Sabemos poco de ellas. Fragmentos, como piezas de puzles. Las completamos con otras que van calzando al azar en los vacíos espacios desconocidos. Y entonces los enigmas se resuelven con sencillez.
Hay secretos inútiles, como joyas perdidas, que no le sirven a nadie. Un día las joyas aparecen, los cuentos se cuentan, las historias dichas son mejores que ocultas.1
Como quienes guardan cartas de amigos lejanos o de amores antiguos, vivimos coleccionando historias. Las que más nos encantan son las que se integran a la nuestra: gracias a ellas vivimos lo que no vivimos.
Son distintas cada vez: al recontarlas recreamos nuestros propios recuerdos.
¡Que no nos digan que no son nuestra historia! Lo son.
La expedición a Tierra del Fuego que escuchamos de niños, el recóndito secreto de un amigo enamorado. Todo, desde que cae en nuestras neuronas, pasa a ser nuestro. Y cambiante. Un cuento nunca será igual a la verdad. Ni a sí mismo.
¿El uso que damos a las historias es una decisión ética?
Se elige recontar –o no hacerlo– lo que otro vivió.
Al hablar o al callar nacen historias nuevas.
Nuestro punto de vista (tan confiable como el del vecino miope que mira desde un quinto piso lo que ve en la plaza de enfrente) dirá lo que ve. Su realidad.
No sólo juegan aquí la ética o la discreción. Hay mecanismos invisibles que nos hacen sentir propio lo ajeno. ¿Será ajeno? ¿O serán flores nuevas de romances viejos?
“La poesía es de quien la necesita”, sostenía El cartero de Neruda.
ECOS DEL ECO DE TU VOZ. Eugenio D’Ors decía que “todo lo que no es tradición es plagio”. Es frecuente entre músicos que –conscientes o sin darse cuenta– incorporen a su obra melodías que escucharon antes. Dave Brubeck explicó que con Paul Desmond usaron un tiempo quíntuple, infrecuente en jazz, del que nació “Take five”: “Una métrica de la música turca; los turcos tienen una gran tradición en la improvisación musical”.
Y a Ricard Miralles algo debió resonarle –de “Take five” o de los turcos– al componer “Mediterráneo”. (Escuchen, si les place, los dos temas.)
Muchos escritores creyeron imaginar lo que alguna vez leyeron o escucharon. A veces lo mejoraron conscientemente. Shakespeare lo hacía, y cuando decía “estamos hechos de nuestros sueños”, tal vez se refería a esas resonancias.
¿Cómo desprendernos de las anécdotas, refranes, versos que ha ido arropando nuestra vida? ¡Sería como andar desnudos!
Hay quienes adoptan una historia, un estudio científico, un poema o una frase, que engarzan en sus textos y que les irradian impulso.
No vale si es camuflarse con plumas de grajo. Pero puede parecerse a la confianza gozosa de ir a babuchas de alguien amado (sólo un tiempo se puede caminar así).
Creo que es sutil la diferencia entre copiar y recrear. Copiar es una práctica de aprendizaje. Puede ser útil si es un comienzo modesto y sincero: copiar un tono, un ritmo. Como viajar a un país del que todavía no se conoce el lenguaje, para practicarlo.
“Qué feliz se sentía Matisse –cuenta Gertrude Stein en su Autobiografía de Alice Toklas, que es la de ella misma– con las estatuitas africanas que llevó a casa. Y cuánto le interesaron a Picasso cuando se las mostró.”
Por su parte, lo que enamoró a Matisse –me parece– fue el arte mozárabe: los colores planos y las superficies con arabescos, las figuras simplificadas, los retratos de ojos ovales y cejas arqueadas. Sus cuadros pueden hermanarse con esas miniaturas que llaman Beatus de Facundus. ¡Debió ante ellas sentirse en familia! Le livre de feu, de Henri Stierlin, que tengo abierto aquí al lado, muestra esa evidente afinidad. Como la de Paul Klee con los tejidos precolombinos. ¿Habrá ido a Perú Klee? ¿O le habrán regalado una postal del Museo Amano, de la Falsa cabeza de los chancay? A veces parece que un mismo espíritu siguiera jugueteando en la continuidad del tiempo.
