— 1 —
¿Para qué futuro educamos?” Con esta pregunta oracular, Reina Reyes titulaba su ensayo ganador en un concurso organizado por Marcha, en 1970. Contrariamente a lo sugerido por su título, la obra no se detiene a dibujar y animar el futuro, sino que critica una enseñanza “tradicional”, que persiste en no cambiar, porque “la obsolescencia que domina y gobierna todas las actividades alcanza también a las instituciones educativas”. Ajena a los medios de comunicación –cine, radio, televisión– y al reinado de la imagen (la edición de 1971 ilustra su tapa con historietas que suponen la modernidad más apresurada), la enseñanza persistiría en sus mañas más condenables, al no deshacerse de la herencia iluminista, recurrentemente presentada por Reyes como una filosofía que desatiende la dimensión afectiva, imaginativa y artística, al centrarse casi maniáticamente en lo racional y los conocimientos transmitidos a través de la palabra.
Por mucho daño que produjo esta recurrente caricatura de la Ilustración, no entraremos ahora en su desarmado. Bastará recordar que, en el frontispicio de la Encyclopédie concebido por Diderot (filósofo, novelista y fundador de la crítica pictórica) y D’Alembert (matemático, físico y filósofo), el grabado alegórico presenta, según la explicación de la propia Encyclopédie, a la Verdad en el centro, con la Razón y la Filosofía a su izquierda descorriendo y arrancando el velo que la cubre, mientras que la Imaginación, en el acto de coronar a la Verdad, es presentada a su derecha, por sobre la Poesía (Épica, Dramática, Satírica, Pastoril) y las otras artes miméticas: Música, Pintura, Escultura, Arquitectura.1
También bastará recordar que aquella prolongada (1751‑1772) proeza intelectual y editorial se proponía reunir, en su lucha contra el dogmatismo de los jesuitas de la Sorbona, lo que contribuyera a la certeza y el progreso de los conocimientos humanos, y, multiplicando el número de los verdaderos sabios, de los artistas‑artesanos distinguidos y los aficionadas esclarecidos, expandiera en la sociedad “nuevas ventajas”.2 También, al pasar, bastará referir un trabajo que pone en entredicho, a partir de documentos decimonónicos, ese lugar común, compartido por Reina Reyes, que achaca al sistema escolar indiferencia hacia la afectividad de alumnos y maestros.3
Entonces, a pesar del carácter estigmatizante que “iluminista” tiene en ¿Para qué futuro educamos? y del robusto futuro que tuvo esa caricatura oscurecedora –hoy presente en los documentos pedagógicos del Banco Mundial, Eduy21, la Udelar, el Codicen–, nos centraremos en otros aspectos. En particular, en el propio título de la obra premiada, en “futuro” y en “para”. Decir que se “educa para el futuro” es afirmar una obviedad; dada la fugacidad del ahora, hacer algo para el pasado o para el presente es imposible, si no es a través de suplementos de sentido que modifican la percepción del pasado, reinventándolo. A sabiendas o no, “educar para el futuro” es lo único que siempre se hizo y lo único que puede hacerse.
Para evitar esa obviedad del título, habrá que suponer que su pregunta también está afirmando que el futuro y sus variedades son no sólo conocibles porque son representables, sino elegibles (“¿cuál?”) y determinables según la educación que el presente imparta… menudos presupuestos para quien se muestra tan decididamente enemiga del iluminismo, por su excesiva “racionalidad”.
En este título cuenta, entonces, la explicitación del carácter instrumental de la enseñanza: “se educa para”. Repetimos: inevitablemente siempre se educó “para el futuro”, y esto no escapó a las pugnas políticas, al punto de que un Adolphe Thiers plantease educar “para” obtener obreros dóciles, cuando defendía la enseñanza impartida por los curas, capaces de enseñar a leer, escribir, contar y sufrir, contrariamente a los maestros, que enseñaban en demasía y hacían que los obreros más instruidos fuesen los más revoltosos, como lo eran, por ejemplo, los obreros porcelaneros de Sèvres.4 Sin embargo, no siempre se explicitó ese carácter instrumental. En Thiers o en otros políticos reaccionarios del siglo XIX no hay dudas de que el sentido de la enseñanza es enseñar, y lo que se discute es qué debe ser enseñado y qué no, para así evitar la existencia de quienes, por excesivos conocimientos, podrían ser revoltosos.
En cambio, en el ensayo de Reina Reyes, de entrada se declara que la enseñanza es un instrumento: algo cuya finalidad es exterior, algo provisto de una función, pero no de un sentido propio.
