Hace unos días, cuando vino Patti Smith al Teatro de Verano, se notaba que la banda que la acompañaba era parte de la alta alcurnia del rocanrol. Eso va más allá de las trayectorias de los músicos, es algo implícito, intrínseco a la manera en que se paran sobre el escenario. Esos gringos veteranos traen con ellos un espíritu que nos fascina, también, porque es ajeno, y se nota en la forma en la que llevan la base, el modo en que solean, lo naturales que se ven moviendo apenas la patita y, sin embargo, desafiando al público con la música. Prolijidad, austeridad, detalles y matices, trajes en blanco, negro y gris, minimalismo pelilargo: una clase perfecta de cómo ser salvaje pero civilizado, todo al mismo tiempo.
En cambio, la banda de Fito Páez es una banda argentina. Aquello desborda exceso, es netamente kitsch. Al entrar al Antel Arena –que también colaboró, con su estética acorde– lo primero que se veía era una pantalla desplegando frases de los hits de Fito en letras rosadas. En esa pantalla habría, después, corazones y nubes y lunas, y todo un montón de imágenes bien diseñadas, claro, pero que también tenían un toque romanticón, terraja y muy pop, en el mejor de los sentidos. El sonido era muy bueno y estaba fuertísimo, al mango; él usó dos trajes diferentes en dos partes del show: uno rojo explosivo y otro verde manzana. El infernal violero Juani Agüero desplegó su glam y su talento en un solo eterno, que terminó con Fito jugando a querer pararlo agarrándole la cabeza. Esto es América Latina, señores. Aquí, su belleza.
Esa autoconfianza impresionante que solían desplegar varias estrellas del rock de la vecina orilla en sus mejores tiempos no tiene sentido alguno si está vacía. Si queda sólo eso, sólo la pose, el estrellato farandular resulta imbancable, cae por su propio peso. Pero Fito Páez tiene la consistencia de ser una leyenda del Sur; su desborde trae consigo a Charly García, al flaco Spinetta, a Cerati, a Cantilo, a toda la tradición de un tiempo que se nos fue y que hoy podemos visitar sólo de su mano. Porque además está sano, y la voz le responde, y despliega la calidez seductora de la experiencia sin perder, ni un momento, la capacidad de entregarse por completo, como si fuera, todavía, aquel gurí enrulado que nos invitaba a comernos el mundo y a irnos de casa a tocar rocanrol para no volver nunca más.
Fito es como un anfitrión de esos que sirven un montón de comida riquísima en la mesa y después de que estás recontralleno te siguen trayendo más, y te dan de beber y te piden que no te vayas porque no saben qué hacer con tantas ganas de hacerte feliz. Pero no por eso deja de ser capaz de abrirle la puerta a la tristeza, y se toma un vino mientras se le llenan los ojos de lágrimas porque sabe, en algún lugar inaccesible del alma, que está solo, que es prácticamente el único que queda con ganas de seguir haciendo ese tipo de música, alimentando una estética casi extinta. Entre sus letras se desliza la vida de muchos de nosotros, que ya estamos por cumplir 40 años y no sabemos bien dónde quedaron aquellas tardes de poner en el discman El amor después del amor y escucharlo por horas, mientras que, sin que lo supiéramos, el tercer mundo vendía nuestros sueños al mejor postor. Por eso ir a escucharlo todavía es una caricia, un reencuentro con la inocencia de los primeros amores, con las letras en español que agradecíamos porque todos podíamos entenderlas, con esas melodías potentes y pegadizas que siguen sin tenerle miedo a la descontrolada expresión de los sentimientos.
Gracias, maestro, por seguir ofreciendo el corazón.