Cuando se trata de plagios, eso no sucede. Pueden “quedar bien”, pero no agregan nada. No hay en ellos antorcha olímpica que suba escalones y prenda otro fuego.
Pero con esto de las recreaciones me distraje del tema de este viernes: la participación que tenemos en las historias de los demás y ellos en la nuestra. A veces, por fracciones de segundo (esa mujer en un bar de San Telmo, guardada en el video de un turista japonés, soy yo. Lo seré, plana y anónima, muy lejos, mucho tiempo. Mientras la cámara del japonés no caiga al agua o algo así). Otras veces, integrados a una emoción para siempre. Como mi primo Horacio estará infinitamente cuando suene “Gricel”, el tango del que papá le comentó sonriendo: “Escuchá, qué romántico”. De esa vez, en que yo ni había nacido, puedo gracias a Horacio tener el recuerdo de la voz de mi padre.
OTRA ANA, OTRO PADRE. Ya saben que María Esther Gilio venía frecuentemente a casa. Cuando nos mudamos a este apartamento, del “mi casa es tu casa, tu cuarto es el de Naná” pasamos a instalarla en el cuarto amarillo (mínimo camarote con sol del norte, donde reinó feliz). Le encantaba desayunar con Juan Pablo. Pocas veces se habrá visto a dos personas desayunar tan largamente, leyendo cosas distintas, escuchando la radio, seduciéndose con datos, chismorreos políticos, anécdotas ingeniosas, ¡volátiles geminianos! Yo daba vueltas alrededor con tostadas, cucharitas. Una mañana cualquiera María Esther tomando té con su camisón de Sarah Kay y la melena revuelta le preguntó a Juan por las novedades del mes.
—Vino mi primo Diego –contestó él, desde atrás del diario– con la novia.
—¿Tiene novia Diego? ¿Y qué tal es?
—Divina.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Muy piola. Sincera. Linda.
—¿Es psicoanalista también?
—No.
En tres preguntas más María Esther dedujo que nuestra nueva prima política debía ser hija de una francesa gran amiga suya y de Gumita Zorrilla y (aquí viene la historia entrecruzada) de Carmucha, la hermana de Taco Larreta.
—¿Carmen Ávila? –preguntó Juan Pablo, interesado de repente.
—Claro. A la casa de esta amiga, en Brasil, fui a visitar a Carmucha cuando tuvo a la bebita –dijo Gilio, olímpica, sirviéndose más té.
—¿Tuvo una bebita? Cuando yo era chico, venía a casa Mariquita, la mujer de Manolo Lima, que era muy amiga de mi madre. Cosían juntas, charlaban. Yo jugaba, al lado. Las escuchaba. Mariquita era enfermera en el consultorio de una ginecóloga, donde iba Carmen Ávila, que era actriz, que era preciosa y que un día no fue más. Ellas se preocuparon.
—Claro. No fue más porque se fue a Brasil, a tenerla. ¡Gumita y yo fuimos a visitarla! En el último tramo fuimos en un jeep, ni sé cómo llegamos. Yo sujetaba la puerta del jeep, que se abría sola. Cuando cargamos nafta, dijimos “ponga 20” y el muchacho nos cobró 32. “¡Le dijimos 20!”, nos desesperamos. “Bueno –dijo él– 20 litros son 32 cruzeiros.” “No, no, ¡sáquelos! ¡No podemos pagar eso!” Tuvo que hacer vasos comunicantes y sacar casi la mitad del tanque.
Y ya iba a seguir, Gilio, tan ella, detallando su aventura cuando Juan, que jamás creyó tener ocasión de resolver una intriga de décadas, preguntó:
—¿Pero quién era el padre?
Y ahí, la que casi desparramó la Volturno llena de café y se quema, la que no prestaba atención al cuento y de repente sintió que la historia entraba en la suya fui yo. Porque María Esther pronunció, como la obviedad más grande del mundo, el nombre del incógnito padre de la hijita de Carmucha.
—¡Primo tan querido de mamá! –salté, asombrada.
Y en ese momento una prima nueva –tocaya, además– entró en mi historia.2
1. “La historia que aquí se cuenta es historia no es patraña…”, Fuenteovejuna, versión de Taco Larreta. Teatro El Galpón, 1970.
2. No la conozco porque vive en París. Es autora de Conversaciones con Taco, que me emocionó. ¡¡Salud, Ana!!