La muerte suele activar reacciones generosas en la misma proporción en que las trayectorias en vida despiertan toda clase de mezquindades. En estas últimas horas, muchos han puesto sobre la mesa cómo las personas que se dedican a la política –o tienen una especial relevancia pública– son juzgadas de forma implacable, sin medir las consecuencias y con el ojo puesto en los errores y las omisiones. A veces, semejante dinámica deshumanizadora no se resiste o se tramita a un costo muy alto. En esa intensa proyección de deseos de perfección se soslaya que no siempre se hace lo que se puede, que ciertas circunstancias son más fuertes que la voluntad y que en ocasiones se terminan recorriendo caminos que nunca se quisieron. Luego, cuando la muerte hace su trabajo, sobrevienen la culpa y la necesidad de compensación simbólica.
La repentina partida de Eduardo Bonomi, además de dolor, deja sobrevolando algo de esto. Fue duramente atacado en vida por sus opciones políticas y por la enorme visibilidad que adquirió en su gestión del Ministerio del Interior (MI). Resistió –en apariencia– imperturbable, se apegó a sus convicciones y las canalizó con tozudez. Fue un líder relevante dentro de la izquierda, pero no por su carisma ni por su irrupción fugaz: lo suyo fue la permanencia y la constancia. Estratégico, sencillo, articulador y confiable, forjó su carrera como un dirigente y un gobernante serio. También fue duro, tenaz y empecinado. Trabajó por objetivos que lo trascendían, y es muy probable que jamás haya imaginado que estaría al frente de la cartera de seguridad por una década.
En marzo de 2010 asumió como ministro del Interior, con la voluntad de imprimir un rumbo diferente, con muchos prejuicios sobre lo realizado durante el primer gobierno del Frente Amplio (FA), con fuertes alianzas policiales (algunas más evidentes que otras), con la situación de las cárceles como tema más recurrente y con el propósito de dejar de hablar de «sensación de inseguridad», mostrar firmeza ante el delito y proteger a los más vulnerables. Al fin y al cabo, sabía que una parte de la supervivencia electoral dependía de lo que se hiciera en esa materia. Para eso había que jugar en el terreno que la derecha había marcado de forma implacable entre 2005 y 2009: en el plano político se hicieron unos acuerdos multipartidarios y en el de la gestión se desembarcó con unos megaoperativos justificados por la idea de la feudalización de los espacios de la marginalidad. Esta orientación inicial le valió los elogios de la derecha.
Luego el esfuerzo se concentró en la reestructura de la Jefatura de Policía de Montevideo y en el fortalecimiento de los cuerpos militarizados, con la creación de la Guardia Republicana como parte de una estrategia de reformas que desembocó, en 2014, en la aprobación de una nueva ley orgánica para la Policía. En medio del crecimiento económico y la expansión fiscal, la seguridad fue priorizada presupuestalmente, lo que se tradujo en una notable mejora salarial y una importante inversión en tecnología y equipamiento. A principios de 2012, en plena etapa de cambios y ajustes institucionales, los homicidios comenzaron a sufrir un proceso ascendente (sobre todo en aquellos espacios de mayor vulnerabilidad socioeconómica), que nunca se pudo revertir. El tiempo de los elogios viró hacia una crítica descarnada sobre una política que desde el comienzo apostó a dar las señales que la demanda marcaba.
En paralelo, el delito adolescente ocupó, durante un buen tiempo, el centro de las disputas. El MI, en consonancia con los relatos más tradicionales, reconoció la gravedad del problema y echó a andar el Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente (severamente interpelado por distintos actores sociales), y el FA apuró una serie de medidas legislativas de corte punitivo que no impidieron que la discusión se centrara en la necesidad de bajar la edad de imputabilidad penal. La iniciativa de reforma constitucional, que naufragó en las elecciones nacionales de 2014, dejó al desnudo un rasgo que marcó el proceso político sobre la seguridad: la izquierda lograba unirse eficazmente para resistir las iniciativas más regresivas, pero no podía articular una línea común asentada en la solidez programática, la confianza política y la motivación básica para llevarla a cabo.
Algo de esto pudo observarse con las iniciativas que ponían el énfasis en la convivencia. Los programas integrales, las acciones focalizadas, la prioridad de la prevención, las coordinaciones interinstitucionales tuvieron sus momentos, sus tensiones, pero no arraigaron, por razones que escapan a la posibilidad de reseña de estas páginas. La trayectoria del cargo de Dirección de Convivencia y Seguridad Ciudadana, creado en la rendición de cuentas de 2008, con la intención de agrupar proyectos preventivos, participativos y de reinserción carcelaria, es un buen ejemplo de cómo las tendencias securitarias y punitivas desdibujaron por completo los propósitos originales.
A pesar de la resistencia interna, los violentos embates externos y los dudosos resultados alcanzados hasta el momento, la insistencia de Bonomi encontró su continuidad durante el segundo gobierno de Tabaré Vázquez. Aquí se pretendió un salto cualitativo en materia de gestión policial, con la implementación del Programa de Alta Dedicación Operativa. La concentración de los recursos, la utilización de las tecnologías de la información para la identificación de los puntos calientes y el énfasis en la prevención fueron algunas de las líneas estratégicas de un programa ambicioso, que tuvo mucha repercusión social y que durante un tiempo relativamente breve impactó en la tasa de denuncias de hurtos y rapiñas. Inspirado en modelos utilizados en Estados Unidos y Europa, convivió con una cultura institucional de la Policía uruguaya que todavía estaba muy lejos de ser transformada y con una dependencia de la política criminal asentada en la expansión de la cárcel como el gran elemento incapacitante.
