Pero está bien, hablemos de Tarantino, aunque no de Perros de la calle, la película que Monte Hellman quiso dirigir y Tarantino le dijo que no, que muchas gracias, que la quería dirigir él. Nos interesa más bien Érase una vez en Hollywood, porque esa película ilustra el momento justo en que la contracultura estadounidense se fue por el resumidero: eso tiene mucho más que ver con el legado de Monte Hellman que el hecho de haber puesto plata en una película de otro. Y es que sus filmes son parte indisoluble de ese exacto momento en que el mundo de la paz, el amor, las drogas, la música y la liberación se volvió caos, muerte, locura, violencia y paranoia. «Helter Skelter» escrito con sangre sobre el refrigerador en los asesinatos Tate-LaBianca, porque Charles Manson era el gurú que había suplantado a Timmy Leary y que estaba iniciando –vaya sorpresa, los estadounidenses siguen todavía en ello– una guerra por la supremacía de la raza blanca.
La carrera cinematográfica de Monte puede encerrarse en los ocho años que van entre 1966 y 1974, aunque después siguiera filmando. La cara más visible de esa corriente había sido Easy Rider, de Dennis Hopper, emblema del nuevo cine estadounidense que se estrenó en 1969 y fue la expresión más exitosa de la rebelión juvenil antisistema que se había abierto camino. Alrededor de esa fecha, antes y después, Hellman filmó cuatro películas: The Shooting (Rumbo al infierno, 1966), Ride in the Whirlwind (A través del huracán, 1966), Two-Lane Blacktop (Carrera sin fin, 1971), Cockfighter (también conocida como Born to Kill, 1974); son títulos indispensables para tener un cuadro completo del cine que se estaba gestando.
Y es que la historia del nuevo cine estadounidense empieza, para algunos, con películas narrativamente más clásicas, como Bonnie & Clyde o El graduado, y, para otros, con las películas de Roger Corman para American International Pictures, una verdadera fábrica de filmes de bajo presupuesto y una informal escuela de formación. Es de allí de donde sale Hellman junto a una larga lista de directores que Corman puso a trabajar sin más, a pesar de tener poca o nula experiencia, entre los que se encontraban Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Sayles, Hopper y Nicholson, entre otros. El momento era verdaderamente inusual. Los estudios languidecían, dirigidos por gerontes que no tenían mucha idea de hacia dónde iba la cosa en los confusos sesenta. De pronto, el cine estadounidense había empezado a mirar lo que estaba pasando en Europa. Truffaut y luego Godard estuvieron a punto de dirigir Bonnie & Clyde. Los «autores» europeos comenzaron a desembarcar en el nuevo continente (Antonioni, Varda, Polanski, Zanussi, Forman, Demy, Troell, entre otros). Y, al otro lado del charco, la Cinemateca Francesa y los críticos de Cahiers adoptaron a Corman, transformándolo en el productor/director más joven en tener una retrospectiva en la prestigiosa Cinémathèque.
Es en ese ambiente que Monte Hellman empezó a dirigir películas de monstruos. Según ha explicado, siempre supo que su destino estaba en el cine por su tendencia a melodramatizar y su inclinación a mentir. Hijo de comerciantes judíos, Hellman (nacido Himmelman) estudió teatro y declamación, fundó su propia compañía teatral y trabajó de vidrierista hasta que le ofrecieron trabajar en un estudio de cine (ABC) limpiando las bóvedas del archivo. Su relación con los estudios lo llevó a trabajar como aprendiz de editor, pero al poco tiempo estaba trabajando con Corman en el triple rol de escritor, editor y director de su primer largometraje de bajo presupuesto: Beast from Haunted Cave (1959). Corman tenía una manera increíble de producir. Intentaba aprovechar los recursos al máximo rodando dos películas en las mismas locaciones y con los mismos actores, o contrataba completos amateurs, como Hellman o su amigo Harvey Berman, que aprendían, o no, sobre la marcha. Fue durante el rodaje de la película The Wild Ride (1960), de Harvey Berman, que Hellman conoció a Jack Nicholson, quien protagonizaría sus dos westerns de 1966 que darían origen a todo un género: los acid westerns. Si no han visto ni The Shooting ni Ride in the Whirlwind, la mejor manera de que se imaginen qué es un western lisérgico es pensar o bien en El topo, de Alejandro Jodorowsky, o en Dead Man, de Jim Jarmusch, cuyo cine es un gran deudor del de Monte.
Luego de su primera película, Hellman se había ido a Filipinas a rodar dos películas junto a Jack Nicholson, con el método Corman de rodar una pegada a la otra para ahorrar. A la vuelta, fueron a hablar con él para proponerle hacer una nueva película que giraba en torno al tema del aborto, pero el productor no estaba convencido. Les recomendó hacer algo más comercial. «¿Comercial como qué?», preguntó Hellman. «Como un western», contestó Corman. «Mi primera película fue un western y todavía les tengo fe», prosiguió. Hellman y Nicholson estuvieron de acuerdo. Al irse, Corman les gritó: «Y ya que van a hacer un western, es mejor que hagan dos».
Y dos hicieron
The Shooting es todo lo inusual que uno puede esperar que sea una película de Hellman, con una dosis de absurdo que por momentos recuerda a Esperando a Godot; varios años antes, Monte había hecho una puesta teatral de la pieza de Beckett en formato western, con Pozzo como un ranchero y Lucky como un nativo americano. A partir de entonces, la influencia de la obra puede rastrearse casi en cada una de sus películas. Hellman no apunta a explicar lo que está pasando, sino a poner en escena un argumento relativamente claro pero lleno de agujeros, donde lo que prima no es quiénes son o qué hacen los personajes ni por qué, sino retratar estados de la mente o el alma. Lo cierto es que Hellman sabe perfectamente qué es lo que le interesa mostrar y eso no tiene que ver precisamente con la trama. Uno tiene la impresión de que le dan igual el género, la trama, la locación, los diálogos. Que lo que a Hellman le interesa es filmar al ser humano en el mundo para abrir una ventana hacia su interior. Tal vez por ello una de las características de sus filmes es empezar por cualquier parte, como si de pronto se encendiera la cámara con la historia ya empezada.
El segundo western, Ride in the Whirlwind, escrito por Nicholson, también subvierte las reglas del género. Es un filme que gira en torno a la inocencia de unos vaqueros que aciertan a confraternizar con bandidos. A nadie le importa que sean inocentes: la historia es una tajada de vida, allí están esos hombres y deben defenderse como si fueran culpables. No hay justicia reparatoria. Si bien este segundo western es menos misterioso que el anterior, también deja algunas cosas por el camino, al sugerir una historia anterior al tiempo que estamos presenciando. Los personajes mencionan a Cain, pero nunca sabremos quién es ni por qué preocupa a los protagonistas. Como siempre en Hellman, no hay mucho que entender: hay que mirar, sentir y caminar descalzo por la tierra baldía.
Entre esta película y Two-Lane Blacktop, Monte trabajó en varios proyectos como editor, se ilusionó con otros y otros le rompieron el corazón (dirigir La última película, por ejemplo, que finalmente fue para Bogdanovich, o adaptar la novela de Saul Bellow Henderson, el rey de la lluvia).
Two-Lane Blacktop –protagonizada por los músicos James Taylor y Dennis Wilson, junto a Laurie Bird– es la más perfecta metáfora de los Estados Unidos de principios de los años setenta. Una huida hacia delante, una carrera aparente, un paisaje implacable e indiscernible, nada que decir, ninguna alegría, gesto, sonrisa: lo único verdaderamente vivo son los autos. Es notable verla en oposición a Easy Rider, cuyo éxito la película de Monte aspiraba predar. Es como si Hellman hubiera evitado minuciosamente todo lo que Hopper había sabido explotar. Two-Lane Blacktop adelantó 30 años el paisaje mental de Occidente y, de paso, inventó el mumblecore. La película, por supuesto, fue un fracaso.