La muerte de Santiago Morro García (Montevideo, 1990-2021) nos sacudió a todos, aun a aquellos que desprecian la incidencia que incluso en tiempos de pandemia tiene el fútbol en nuestra vida cotidiana. Los medios se llenaron de psicólogos y diversos especialistas en prevención del suicidio, las redes sociales de gente con la foto del Morro como foto de perfil. Hinchas de todos los cuadros lamentaron la prematura muerte de uno de los jugadores uruguayos más simpáticos y queribles de los últimos tiempos.
Todos nos impactamos, lloramos, quisimos entender su muerte y no pudimos ni podremos concebir el peso que habrá tenido que aguantar para terminar tomando tamaña decisión, solo, encerrado en un apartamento de un país que no era el suyo. Justo él, que del otro lado del río tenía a cientos de miles de hinchas dispuestos a abrazarlo, a recibirlo como un viejo héroe llamado a reeditar la gloria del pasado. El desafío, ahora que Santiago ya se fue, parece ser el de generar las condiciones necesarias para que historias como la suya tengan otro final. Y en eso todos somos responsables.
SIN LUGAR PARA LOS DÉBILES
Al fútbol se le atribuyen cuestiones que son inherentes a toda la sociedad. Cometen suicidio los futbolistas, sí, pero también los artistas, los ingenieros, los docentes, los desempleados. Pero la muerte de un futbolista joven suele impactar por esa imagen idílica del que parece tener el mundo a sus pies, que tiene aquello que a muchos nos gustaría tener (un cuantioso sueldo por jugar a la pelota y la capacidad para meter un gol en un estadio lleno).
«¿Cómo se va a matar si lo tiene todo?», se preguntó más de uno. «Encima era un tipo alegre, de los que siempre le sacaban una sonrisa a su interlocutor de turno», dijeron, como si ser gracioso lo eximiera a uno de sufrir. La posibilidad de un suicidio no entraba en la mente de nadie.
No olvidemos la frase «el que se suicida es un cagón», proferida por Diego Armando Maradona, poco después del suicidio del futbolista argentino Mirko Saric, ocurrido en el año 2000. También volvió a circular el video en el que el exfutbolista Oscar Ruggeri (Rosario, 1962) se burla de que el periodista Sebastián Vignolo (Córdoba, 1975) hace terapia. Según Ruggeri, Vignolo no debería ir al psicólogo porque es exitoso en su trabajo y tiene una esposa maravillosa. Y como Ruggeri aún piensa mucha gente.
Es que el fútbol tradicionalmente ha sido un ámbito gobernado por una concepción arcaica de la «hombría» en la que no hay lugar para la debilidad. O mejor dicho: no hay lugar para demostrar sentimientos que puedan ser aprovechados por el equipo rival para establecer una superioridad anímica sobre los nuestros. No es casual que tanto Maradona como Ruggeri hayan tenido como padre futbolístico a Carlos Salvador Bilardo, acaso el más triste ejemplo de esa concepción bélica del fútbol, ayuna de toda capacidad de disfrute y solidaridad con el rival.
La depresión es una enfermedad para la que no existe hisopado y que puede atacar a cualquiera sin que exista una escala para definir si uno tiene o no los problemas necesarios para deprimirse y buscar el alivio en quitarse la vida. Ese parece ser el principal desafío a vencer. Mientras que al deprimido le sigamos haciendo sentir que no tiene suficientes problemas, seguiremos siendo uno de los países con mayor tasa de suicidios en el mundo. Y en el ámbito del deporte, donde los actores son sometidos a presiones infinitamente superiores a las que experimenta un oficinista, el problema se agiganta.
COSTO VS. BENEFICIO
Seguramente quepa preguntarse cómo disminuir la carga emocional a la que los futbolistas son sometidos durante sus cortas aunque intensas carreras.
