágnum sobre un aparador. Y, por supuesto, el taller construido por sus propias manos en el que martillaba y tallaba pesadas piedras que él mismo recogía en las basálticas tierras salteñas, cargaba en un carro y convertía en interesantes piezas. Marenales había sido granitero, pero había tenido también un pasaje por la docencia en la Escuela de Bellas Artes, en la que había conocido a Octavio Podestá. El reconocido escultor le alcanzaba en el penal mármoles que alguna vez “tuvieron muertos abajo” –contaba–. Se definía como “operario escultor”, y como tal fue quien talló los relieves de “Las instrucciones del año XIII” y “El éxodo oriental” que están en la sede central del Banco República, o algunos otros que forman parte del monumento al libertador San Martín que está en Agraciada y Asencio. Este último detalle le aportaba también un plus a “Abdón” o “Zenón”, sus alias de jefe tupamaro, de esos que ya aparecen en la cinematografía internacional.
Mientras se acumulaban horas de conversación en el grabador y fuera de él, el entorno y el pensamiento se imbricaban en una suerte de universo de piedra. No lo digo en un sentido paleontológico, aunque algo de esto había en el hombre que se retiraba a su caverna, a tallar areniscas y a leer aventuras de griegos, romanos y cristianos, sino por esa actitud de morir aferrado a algunas ideas y a no dejar de expresarlas. “Yo aplico aquello de Santo Domingo: a Dios rogando y con el mazo dando”,ilustraba, con su característica carcajada picaresca, sobre su obstinación por querer “entrar en la cabeza de la gente”. Eso es lo que también intentó hacer durante su periplo como administrador en el Polo Tecnológico del Cerro, en el que incursionó en las artes del gerenciamiento cooperativo y las complejas relaciones laborales que esto conlleva.
Cada tanto Marenales mandaba a algunos medios textos en letra manuscrita o imprimía unos librillos con tipografías que remitían a los tiempos del mimeógrafo, en los que solía discurrir sobre los límites de las izquierdas progresistas, sin nunca renegar del uso político de las armas en el contexto de los años sesenta. El “Viejo Julio” ya había dicho que el Mpp (proyecto que ayudó a moldear) era un “gigante estúpido”, y en la entrevista que Brecha publicó en 20151 lo definió como un “grupo junta votos” carente de ideología. Se despachó a gusto contra el liderazgo de José Mujica y Lucía Topolansky (sobre quienes dijo que “ya no eran representativos” del Mln y los comparó con “tótems”),pero también se diferenció de la radicalidad crítica de Jorge Zabalza. Ni que hablar que abrió un surco entre él y Eleuterio Fernández Huidobro, su acercamiento con los militares y su rol en la llamada “tregua armada”. En esa época, si bien había dejado la dirección nacional del sector en 2013, Marenales no había abandonado la militancia de a pie y cada tanto se juntaba con gente del centro de estudios (Cadesic) del Mpp salteño.
Marenales era de todos modos también ecléctico, heterodoxo, en sus opiniones. Si bien podía un día defender la deriva del chavismo en Venezuela, en otro opinaba que Danilo Astori podría ser el mejor presidente para la “actual etapa” progresista. A esa altura de su vida, y aunque siempre estaba rodeado de militantes, intelectuales y personas no ajenas a la acción política, me preguntaba si su incorrección o su libre pensamiento no eran ya más que nada propios de esos viejos lobos de mar que están más allá de todo. Pero de lo que no podía dudarse es desde qué lugar se propagaba su mirada, profunda y corrosiva: desde la llanura y sin haber aceptado un asiento en la estructura burocrática del gobierno. Eso le dio la libertad para opinar cómo y cuándo quisiera, pero le permitió también protegerse de esas “cooptaciones del sistema” que tanto temía y evitó hasta el día final, en el que debió dejar la última piedra sin moldear.
1. El reportaje fue publicado el 15 de mayo de 2015, con el título “El guerrero sin reposo” y puede leerse en: