En sus trabajos, Sadin ha analizado los engranajes económicos y la velocidad de las transformaciones tecnológicas, así como las concepciones de mundo y de lo humano que las determinan. Cuatro de sus libros han sido traducidos al español en la colección de ensayos Futuros Próximos, de Caja Negra Editora. Los alcances y los impactos de los algoritmos y la inteligencia artificial, los cambios en nuestro vínculo con la técnica, las narrativas dominantes y el modelo tecnoliberal son algunos de los problemas que aborda el autor de, entre otros, La silicolonización del mundo (2016). En su libro más reciente traducido al español, La era del individuo tirano. El fin de un mundo común (2020), se propone analizar la emergencia de una nueva condición civilizatoria.
—En su libro El individuo tirano. El fin de un mundo común, apuesta por desarrollar una genealogía, que parte del individualismo clásico y pasa por la sociedad de consumo y el giro neoliberal, para comprender el estatuto actual de la subjetividad. ¿Qué acontecimientos marcan esta nueva condición?
—Aprendí de Michel Foucault lo importante que es hacer una genealogía si se quiere comprender el ethos del presente. La insolvencia del giro neoliberal, la precarización, el aumento de la pobreza, los retrocesos en los lazos de solidaridad y las injusticias han producido una memoria, una sensación cada vez más extendida de desconfianza. El desarrollo del individualismo se remonta al siglo XVIII y, en nuestra época, se manifiesta en conductas que producen un cambio civilizatorio, esto es, la ruptura del pacto de confianza en el orden común.
Concretamente, hubo cuatro acontecimientos históricos en este siglo que aceleraron esta ruptura. Los atentados de 2001 contra la mayor potencia económica y militar del mundo lograron poner en dificultades al mundo entero, de una forma en que no se había visto hasta ese entonces. Algunos años más tarde, la guerra de Irak y sus relatos propiciaron la desconfianza global. En tercer lugar, la crisis financiera de 2008 y los enormes daños que causó individual y colectivamente. Por último, la consolidación de formas innovadoras del management y de la productividad individual y el capital de uno mismo, a través de la transformación digital, tuvieron profundas consecuencias en los trabajadores, como, por ejemplo, el burnout o hasta suicidios en algunas empresas. Sin ir más lejos, en Francia, las medidas que adoptó la empresa France Telecom implicaban deshacerse de miles de empleados a través de estrategias de gerenciamiento. Para ello, se invocaron como objetivo la innovación y la transformación digital. Esto tuvo consecuencias muy angustiosas, como el suicidio de una treintena de empleados.
A estos acontecimientos se sumaron el descrédito de las figuras políticas, la irresponsabilidad ecológica, las recurrentes crisis y el rechazo a la democracia representativa. Y, también, la emergencia de figuras como Julian Assange, Steve Jobs o Mark Zuckerberg.
Observé que el estado de cosas en las últimas dos décadas había producido una desconfianza, una resonancia y un impacto en los individuos que daban cuenta de una transformación en los modos de ser en el mundo. En este libro, el prisma privilegiado son las personas. Me propuse conocer de qué modo las tecnologías digitales nos han impactado y modificado, y cómo han redefinido la relación con lo real o la representación.
—¿Cuáles son las condiciones que impulsaron el cambio desde la «era del acceso» a la del «exceso»? ¿Por qué sostiene que estamos ante el «fin de lo común»?
—Cuando hablo de lo común, me refiero a las representaciones colectivas, los principios compartidos, las creencias múltiples, la brecha que distingue entre una multitud de individuos y algo que llamaríamos sociedad.
Nos encontramos en un momento de necesidad de organizar la narración de la propia vida. Tenemos una tecnología que nos hace creer que podemos compensar las infelicidades y fracasos acumulados con la enunciación pública de opiniones, la liberación de la denuncia y la rabia, a través de una pantalla. Esta ilusión de autonomía lo que hace es consolidar nuestras creencias y sesgos, algo propio de este espíritu singular de época. Para muchas personas, el referente principal es el yo mismo, el uno mismo. De allí la importancia, primero, del surgimiento del teléfono móvil y de Internet, y, luego, del smartphone. Este nos da una sensación de independencia y aumento de nuestras potencialidades. Al mismo tiempo, entraña una mezcla entre la ilusión de poder soberano, pronto a manifestarse públicamente en cualquier momento en un clic, y un estado de subordinación. Es decir, se ha producido una dislocación –en el libro lo llamo un giro implosivo–, que es la desposesión de uno mismo. La acumulación histórica de fracasos e injusticias produjo la enorme necesidad tanto de demostrar que ya no seremos engañados como de contar las experiencias vividas. Pero, también, cierta incapacidad para vivir experiencias intensamente debido a la saturación de la expresividad duplicada, mostrada. Entonces, mientras vivimos la experiencia de ser desposeídos, la industria de lo digital ofrece instrumentos que, si bien dan lugar a la catarsis, también producen una ilusión de mayor autonomía, de que tenemos poder. De la manifestación de la disconformidad con el orden vigente pasamos rápidamente a intercambios cada vez más brutales y agresivos o a expresiones que no buscan el diálogo, sino establecer una jerarquía de la opinión propia por encima de la de los demás.
