Guasón es una película llena de risas que tienen que ver con todo –tristeza, soledad, ansiedad, locura–, menos con la felicidad. Una rara avis en tiempos en que las películas comerciales –en especial, las basadas en personajes del cómic de superhéroes, como en este caso– apelan constantemente al humor. No deja de ser paradójico que la película más seria de la temporada esté protagonizada, justamente, por un payaso. Ni que la ganadora de la última Mostra de Venecia, uno de los festivales más prestigiosos, esté inspirada en un personaje de historietas y dirigida por el mismo director que se hizo famoso con comedias generalmente alejadas de las esferas del cine arte, del que Venecia es históricamente un bastión.
Guasón está en las antípodas de lo que suele denominarse cine de superhéroes. No sólo porque costó 55 millones de dólares –frente a los 356 que costó la última de Los vengadores, por mencionar una de tantas–, sino porque aspira a cierto estatus autoral entre los estándares permitidos por un gran estudio, como lo es Warner Bros. En lo narrativo, busca el conflicto principal en el interior de sus personajes antes que en las grandes secuencias de acción que vertebran casi todas las películas de superhéroes. En lo formal, emplea locaciones austeras y desarrolla la acción en espacios reales, lejos de las pantallas verdes en las que transcurren las películas del universo Marvel. Está más cerca –y es un homenaje evidente– del primer Martin Scorsese, el de El rey de la comedia (1982), así como de sus fructíferas sociedades con el guionista Paul Schrader en Taxi Driver (1976) y Bringing Out the Dead (1999), que de cualquier película reciente de justicieros o villanos enmascarados. Watchmen (2009), de Zack Snyder, tal vez sea la única del género con la que comparte ciertos rasgos.
Arthur Fleck, interpretado por Joaquin Phoenix, es un freak scorsesiano‑schraderiano de la misma estirpe de Travis Bickle. Se mueve en esa frontera impredecible entre lo entrañable y lo patético, y genera al mismo tiempo encanto y miedo, como una bomba incomprendida condenada a explotar tarde o temprano. Fleck deambula por una Ciudad Gótica que luce muy neoyorquina-años-setenta, con ese asfalto mojado que refleja las luces de neón de las avenidas, con sus callejones desbordados de basura y las veredas asoladas por las mismas especies a las que se refería Bickle en la voz en off de Taxi Driver. Guasón trata de los difusos orígenes del villano más célebre de Batman, pero también es una de las tantas historias posibles que flotan en las pesadillas urbanas representadas por aquel Nuevo Hollywood de los años setenta. Aunque esta comparación está mediada por una enorme distancia, cabe señalar otra coincidencia posible, más bien hipotética: así como el Nuevo Hollywood, made in Coppola, Scorsese, De Palma, Cimino, Bogdanovic, Lucas y compañía, llegó para cambiar el paradigma imperante en una industria por entonces agotada, es posible ver Guason, de Todd Phillips, como una nueva forma de abordar el cine de superhéroes –principal atracción del cine industrial desde hace un buen tiempo–, alejada del esquema imperante.
Batman: La broma asesina (1988), escrita por Alan Moore y dibujada por Brian Bolland, es, quizá, la coordenada inicial que siguió Phillips para construir su versión sobre los orígenes del Guasón. En la novela gráfica, como en la película, se lo presenta como un aspirante a comediante que no hace reír a nadie, asfixiado por la precariedad y la mala suerte. Pero Phillips –que coescribió el guion junto con Scott Silver– abandona a los pocos minutos de metraje cualquier modelo estricto en favor de una adaptación lo suficientemente libre como para que más de dos terceras partes de su película funcionen, a secas, como el retrato de la soledad urbana y el desamparo de ciertos individuos ignorados por el sistema. Phoenix compone –como lo hiciera, hace no mucho, en The Master, de Paul Thomas Anderson– un personaje perturbador, mental y físicamente, que va deformándose desde el interior hacia el exterior, con una risa nerviosa, que se vuelve a veces más aguda, a veces más grave y en ocasiones desemboca en la tos ahogada o el llanto. Acá no hay nada del pop habitual que reviste el género superheroico y sí hay mucho –tal vez demasiado, por momentos– de drama puro.
