En su reciente y muy interesante columna «Los feminismos y el día después de la legalización», publicada en el sitio El Diarioar,1 la licenciada en Filosofía, periodista y escritora Tamara Tenembaum hace referencia a los distintos escenarios posibles a los que puede dar lugar la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina, que obtuvo media sanción en Diputados el jueves 10 y se votará en la Cámara de Senadores el 29 de diciembre. Cuando Tenembaum aborda el peligro de que la consecución de la legalización pueda significar la finalización de la única causa que sostiene unido a todo el movimiento feminista del vecino país, hace una referencia al proceso uruguayo: «Pienso también en algo que suelen comentar las feministas uruguayas, un poco por lo bajo. Que en la República Oriental el aborto salió rápido en relación con la última ola feminista global y que entonces no se llegó nunca a armar esa resistencia y esa capacidad instalada del movimiento feminista argentino».
Más allá de la validación o no de esa apreciación respecto de la «resistencia» y de una «capacidad instalada» que no existiría en nuestro feminismo –es una afirmación muy discutible–, la cita me interesa para pensar en otra cosa: la compañera argentina pone en cuestión nuestra experiencia, se siente capaz de citarla y hablar con libertad de ella, en el acierto o el error, y eso es una demostración de que la condición internacionalista es una dimensión cada vez más intrínseca a los feminismos latinoamericanos. Resulta interesante hallar a Uruguay –que en el orden de la política partidaria ha sido puesto muchas veces en el lugar de excepcionalidad o ha sido apenas considerado dentro del eje de la patria grande por varios dirigentes progresistas o de izquierda del continente– en la palabra urgente de una feminista argentina a la hora de pensar el futuro del proyecto político del que se siente parte, esa matria que parece operar por fuera de los acuerdos formales y las relaciones internacionales clásicas. No en vano, en el debate que se dio en Diputados, cuatro representantes del bloque autoproclamado como «provida» citaron el discurso que dio Tabaré Vázquez cuando vetó el aborto en 2008, intentando, con ese gesto, intervenir de manera agresiva en una unidad que está dada de hecho y que trasciende los sectores partidarios. Para gran parte de la ola verde, lo ocurrido en nuestro país a partir de la implementación de la ley ha sido aprendizaje, fuente de inspiración y recurso argumental recurrente; las estadísticas de la experiencia uruguaya han resultado irrebatibles en la disputa por el relato acerca de una posible modificación sustancial en la intervención estatal en torno a los cuerpos de mujeres y todas las personas con capacidad de gestar.
Lo cierto es que sería imposible pensar en la masividad actual que tiene el movimiento feminista de este lado del río sin tener en cuenta la agencia continua que, en los últimos cinco años, los feminismos argentinos han sostenido en la esfera pública de su país y de la región, con la centralidad particular de la disputa por el aborto legal. Hace ya dos años, en este semanario, María José Olivera Mazzini y yo dábamos cuenta de ese proceso espejado entre ambos Estados y sus comunidades, signado tanto por la comunicación y el intercambio constantes entre feministas como por el surgimiento o fortalecimiento de algunos grupos fundamentalistas que también se enlazan entre sí y adaptan discursos y prácticas en función de las particularidades de cada territorio.2 Así, la resistencia de los feminismos argentinos a esos poderes –grupos religiosos conservadores de diversa índole, organizaciones contrarias a la educación sexual integral, círculos de varones defensores del síndrome de alienación parental, entre otros– es también la que se ejerce en nuestro país y sus prácticas políticas (y comunicacionales, basta pensar en el ejemplo de la radio Futurock) resuenan en muchas de nosotras en forma cotidiana. La existencia de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo ha sido un avance sustancial en Uruguay, pero la despenalización moral y cultural del aborto para todas las personas, y sobre todo para les jóvenes, es una tarea que se encuentra muy lejos de estar cumplida, sobre todo si pensamos en la totalidad del territorio nacional (y en sus fronteras inmediatas).
La producción de conocimiento popular y académico, el repertorio de luchas, debates, palabras, figuras, colores, mitologías, prácticas políticas, asociaciones insólitas, música, libros, materiales audiovisuales, ilustraciones, memes, movimientos coreográficos, poesías, propuestas escénicas, experiencias de investigación en amplísimos campos que ha traído consigo la marea verde cruzan la frontera, van y vienen en un mar de conexiones y reflexiones compartidas. Las personas migrantes, los lazos familiares, así como las redes sociales y la vida virtual facilitan esas contaminaciones, ese seguirnos el paso, en el entendido de que el cambio estructural nos necesita juntas, en el estímulo constante de una acumulación amplia y colectiva. Si los feminismos argentinos consiguen este logro, ese triunfo simbólico supondrá la despenalización estatal y comunitaria del deseo sexual femenino en uno de los territorios de producción cultural más influyentes de la región en ambos registros: el conservador y el progresista. La afección que esta evolución puede tener en otros países de América Latina es muy grande, difícil de predecir. Además, en un momento como este, cuando el control sanitario parece legitimarse y exacerbarse sin parar, la aprobación de esta ley es una flecha en el corazón de las lógicas patriarcales que definen las estructuras de nuestros Estados nación, pero también de aquellas que los trascienden. Es un triunfo histórico de la sociedad civil organizada, un hito en la vida de todas las personas que, en estos años, hemos ocupado las calles del mundo denunciando la violencia estructural basada en género.
1. Disponible en: www.eldiarioar.com
2. Véase «Aborto legal en cualquier lugar», Brecha, 3-VIII-18.