—¿Las tecnologías de la expresividad, como llama a las redes sociales, son al mismo tiempo causa y consecuencia del predominio del resentimiento, la desilusión y la tiranía de uno mismo, que usted apunta como rasgos de la actualidad?
—Hay una absoluta pasión por la expresividad. A pesar del abatimiento y de la ira, el impulso hacia la expresividad permite narrarse a sí mismo ante los ojos del resto y subrayar la excepcionalidad individual. La dinámica de estas plataformas está en el uso personal y universalizado de los procedimientos catárticos. Con Facebook vimos la emoción que produce el like como forma de hacernos visibles y valer. En esa permanente búsqueda de reputación, lo que se puede observar es un constante reenvío hacia uno mismo. La necesidad de manifestar la furia y el rencor se encontró con Twitter, que, además, permite vengarse de las humillaciones vividas y así experimentar un cierto alivio. Twitter se volvió un espacio de persistente desahogo, en el que la necesidad del follow y la viralización se cristalizan en el triunfo de la palabra sobre la acción. Hay una continua declamación para demostrar nuestra integridad moral o nuestra conciencia, pero, en verdad, la enorme mayoría se encuentra al margen. Esta ilusión de estar involucrados es lo que alimenta la fragmentación de los lazos comunes. Por ejemplo, Siri es una versión tecnoliberal de la ética del cuidado, una configuración robotizada con la que se fundan vínculos confiables. Instagram es una red curatorial en la que la cultura de la celebridad lleva a la monetización de la propia vida y alimenta esa idea del capital humano. También están todas las aplicaciones en las que cada individuo tiene la opción de calificar. Se las ha visto como una vía para la democratización del juicio, cuando lo que hacen es intensificar la mercantilización: el juicio continuo, la calificación constante recuerdan a aquel capítulo de la serie Black Mirror en el que las personas se calificaban mutuamente.
—¿La apariencia de estos tiempos es un paradojal «aislamiento colectivo»?
—Es un oxímoron que pretende dar cuenta de la convivencia de los opuestos. La celebración del management, del capital humano, del emprendedurismo propio nos ha llevado a no confiar en la posibilidad de establecer lazos constructivos para alcanzar acuerdos y objetivos comunes dentro de la pluralidad y la contradicción. Estamos remitidos a una soledad que se apoya en la tiranía de nuestras creencias, a las que les atribuimos prioridad absoluta. Y, como ya no se puede contar con el lazo social, cada uno pretende asignarse para sí los derechos particulares que considera legítimos en una situación de retrocesos en la seguridad social, la precarización laboral y la profundización de la humillación social. El confinamiento causado por la pandemia contribuyó a amplificar este aislamiento colectivo porque aumentó la sensación de no contar con la sociedad para garantizar las condiciones de vida y porque suspendió la cuestión sensorial y el contacto corporal. Este libro fue publicado durante ese período, así que la afectación recién ahora empezaremos a observarla con claridad.
—¿Prefiere hablar de un estado de atomización de la verdad en lugar de usar el popularizado término posverdad para dar cuenta del régimen actual de la verdad?
—La noción de posverdad, al igual que la de fake news o info box, se impuso en un momento de marcada confusión. Fueron parte de un relato del pánico provocado por la pérdida de referencias y la multiplicación de las redes informativas. Hoy, cada individuo procura armar su verdad a partir de la propia experiencia, marcada por una memoria colectiva de injusticias, engaños y malestares. Los dispositivos de la expresividad dan la impresión de que ya no es posible ser engañados al permitirnos opinar, pero, al mismo tiempo, instalaron la primacía de la primera persona y la tiranía individualista. Debilitados los lazos sociales y de interdependencia, surgen diferentes antagonismos particulares marcados por afectos como la ira o el resentimiento que, de formas más o menos violentas, buscan hacer prevalecer su verdad.
La cuestión de la responsabilidad colectiva es el desafío en una época marcada por el furor de la imposición individual frente a los otros, la exposición, la indiferencia, el habla de la ira ante tantos sufrimientos padecidos, la asistencia de la vida mediante sistemas y la desconfianza. Debemos volver a la cuestión política, cuidar la biosfera, levantar lazos de solidaridad, ir al encuentro con todos los sentidos y construir un principio de esperanza que se enfrente a la pulsión destructiva.