Publicar en una editorial artesanal hoy puede representar una serie de ventajas. Además de sortear los grandes aparatos burocráticos y comerciales que rigen el mercado del libro, se agrega la posibilidad de circulación en tiempos de infecciones globales y cierres ultranacionalistas de fronteras. Es el caso de Los ángeles del frío, de la poeta argentina Carolina Massola (1975), publicado por Dios Dorado, editorial vernácula dedicada a la publicación de poesía contemporánea uruguaya y latinoamericana. En los países del subcontinente es mucho más difícil el intercambio cultural entre sí que con el centro, dado que las multinacionales del libro tienden a concentrar en el primer mundo su hegemonía exportadora de obra literaria. El resultado es que, en una librería local, abunden autores europeos y los norteamericanos y escaseen los latinoamericanos y los africanos. Las pequeñas editoriales tienden a compensar esta situación de imperialismo literario y en épocas de crisis surgen oportunidades únicas, como la que produjo el boom de la literatura latinoamericana en la segunda posguerra. El vacío abierto por la retirada de la producción del libro en Europa impulsó la creación y el surgimiento de importantes editoriales autóctonas en México, Buenos Aires y San Pablo que sirvieron de plataforma para sucesivas generaciones de autores latinoamericanos de la nueva literatura.
Si bien la pandemia no ha hecho colapsar a las grandes corporaciones editoriales, la amortiguación de los intercambios comerciales a nivel mundial es notoria, de modo que el tránsito del libro por circuitos alternativos comienza a verse potenciado. Podría ser el ejemplo de Los ángeles del frío, desde cuyo título advertimos la presencia de estos mensajeros provenientes de la mitología judeocristiana, que tienen la función de traficar información entre mundos distintos, aunque vecinos. El trabajo de un verso ceñido que apela a lo esencial deja espacio para que un amor al vacío invoque la presencia que se intuye pero no se muestra: «Yo quiero con desgarro tu epifanía/ Semejante a ninguna rasgadura: un océano».
En un conversatorio publicado por la Universidad de Chile intitulado «Pospandemia y el fin del aula tradicional», el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber1 citaba una paradoja nietzscheana de La gaya ciencia: «¿Por qué recuperamos la alegría? Recuperamos la alegría porque Dios ha muerto» y, más adelante, «con la muerte de Dios pudimos finalmente volver a creer», puesto que es posible concebir el vacío de dos maneras: la ausencia melancólica, que fue la base de la angustia que atravesó el siglo XX, y la nada fértil, sin la cual la creación de sentido es imposible. A través de la apelación sostenida a un interlocutor que no se manifiesta, en los textos de Massola se experimenta este vacío pleno que es potencialidad, lugar en el que el lenguaje se hace silencio para acechar las señas que desde allí son emitidas: «Pero bebamos/ brindemos de todas las hambrunas/ seamos ciertos espantapájaros/ ahora cuando el borde de la nada resplandece/ ahora sobre la noche que cierne tu bravura». Espacio de la indeterminación en el que todas las posibilidades pueden volverse reales en tanto real es la materialización del deseo que nos formatea: «En este lugar/ donde todos los amaneceres se abandonan/ al navío de lo impredecible».
El libro oscila entre la melancolía de la pérdida, que la coterránea de Alejandra Pizarnik también cultiva en un verso lacónico, y el impulso de una pendulación que en Massola inicia la alegría de crear: «Donde todos los pájaros son negros/ donde todo permanece sin nombre» y, después, «poder sembrar semillas posibles en el purgatorio de/ tus brazos y piernas cansadas». Y si la búsqueda del significado del mundo y de la existencia es ardua e implica la inmersión en la gélida noche, «cien veces descendí hasta la sonrisa/ la palabra o el gesto impoluto/ bajando hasta aguas heladas».
El tesoro que traen las manos nos iguala a la divinidad en cuanto poseemos la capacidad de la creación: «El universo tiene frío en mí y todo/ se aprieta indiferente/ para acurrucarse en mis manos». La exhortación a la presencia oculta no es más que el llamado a los sujetos a desujetarse en el acto de crear; nuestro actual momento nos posibilita la transformación si es percibido como vacío ofrecido para volverse plenitud.