En ese sentido, en las últimas horas se divulgó un video en el que diversos futbolistas del medio local buscan convencernos de que ellos son iguales a nosotros y que sufren cuando desde el anonimato se los insulta. Le pasó recientemente al futbolista de Peñarol Denis Olivera (Minas, 1999), que como es afrodescendiente y tiene una cara inexpresiva, y encima jugó mal el clásico, fue objeto de todo tipo de insultos por parte de gente que parece ir por la vida buscando oportunidades para desagotar su veneno discriminador y clasista. A Denis lo insultaron por «apariencia de pobreza», como si ser pobre fuese un motivo de burla. Lo más triste es que, para muchos, lo es.
Los mismos que se ofendieron con la Federación Inglesa de Fútbol, a la que acusaron de xenófoba por la sanción a Cavani por haberle dicho «negrito» a un amigo, son los que le dijeron de todo a Olivera por ser afrodescendiente y tener cara de bueno. Hasta la Academia Nacional de Letras salió a decir poco menos que los ingleses son unos ignorantes por no considerar el cariño que nos profesamos mediante el uso del español. ¿Qué dijeron ahora cuando a Olivera le llegaron comentarios del estilo «pantera desnutrida», «Dembélé del MIDES» y «volvé al contenedor»? Calculo que nada.
Quizás la clave esté en darles herramientas a los futbolistas para saber afrontar la presión que supone ser futbolista profesional en una sociedad que se cree muchísimo menos discriminadora de lo que realmente es. Es cierto: un futbolista, en particular si juega en un equipo grande, gana mucho más dinero que lo que ganamos usted y yo. El maltrato no es gratuito: hay quienes lo sufren y quienes simplemente aprenden a ignorarlo. Lo mismo pasa con las concentraciones, con los viajes, con la imposibilidad de pasar un fin de semana en familia, etcétera. Los insultos en las redes (que antes de la pandemia y desde tiempos inmemoriales estuvieron presentes en la cancha) son parte del combo de presiones que lamentablemente figuran en los términos de referencia del futbolista profesional.
Mientras abrir una cuenta de Twitter con un nombre fantasía y ponerse a insultar siga siendo una posibilidad, los jugadores tendrán que saber sobrellevar esa carga y, para ello, tener asistencia profesional parece primordial. Esperar que la sociedad evolucione y se autorregule cuando aparece un insulto en las redes, en lugar de darle «me gusta», retuitearlo y sacarle captura para pasarlo por Whatsapp, parece demasiado ambicioso.
EL FUTBOLISTA
Santiago García estaba llamado a no pasar desapercibido. Desde su primer día como futbolista profesional (en el que marcó un gol en la final con apenas 17 años) hasta el último fue noticia. Más allá de sus innegables condiciones técnicas, tenía una combinación muy poco común de carisma, humildad y autenticidad que es cada vez más difícil de encontrar en un fútbol cada vez más proclive a la pose, a la ficción, a la hipocresía, al Tik Tok.
Fue el ejemplo clásico del futbolista que vive como juega y juega como vive. Su carrera estuvo plagada de altibajos, de malas decisiones, de problemas físicos y hasta con la Justicia, pero también de genialidad, de amor a la camiseta, de frases y situaciones que siguen sonando tan hilarantes como la primera vez.
El Morro era capaz de reclamar al aire un regalo prometido y no concretado o de responder «ojalá» cuando el periodista Jorge da Silveira le atribuyó su bajo rendimiento a una presunta relación sentimental con una «modelo rubia». Más allá de su capacidad para hacer goles hermosos, duele más haber perdido su costado humano. Porque goles meten todos los centrodelanteros (hasta Nahuelpán), pero alegría sólo dan unos pocos.
EL DESPUÉS
El desafío parece claro: que lo que se generó a partir de su muerte no sea algo efímero, tal como pasó en su momento con otras muertes, como la del futbolista Diego Oreja Rodríguez (Montevideo, 1988-2010), que en su momento también conmovió a todos, que pareció ser un llamado a la unión más allá de los colores, pero que en la práctica no se tradujo en ningún avance.
Podemos fijarnos objetivos cortos. Que cantarle a la muerte de un rival sea una conducta reprobable y ya no «parte del folclore». Que ir a un partido y que te peguen un balazo no sea una opción probable. Y que en nuestras vidas cotidianas tengamos la sensibilidad necesaria para mirar más allá de nuestra chacrita y empezar a hacer algo por los demás.