Esta perspectiva habilitará una discusión que, aunque suspendida durante la dictadura militar, se planteará con fuerza en la posdictadura: las finalidades de la enseñanza, sus paraqués: instrumento de emancipación, o instrumento que tiene por “meta la liberación del hombre” (Reina Reyes), o instrumento de entrada al mercado laboral, o instrumento del desarrollo productivo, o instrumento de formación ciudadana, o instrumento de desarrollo “integral” del alumno, o instrumento de socialización, o instrumento del ejercicio de derechos, o… En todos estos casos, con variantes, matices y eclecticismos, el sentido propio de la enseñanza –su vínculo propio con la elaboración y la transmisión de saber– queda perdido, ahogado en el debate que busca el uso definitivo, mientras acalla su sentido.
Y, en todos los casos, sea cual sea la meta deseada, se ataca el “enciclopedismo” y el carácter “bancario”, “memorístico” y “verbalista” de la escuela, y se prefiere, como en el siglo XIX lo hicieron Adolphe Thiers y Victor Duruy, un conjunto modesto de conocimientos (leer, escribir, contar) y una “socialización” que inhiba los retobes. El agregado, hoy en día, es el discurso explícitamente instrumentalizador de la enseñanza, ya sea como pedagogía del oprimido o como hechura del buen trabajador/emprendedor. El discurso de los Thiers y los Duruy, letrados sabedores de los poderes que da la letra, justamente reconocía y advertía sobre el peligro que esta significaba al llegar a quienes no estaba destinada. Hoy, los discursos del establishment político-tecnocrático-empresarial-mediático hacen del conocimiento ordenado en disciplinas la variable prescindible, al trasladar el eje de la enseñanza desde la elaboración y la transmisión de conocimientos hasta la satisfacción de cometidos económicos, empresariales, emancipatorios, emocionales, ciudadanos, etcétera.
Como ya aparece también explícitamente en Reina Reyes, el planteo instrumentalizador –antiiluminista– de la enseñanza viene acompañado de una condena de la palabra, en particular, de la palabra escrita y, en consecuencia, del libro, su lugar privilegiado.5 Así, la discusión sobre “para qué” es la enseñanza vuelve prescindibles las reflexiones sobre qué tiene sentido que se enseñe, mientras pone en un primer plano lo metodológico, las didácticas y las pedagogías: cómo hacer para que el instrumento sea un buen instrumento, cómo hacer para que el instrumento instrumente bien.
— 2 —
Veamos algunos efectos de esta situación, en la que la enseñanza dejó de ser el lugar de la elaboración y la transmisión de conocimientos para ser el instrumento de la emancipación, del acceso al mercado de trabajo, de la socialización, del ejercicio de un derecho, del emprendedurismo, etcétera.
En lo inmediato, el efecto más notable quizás sea la paciencia con la que el conjunto de la sociedad uruguaya (escasean las excepciones) toma no ya la injerencia, sino el control que sobre la enseñanza pública ejerce una empresa privada finlandesa –Upm– dedicada a plantar árboles, hacer pasta de celulosa y transferir al extranjero sus cuantiosas ganancias libres de impuestos. Esto sucede en lo que la empresa llama su “zona de influencia”, que abarca ciudades, poblados y localidades de 12 departamentos de la República.
Anteriormente se había aceptado con alborozo que un ingeniero, comerciante de computadoras, entusiasmara al Estado uruguayo con un plan que implicaba comprar un número sideral de maquinitas hoy obsoletas, so pretexto de estar realizándose así una “revolución pedagógica” que, entre otras cosas, pondría de manifiesto que las maestras no sabían y que quienes ahora sí tenían el saber valioso eran los niños… “nativos digitales”. Así, al mismo tiempo que se echaban baldazos de ácido sobre el “enciclopedismo” y el “verbalismo” de la escuela uruguaya, se dejaba de enseñar a leer y escribir, se forjaba una expresión casi delictiva: alfabetización digital.
Con similares cuotas de paciencia y alborozo, también se aceptó que otro presidente de la República no sólo siguiera comprando computadoras para el plan‑revolución pedagógica del ingeniero, sino que filosofara abundante y descalificara como “viruviru” todo saber al que él no le encontrara el vínculo inmediato con un mercado de trabajo, predominantemente imaginado como el lugar de la resignación y el sometimiento.