En materia de política criminal, también en este período se hicieron acuerdos multipartidarios («los acuerdos de la Torre Ejecutiva»), que no mejoraron el humor político en materia de seguridad, pero canalizaron varios proyectos punitivos. A su vez, el escenario se volvió más complejo con la implementación, a finales de 2017, del nuevo Código del Proceso Penal (CPP), otra de las reformas institucionales impostergables. Como era de esperarse, el CPP introdujo desequilibrios lógicos que, a poco de andar, habilitaron una reforma legislativa que neutralizó muchos de sus componentes centrales. El fin del ciclo de la gestión de Bonomi lo encontró con un volumen significativo de tareas concretadas y pulseadas decisivas para torcer algunos de los rasgos más negativos de las instituciones de seguridad, pero sin haber podido cumplir los objetivos estratégicos formulados en 2010: ni el delito se redujo, ni la percepción social mejoró (aunque quizá no haya empeorado, como sostuvo un discurso interesado), ni la opinión mayoritaria pudo adjudicarle al FA una gestión eficaz en este terreno.
La figura de Bonomi como ministro del Interior quedó entrampada en una serie de contradicciones profundas que lo trascendieron, aunque, en algún punto, él y su círculo más cercano en la gestión no quisieron enfrentarlas. Se hizo una fuerte apuesta a la acción de la Policía, se desplegó un gran desgaste en reformas y ajustes, y abundaron los reconocimientos simbólicos y materiales a esta compleja zona del Estado. Sin embargo, de allí surgieron la principal resistencia y el principal foco de oposición. Frente al eslogan «Nueva Policía», muchos sindicatos policiales (creados y promovidos durante la primera gestión del FA) mostraron el lado débil, la vulnerabilidad y la falta de respaldo a la hora de las acciones de mayor riesgo. Lo injusto y lo absurdo de todo esto es que la actual alianza del gobierno conservador con otras fracciones policiales enarbola el respaldo y la confianza como soluciones mágicas para una serie de logros más inventados que reales.
Estas reformas de la Policía fueron un hecho, y muy relevante. Sin embargo, la dirección de estas admitía más de un camino. Un modelo de gestión comunitaria y orientado a la resolución de problemas quedó en borrador frente a formas más tradicionales y militarizadas de policiamiento. Sobrevino una Policía más empoderada, pero sin una estrategia integral de seguridad que la contuviera y la subordinara. Tal vez sin quererlo, Bonomi encarnó una polarización que dejó sin margen político una estrategia alternativa, ya que, al fin y al cabo, cualquiera que se arriesgara fuera del libreto de la ley y el orden sería tildado –con suerte– de débil e ingenuo.
Desde el inicio se advirtió sobre la profundidad de un fenómeno que se caracterizó como «feudalización», se estableció una política dura de control en el territorio (criminalizadora de la pobreza, aunque no se quiera admitir), se puso el foco en el delito organizado y se sostuvo una lectura moral de la precariedad social (los buenos y los malos pobres). Aun así, la tasa de homicidios se duplicó en casi siete años, sobre todo en las zonas urbanas más marcadas por las vulnerabilidades. El lugar común lo atribuye a la falta de voluntad o al prejuicio ideológico para ejercer la autoridad como se debe, y no son pocos quienes desde otro lugar señalan que sin esas acciones decididas de contención y combate hoy estaríamos como Bogotá o San Salvador. Nadie fue capaz de preguntarse hasta qué punto la propia lógica de esa política de control, castigo, segregación y encierro no terminó agravando los fenómenos de base.
Por fin, la reforma del sistema penitenciario también quedó a mitad de camino; entre otras razones, porque la política criminal agravó su tendencia punitiva (la población carcelaria creció un 25 por ciento entre 2010 y 2019), la lógica de seguridad le ganó la partida al impulso de la rehabilitación (el hecho más elocuente fue el ingreso de la Guardia Republicana a la gestión de los establecimientos) y los intentos para trabajar en políticas de reinserción fueron tardíos.
No es fácil salir de estos bretes y, al mismo tiempo, hacer justicia con quien se prodigó en el esfuerzo. La era Bonomi deja una serie de preguntas desafiantes: ¿cómo construir una nueva política de integración y seguridad, efectiva e integral, que conecte con las demandas más urgentes de la victimización, pero no caiga en las trampas del discurso punitivo?, ¿acaso la única diferencia relevante es entre una izquierda que gestiona profesionalmente a la Policía y una derecha que se pierde en los vapores de una Policía «respaldada y con autoridad»? Muchas herramientas para imaginar una política diferente pueden encontrarse en el talante de este gran referente que se acaba de ir. En su mirada estratégica, en su inteligencia práctica, en su capacidad de adaptarse a los escenarios más adversos, en su voluntad indoblegable y en su compromiso con la política y los objetivos colectivos hay un legado robusto para que quienes vengan nos lleven –contra viento y marea– a otros horizontes.