Phoenix es el quinto actor en representar al Guasón en el cine después de César Romero, Jack Nicholson, Heath Ledger y Jared Leto. Hay desde lo pésimo hasta lo brillante. Cada uno tendrá su opinión, pero si hasta ahora el de Ledger era considerado el más oscuro de los guasones cinematográficos –la representación que más se acerca a lo que hicieron Grant Morrison y Dave McKean en la novela gráfica Arkham Asylum–, el de Phoenix alcanza una oscuridad de tonalidad diversa. Más allá de que ambos lleven la cara pintada y el pelo largo verdoso, resultan personajes distintos en más de un sentido. Alguien puede querer ser, durante esas dos horas lúdicas de suspensión de toda moral que implica en ocasiones una película, aquel Guasón de Ledger, pero seguramente nadie quiera estar ni tres segundos en la piel del Guasón de Phoenix. En El caballero de la noche (2008) se nos mostraba el producto psicopático de un pasado que sospechábamos oscuro, algo sugerido por el propio personaje a través de relatos contradictorios y fragmentados, pero que nunca se nos ofrecía explícitamente. En este Guasón modelo 2019 el grueso de la trama tiene que ver con todo aquello que hasta ahora no se había visto: con la serie de traumas, accidentes y mala fortuna que llevan a la locura, de modo que todo lo que antes quedaba librado a la imaginación del espectador aparece, ahora, en primer plano. Antes el monstruo irrumpía como salido de la nada, era un objeto extraño generador de caos, mientras que ahora asistimos a su conversión de freak en psicópata. Eso al personaje le quita mística y le agrega drama. Y posiblemente el Guasón de Ledger, con sus escasos minutos de metraje, continúe siendo un ícono popular a pesar del tiempo, por esa ecuación tan vieja de que menos es más.
Si en el cine y la televisión el Guasón hasta ahora había estado claramente en la vereda opuesta del espectador –por más que en muchos momentos casi terminara robándole el protagonismo a Batman y ganándose cierta parte perversa de nuestra simpatía–, ahora está de este lado, demasiado cerca como para no lucir frágil, ingenuo, inestable, peligroso e infantil. No es ni un (anti)héroe ni un villano, ni una víctima ni un victimario –aunque por momentos sea un poco de todo eso–, de modo que se mueve en una frontera incómoda, que imposibilita el etiquetado fácil y genera una tensión de orden psicológico antes que físico.
El comediante interpretado por Robert de Niro –que acá invierte los roles respecto de El rey de la comedia– es por momentos lo más parecido a un villano que aparece en la película, aunque su papel no consista precisamente en matar ni robar, sino más bien en ridiculizar a otros –ese deporte tan popular en tiempos de videítos graciosos que circulan de celular en celular–. Y el mismo Thomas Wayne (Brett Cullen), el padre de Batman, siempre representado como un millonario sensible a la injusticia social, está más cerca de la demagogia de Charles Palantine que de otra cosa.
Esta indefinición se tradujo en ciertas críticas de la “ética” de la película por parte de algunos periodistas especializados: Glenn Kenny, del sitio rogerebert.com, la calificó de “basura perniciosa” y Stephanie Zacharek, de la revista Time, apuntó contra su “agresiva y posiblemente irresponsable idiotez”. Asimismo, el Departamento de Policía de Los Ángeles ha montado operativos especiales durante las funciones, además de prohibirles cualquier tipo de disfraz a los espectadores, casi como si los enormes problemas sociales de Estados Unidos, que de tanto en tanto desembocan en tiroteos masivos, tuvieran algo que ver con una película de ficción. Es curioso que el trasfondo social –bastante simple, de hecho– sea lo que más conflictos genera.
Guasón escapa, en parte, a la dualidad propia del cine basado en cómics, en el que el bien y el mal suelen estar bastante definidos. Genera dudas en lugar de aportar respuestas. ¿Es Arthur Fleck una víctima de un sistema que se olvida de ciertas personas? ¿O es un psicópata egomaníaco que cree que todo el mundo conspira contra él? ¿Es su transformación un producto de esa degradación social circundante que la película muestra constantemente? ¿O es simplemente un tipo con mala suerte, un hombre al que Dios hizo solitario –como diría Travis Bickle– y un buen día se cansó de todo?