Si la crítica llega un minuto después del estreno, ¿cuánto tiempo hay que esperar para hacer la crítica de la crítica? La respuesta está flotando en el viento.
Estrenada el 16 de diciembre en la plataforma Netflix, Rompan todo es una miniserie documental sobre la historia del rock en América Latina. Son seis episodios dirigidos por Picky Talarico bajo la producción ejecutiva de Nicolás Entel y Gustavo Santaolalla. A pesar de que el director tiene un frondosísimo prontuario como realizador de videoclips (desde «Paseo inmoral» de Cerati hasta «El viejo» de La Vela Puerca, pasando por «Me voy» de Julieta Venegas o «Cable pelado» de Peyote Asesino), la serie no tiene demasiados puntos de contacto con ese formato. Es, a su modo, bastante clásica: archivo fílmico y entrevistas. También hay unos drones sobrevolando las grandes ciudades del continente.
Articulada como el teléfono descompuesto entre Ciudad de México, Buenos Aires y Santiago de Chile (en menor medida, también aparecen Lima y Montevideo), la primera mitad es un hallazgo. Rompan todo encuentra una narrativa apenas esbozada en la literatura y nunca contada en las grandes ligas del documental. La ve como se ven las líneas de Nazca desde un avión. La adivina, mezclada con la estática del pasado y los malentendidos. Con mayor o menor suerte, la cuenta. Ahí está la avanzada de Enrique Guzmán y sus Teen Tops. Los escarceos sexuales de Sandro y Los de Fuego. El protopunk de Los Saicos, la apropiación de Los Shakers. Desde su propio título, la serie parece pendular entre dos gritos de guerra: el espanglish charrúa de los hermanos Fattoruso y la orden anarcopsicodélica de Billy Bond. Sin embargo, no siempre es una guerra. A veces, es negocio. A veces, es amor.
Rompan todo no tiene archivo sustancialmente nuevo. Pero, así como acaso para los rioplatenses sea una novedad todo ese footage mitológico del festival de Avándaro (cenit de la contracultura mexicana), es muy probable que resulten completamente inéditas para un mexicano las imágenes de Luis Alberto Spinetta tomadas por Alcira Luengas en 1970. Hay un par de testimonios memorables. El llanto de Javier Bátiz ante la muerte de Rock-drigo González durante el terremoto de 1985. El hiperbólico Bondo comparando su diatriba del Luna Park con el Cordobazo. La serie, en ese sentido, está permanentemente jalonada por los grandes eventos de la coyuntura sociopolítica. No hay «hoyos funkys» sin persecución. No hay Prisioneros sin Pinochet. No hay Soda Stereo sin democracia.
En algún punto, sin embargo, la serie rompe el pacto con el espectador. No es una abstracción. Aquello que estábamos viendo bajo la premisa de «la historia del rock en América Latina» se transforma, a partir del quinto capítulo, en una suerte de memoria audiovisual del camino como productor de Gustavo Santaolalla. La prueba es, de alguna manera, la inclusión de Bajofondo. A esta altura, nadie puede dudar del valor artístico del colectivo capitaneado por Santaolalla, pero su inclusión señala una huella. Acaso el backstage del proyecto. No lo sabemos. No importa.
A favor de la producción, un problema retórico. El rock latinoamericano de los noventa y tempranos dos mil es, en buena medida, una visión de Santaolalla. Por si hace falta aclararlo, no estamos hablando de todo el rock que se produjo en el continente, sino de cierta idea del rock latinoamericano que triunfó durante ese período en los canales centrales de comunicación («¡la industria del rock!» –corregirá alguno, no sin razón–. Claro, como si los Beatles hubieran grabado para un sello autogestivo). Santaolalla produjo El circo de Maldita Vecindad y Corazones de Los Prisioneros. Produjo Libertinaje de Bersuit, Re de Café Tacvba y De bichos y flores de La Vela Puerca. ¿Dónde jugarán las niñas? de Molotov, La era de la boludez de Divididos y los primeros discos solistas de Julieta Venegas. Es difícil imaginar el escenario de los Latin Grammy sin su figura de gurú omnipresente. O no es difícil: es imposible.
En el reinado tornasolado de MTV Latinoamérica, Santaolalla facilitó y fortaleció una serie de vasos comunicantes, usando el mercado trazado por la etiqueta de «rock en tu idioma» y su propio canon de valoración como músico y productor: el rock latinoamericano en cuanto cepa regional de una sintonía planetaria. Por esa razón, si acaso es lícito señalar algunas omisiones, deben ser aquellas que están en el camino escogido por el documental. Como la página completa del candombe beat, sin ir más lejos. Si la serie pone en un pedestal a Almendra, Los Jaivas o Café Tacvba (bandas que utilizaron la ética beatle para trabajar con las músicas de su zona), la mera idea de no mencionar a El Kinto o los propios Opa se cae por su propio peso. Otra línea argumental inexplorada es la genealogía que, siguiendo la estela de The Clash y Mano Negra, se cruza con el zapatismo. La gira ferroviaria y latinoamericanista de Manu Chao y Todos Tus Muertos, en ese sentido, debería ser ineludible.
El alud de críticas resulta, en un punto, sintomático. Parece ser que el público de rock, aunque se reivindique como contracultural, es bastante conservador. Apenas se propone un ligero corrimiento en el canon, ya se pone como loco. ¡Falta tal! ¡No pusieron a fulano! ¡Se olvidaron de mengano! Una crítica centrada exclusivamente en las omisiones es una redundancia: una narrativa está hecha de omisiones. Contar algo es elegir un camino de los mil posibles. De lo contrario, es una enumeración. Siguiendo el razonamiento de esos críticos, una historia completa del rock en América Latina debería durar lo mismo que dura la historia del rock en América Latina. Como aquel mapa que, en un célebre cuento de Borges, cubre exactamente y como una sábana el territorio que se propone describir.
«El Aleph», como cualquier historia de Marvel, tiene un villano: Carlos Argentino Daneri. En el sótano de su casa de la calle Garay, el hombre tiene ese objeto que le permite ver cada uno de los puntos del universo en simultáneo. Entre otros fines, lo utiliza para escribir un poema que pretende contar todo diciendo todo. El resultado no sólo es aburridísimo: es un caos. La operación de Borges es distinta. Franqueado por el anfitrión, baja uno a uno los peldaños hacia el sótano y queda mesmerizado por la esfera de dos o tres centímetros de diámetro. Luego, en una mera página, concentra su propia historia en la historia de los hombres. Ve el populoso mar y las muchedumbres de América, pero también ve las cartas hot que su amada Beatriz le mandaba a Daneri. Ve un alba en el mar Caspio, la circulación de su sangre y su dormitorio vacío. Borges encuentra un orden: su orden.