Esta inaudita paciencia se explica porque, más allá de la desvergüenza del negocio finlandés en Uruguay y los desquicios tecnopedagógicos, hay un vocabulario impuesto y compartido que hace que, desde el Banco Mundial hasta Eduy21, pasando por las autoridades del Codicen, por grandes sectores de la Udelar, por el sistema político y por los medios de comunicación, todos se encuentren en un terreno conocido, pisando firme y hablando la misma jerga empresarial y tecnocrática: “futuro”, “compartir”, “comunidad”, “proyectos”, “calidad”, “innovación”, “inclusión”, “acceso”, “actualización”, “planificación”, “desarrollo”, “producción”, “evaluación”, “integral”, “integradora”, “crítica”, “egreso”, “creativa”, “capacitación”, “tecnología”, “Tic”, “global”, “excelencia”, “capacidades”, “mejorar la calidad”, “objetivo”, “impacto”, “generación de cambios”, “positivo”, “colaboración”, “aprendizaje”, “liderazgo”, “emprendedurismo”, “desarrollo”, “vulnerables”, “problema”, “problemas”…
Este léxico compartido vuelve “amigable” el designio más oprobioso, mientras da lugar a un sinfín de prácticas que, cosidas a estas palabras, desplazan los conceptos con los que los conocimientos disciplinares se piensan.
— 3 —
Véase si no. Marcelo Martínez Lauretta, miembro del comité académico de Eduy21 y columnista en Radio Carve, explica los beneficios de la “enseñanza por proyectos”. Sostiene que con esta metodología una “población” de estudiantes residente cerca de la empresa Upm podría tener proyectos de trabajo ligados a la planta. Así, en el aula, el docente pasaría de “aquellas tablas de contenidos rígidas, memorizables, que había que transmitir”, a considerar un cuadro de “competencias del siglo xxi” e instalar “pedagogías activas”, por ejemplo, la del aprendizaje basado en proyectos.
En estas pedagogías activas, “el centro deja de ser el conocimiento a transmitir” y el “docente transmisor”, y pasa a ser “el alumno, que construye conocimiento”. De esa forma “los muchachos tendrán en su clase una serie de desafíos” que les permitirá, en lugar de recibir del profesor “pasivamente” el conocimiento, crearlo. Sugiere para eso el estudio de algunos de los problemas ligados a la instalación de la planta de Upm, por ejemplo, los problemas energéticos.6 El expositor espera que el proceso culmine con la “presentación de un informe con los problemas y las soluciones”. El conocimiento a transmitir pasa a ser sustituido por una metodología de trabajo que supuestamente permite “a los muchachos ir creando” los conocimientos de física, química, matemática y otras disciplinas que los llevan a producir ese informe final con las “soluciones”. En ese proceso, al desaparecer el conocimiento, sustituido por mecanismos de búsqueda de información y de “comportamiento colaborativo” por parte de los estudiantes, desaparecen las asignaturas y se desvanecen el docente y las formas, tradicionalmente benéficas, de razonamiento normado y de evaluación de conocimientos (deberes, escritos, exámenes, repetición, etcétera). (Las exigencias de egreso impuestas por los organismos internacionales se conjugan con la sobrecarga horaria de los docentes, quienes terminan viendo con agrado la sustitución de la corrección de deberes individuales y escritos bimensuales por un palabrerío psicosocioneurológico.)
Un discurso semejante al de Eduy21 aparece en los cambios normativos sobre los planes de estudio que realizó la Universidad. En la ordenanza de estudios de grado (2011) se establece: “Es necesario (…) colocar al estudiante en el centro efectivo del proceso educativo (…) tendiendo a una enseñanza activa basada en problemas reales, procurando la incorporación de tecnologías de información y comunicación y otros recursos educativos abiertos”.
Por otro lado, durante el rectorado de Rodrigo Arocena, se implementó en varios de los entonces nuevos programas académicos –como los del Interior– el proyecto de “universidad para el desarrollo”, al servicio del “desarrollo humano sustentable”. Esta universidad es planteada como una entidad que trasciende el sistema educativo formal, ya que deben considerarse “como aulas potenciales” todos los ámbitos en los que una tarea socialmente valiosa se realiza con un alto nivel técnico y ético.7 En sintonía con los gobiernos frenteamplistas, uno de cuyos caballitos de batalla fue “el país productivo”, hoy “la universidad para el desarrollo”8 es planteada por el ex rector Arocena y por Judith Sutz dentro de una tipología de universidades entre las que, notoriamente, esta es la única cuya denominación claramente ostenta el “para”.9
Este desarrollismo universitario, al pretender instrumentalizar al máximo los conocimientos, ignora no sólo el sentido propio de la enseñanza, sino también, parejamente, que los “problemas de desarrollo” no son problemas que la técnica/ética pueda resolver, sino conflictos políticos originados por modelos extractivistas, agroexportadores y extranjerizantes, para los cuales el “desarrollo” es la última preocupación. En varias oportunidades, propulsores de este modelo universitario se expresaron sobre la falta de eco que esos programas encuentran en el sector productivo (ingrediente central de “la universidad para el desarrollo”), aunque esto, como de costumbre, es atribuido a “problemas de comunicación”: los sectores productivos no responderían a la oferta de la Universidad para el desarrollo porque falla la transmisión, y no porque estén en vías de desaparición o ya extintos, trucidados por decisiones políticas.
