Aunque nunca asumió poses de maestro, sin duda lo fue, pues enseñaba sin proponérselo y, más aun, sin que el beneficiario se diera cuenta. Para mí, Guillermo Chifflet fue eso: maestro de periodismo y de militancia. Lo cual es una forma de decir: maestro de la vida.
Recuerdo la primera vez que hablé con él: fue en la redacción de El Sol, en Casa del Pueblo. Yo llevaba unas cuartillas relativas al conflicto de la carne que me había sugerido por intermedio de un amigo común. Me presenté, me hizo sentar y con tono jovial me dijo: “Te esperaba la semana pasada con este material, según lo que me adelantó Mario [Jaunarena]”. Yo pensé para mis adentros:¿Es importante como para que me lo recuerde? Aduje exceso de trabajo, falta de tiempo y cosas por el estilo, pero me di cuenta de que ese flaco no era ningún ingenuo: me estaba dando la bienvenida, anotándome una falta y diciéndome, sin decirlo, que dar la palabra es un compromiso a cumplir.
Tomó las hojas y las abrió en abanico sobre la mesa al tiempo que exclamaba: “¡Pah…! Escribiste largo, ¿eh? Vamos a ver”. Las ordenó, tomó un bolígrafo y comenzó a tachar: una línea, dos, la mitad de la tercera. Saltó dos o tres líneas que salieron intactas, y siguió: tachó prolijamente y entre líneas, sobre lo tachado, escribió con una letra envidiable, hizo unas líneas descendientes uniendo lo que había escrito con otros párrafos y cuando terminó me dijo: “Está bastante bien, te hice algunas sugerencias, no lo tomes a mal, pero es para que vayas agarrando el estilo del semanario. Acostumbrate a escribir corto. Llevate el trabajo así lo estudias. Esta semana sigue la movilización de los de la carne y creo que viernes o sábado tienen asamblea. Seguí el tema, escribí cuatro carillas y te espero el lunes próximo a las tres de la tarde, ¿podés?”.
Después vinieron largos y pesados años de militancia partidaria, de compartir horas de redacción y de cierre en El Sol y también en Época. Hicimos largas caminatas desde el Centro hasta Paso del Molino, donde lo dejaba y yo seguía por la empinada cuchilla de Agraciada hasta llegar a Belvedere. Eran oportunidades para hablar sin apuro de todo lo que nos interesaba: el país, el mundo, la política, el amor, el trabajo, la amistad. En aquellas caminatas pude aquilatar su verdadera dimensión humana y su sapiencia. Era un gran lector, y aunque no sacaba a relucir fácilmente su formación doctrinaria, era sólido en ella, como en todo lo que hacía. A lo largo de mi trato personal valoré sobre todo sus condiciones para la actividad política con rango dirigente, algo que no eludía, pero que tampoco defendía de manera encarnizada, porque el cargo o determinada posición política no eran sus objetivos. Intervenía en las luchas y confrontaciones ideológicas y lo hacía duramente, pero cuando se entraba en la etapa de ocupar cargos ya no era parte de esa disputa. No porque era “bueno”, sino porque no le interesaba.
Compartí con él distintas etapas políticas, tiempos de fuertes disputas partidarias que sacudían la interna socialista (troskos, muspos, comunistas, leninistas, Internacional Socialista, tupas, Unión Popular, frugonismo, Frente Amplio con rupturas e integraciones, acceso al gobierno y lucha burocrática). En cada ocasión, yo buscaba al Yuyo y encontraba en él la palabra y la posición correctas. Me daba satisfacción coincidir con él, pues me daba la certeza de estar en lo justo.
Fueron muchos años, intensos, variados en el acontecer político. De esos en los que se ponen a prueba el temple y la capacidad de los dirigentes. Ahora, con la perspectiva del tiempo, compruebo que Guillermo era un político de primera clase. Antes de escuchar sus intervenciones en el Parlamento, lo hice en la tribuna callejera. En cualquiera de esos ámbitos se destacaba su voz clara, sonora, su dicción y sobre todo el contenido conceptual de su discurso, esclarecedor y emotivo; siempre arrancaba aplausos y adhesiones.
Sin embargo, ni en el Frente Amplio, que lo contó entre sus fundadores, ni en el Partido Socialista Chifflet tuvo el espacio que corresponde a un dirigente político de primera línea. Por supuesto que era reconocido, pero no estaba en la toma de decisiones, en las negociaciones importantes. Cada vez que le preguntaba por ello me decía que estaba bien, pues allí estaban los mejores. Sin embargo, entiendo que, quizás, en un día no muy lejano habrá que responder esa pregunta y analizar si esa imagen de bueno que se le adjudica fue la excusa para no compartir actividades con él, ya que era difícil “doblarle la muñeca” o apretarlo con condicionamientos. Sin duda que su presencia habría sido una molestia para lograr determinadas unidades. Su voto negativo para el envío de tropas a Haití en misión de paz es un testimonio de esa posible incomodidad.
Ahora bien: ¿Cómo se puede escribir el panegírico de alguien que ponía coto a panegíricos y ditirambos, que no los ofrecía en vano y no los admitía para sí? Pocas veces su pluma se dedicaba a hacer la apología de alguien, pero, cuando lo hacía, estaba merecida. Era severo con la escritura, la palabra y el pensamiento.
Sé que a Guillermo Chifflet no le gustaría recibir tantos elogios, pero ya no lo puede impedir. Ahora se abre el capítulo de los merecidos homenajes y de las loas, y el reconocimiento a su condición de hombre humilde, bueno y muy inteligente. Nadie dirá lo contrario, de hecho, tirios y troyanos coinciden y lo expresan con buen ánimo. Cuando se conoció la noticia de su fallecimiento hubo un torrente de conceptos en los medios y en las redes que le atribuían la condición de “hombre bueno”. Sin embargo, sentí que se podía cometer una injusticia si sólo se remarcaba ese aspecto de modo preponderante. Recordé haberlo escuchado criticar, en homenajes a luchadores fallecidos, que sólo se hiciera hincapié en las virtudes, principalmente, la bondad o la solidaridad. El Yuyo se hizo grande navegando en las aguas procelosas de la política y el periodismo comprometido, campos en los que se pierden amigos y se ganan enemigos. No se puede hablar de alguien como él, aun en términos laudatorios, sin mencionar su militancia política y sindical. Es que, precisamente, en ese accionar Chifflet mostró sus características, al actuar de acuerdo a sus principios. Opacar esa faceta es disminuir la calidad de dirigente.
En el inicio del libro De la discusión nace la luz (2007) el Yuyo escribió: “Con los grandes luchadores populares ocurre que en vida se les combate con furia y con las campañas más desenfrenadas. Pero después de su muerte se intenta convertirlos en íconos inofensivos; se busca algo así como canonizarlos, rodearlos de una cierta aureola de gloria para mellar el filo de sus ideas revolucionarias, envileciéndolas. Con Emilio Frugoni sucedió algo así”. Es ineludible decirlo: con Guillermo Chifflet nos puede pasar lo mismo.
Se nos fue el Yuyo. Hacía unos años que se había llamado a silencio. Simplemente se apagó. Sé a ciencia cierta que él hubiera preferido abandonar la partida de otra manera: combatiendo con la pluma y la palabra. Pero la postración física amenguó su vitalidad. Ahora, en este rápido repaso obligado en la memoria, pude comprobar con satisfacción que el Yuyo fue un “duro”. En estos tiempos de extendida blandura política y languidez democrática se justifica que el ejemplo de los buenos y duros, como el Yuyo, se convierta en guía.