— 4 —
Se afianza así, desde diferentes lugares y con diferentes dividendos, el mito sostenido enfáticamente por Para qué futuro educamos: hasta entrados los años sesenta, entregada a lo libresco y verbal, a lo enciclopédico y obsoleto, la escuela habría funcionado con base en la memoria estúpida, desligada de algún propósito que la justificara (educar para ser empleable, educar para ser emancipado, educar para el desarrollo de la nación, educar para ser ciudadano, etcétera), desentendida de cualquier “saber hacer” y de cualquier “saber resolver problemas”, ajena a la afectividad de sus estudiantes. Si así hubiera sido, cabe preguntarse cómo hicieron los ingenieros, herreros, matemáticos, dramaturgos, biólogos, constructores, comediantes, yeseros, poetas, orfebres, astrónomos, ebanistas, médicos, dibujantes, músicos, novelistas, albañiles y otros artesanos para crear las obras que crearon si lo único que aprendieron en la escuela fue a repetir como lorillos.
“Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de aprender”; la sentencia es de Aristóteles y abre su Metafísica. Esquivando cualquier instrumentalización, señala una dimensión antropológica que tiene que ver con el deseo de saber y con el lenguaje, una dimensión que, por muy natural que sea, necesita que haya algo no natural (una institución de enseñanza, por ejemplo) que empuje para que lo “natural” salga. Debe haber algo o alguien –una política– que desee que uno –cualquiera, todos– desee saber. n
1. https://fr.wikisource.org/wiki/Explication_du_frontispice_de_l%27encyclop%C3%A9die
2. https://fr.wikisource.org/wiki/Prospectus_(Diderot)
3. Alma Bolón: “La vejez de los aggiornados: sobre algunos informes de inspección decimonónicos y ‘la afectividad en el aula’”, en Acción y Lucha. Agrupación María Barhoum, Ades Montevideo, Fenapes, Pit‑Cnt, mayo de 2019.
4. Adolphe Thiers, “Déclaration à la Commission de l’enseignement primaire”, 1850. Con similar espíritu, Victor Duruy impulsa la creación de bibliotecas escolares que obren por la “regeneración moral de las clases inferiores”; así, las personas destinadas al “trabajo manual tendrán libros apropiados a sus necesidades morales y profesionales”. Con lecturas adecuadas, se trataba de enseñar “el respeto por la ley, el amor al país, el sentimiento del deber” (“Instrucciones a los señores rectores sobre los medios de propagación de las bibliotecas escolares”, octubre de 1867). Los siglos XIX y XX dejan ver que ese poco que se enseñó a los trabajadores, en la medida en que abrió el universo de la lectura no controlada por las autoridades, fue una fuente de inagotable rebeldía política.
5. “En el aula (…) predomina la preocupación por el conocimiento verbalizado y por la adquisición individual de técnicas” (pág 115); “Cuando el saber se adquiría por el lenguaje oral y escrito, el aspecto intelectual de la cultura respondía, salvo contadas excepciones, a la posición económica de quien lo poseía” (pág 117); “Una ilimitada jerarquización de un saber conceptualizado, acumulado y transmitido mediante el lenguaje, al aislar el conocimiento de la acción, lo aisló de la afectividad sin favorecer la comprensión” (pág 19), etcétera. Reina Reyes.
6. Contamos con que este integrante de Eduy21 considere preguntar a los estudiantes si es un buen negocio que la Ute, por el contrato Rou‑Upm 2, quede obligada a comprar, lo necesite o no, a 72 dólares el Mwh que puede comprar a 20.
7. Cilac, Universidades para el desarrollo, Rodrigo Arocena, Judith Sutz. Publicado en 2016 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Oficina de Montevideo.
8. Arocena y Sutz sostienen que se diferencia del desarrollismo clásico en virtud del llamado “desarrollo humano sustentable”.
9. He aquí la tipología presentada: universidad de la fe, de la razón, del descubrimiento, del cálculo, empresarial o emprendedora, comprometida; y la de su propuesta: universidad para el desarrollo.