A unas pocas decenas de quilómetros de mi ciudad natal, entre 1965 y 1967, Pablo Milanés estuvo en lo que muchos años después describiría como un «campo de concentración».
Durante la última década de su vida, asentado definitivamente en España, aquel período en las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) se volvería motivo recurrente de sus declaraciones. «Yo me sentía revolucionario cuando me engañaron. Me mandaron un telegrama donde me decían que había sido elegido para el servicio militar, y fui elegido para un campo de concentración. Para un muchacho de 23 años eso fue brutal. He dicho que pidan perdón, pero no lo han hecho», contó en 2020 para un documental.
Pablo había cortado sus últimos lazos con la oficialidad cubana en marzo de 2010, luego de que en una entrevista con el periódico español El Mundo defendiera a Guillermo Fariñas, un disidente que ese año fue galardonado con el Premio Sájarov. Por entonces, su visión de futuro para la isla pasaba por «arreglos» que conservaran el sistema social establecido por Fidel Castro. En 2021 aseguraría, sin embargo, que ya «en el año 1992 tuve la convicción de que el sistema cubano había fracasado y lo denuncié». Dos semanas antes habían tenido lugar las protestas del 11 de julio, las mayores desde el triunfo de la Revolución.
«Es irresponsable y absurdo culpar y reprimir a un pueblo que se ha sacrificado y lo ha dado todo durante décadas para sostener un régimen que al final lo que hace es encarcelarlo», escribió Pablo desde su retiro a medio camino entre Vigo y Madrid. La mayoría de los emigrados opuestos al gobierno de La Habana lo aplaudieron, considerándolo ganado para su causa; mientras, en la isla las autoridades obviaron sus críticas y redoblaron el uso de sus canciones en actos políticos y medios de comunicación.
«COMPAÑEROS, ES PABLO… »
Queriéndolo o no, Pablo Milanés fue hasta su muerte un personaje político. Y, al parecer, la posteridad le deparará una condición similar.
Este 22 de noviembre en La Habana, a la misma hora en que una asociación artística oficialista organizaba una velada para homenajearlo, un grupo de personas se citó en un parque cercano para rendir su propio tributo. La convocatoria llevaba implícita una crítica al gobierno, según lo entendían varios de sus participantes. «Intentaron evitarlo, sí; también lo intentaron politizar. Creemos que en cierta medida nos salvó la prensa internacional y la absoluta calma que había allí», contó una de las asistentes.
Esa noche, en Madrid y Nueva York, en los centros del «exilio de becas» –lugar de la colectividad de jóvenes profesionales que desde el comienzo de los 2010 ha emigrado de la nación caribeña– algunos artistas aprovecharon sus actuaciones para recordar al cantautor, resaltando sus «críticas al régimen». En una nota sobre el suceso, para la cual la cadena alemana DW apenas dio cabida a las opiniones de un par de residentes en la isla, Mónica Baró, una periodista independiente asentada en Nueva York, apuntó: «Hablaste con sinceridad cuando casi nadie de tu altura hablaba con sinceridad. Pagaste por eso. Lo padeciste sin queja. Nos enseñaste qué cosa es ser íntegro y digno».
Sus palabras probablemente aludían al cierre de la Fundación Pablo Milanés, el ambicioso proyecto de promoción cultural que entre 1993 y 1995 impulsó el artista. Fuera de ese emprendimiento, inédito en la Cuba de la época, cuesta encontrar una ocasión en la que el autor de «Yolanda» topara con la negativa irreductible de las autoridades. Ni siquiera después de que en 2003 se negó a firmar una carta de intelectuales y artistas en defensa de La Habana, frente a críticas que cuestionaban el fusilamiento de varios condenados por piratería.
En 2013, cuando todavía trabajaba para un periódico estatal, pude ver de primera mano los «aseguramientos» gubernamentales que respaldaban cualquier concierto de Pablo. Semanas antes de la actividad su equipo había escogido a placer la plaza en que actuaría, y esta había sido mejorada en cuanto a mobiliario urbano y redes eléctricas, y equipada con un generador de emergencia. Calles cerradas al tránsito y escolta policial se contaban también entre las medidas para facilitar su estancia. Y la tarde de marras las autoridades en pleno encabezaban el recibimiento al artista. «Compañeros, es Pablo… », se repetía como una apelación incuestionable, siempre que algún funcionario aducía dificultades para cumplir encargos relacionados con la presentación.
LA ÚLTIMA NOCHE EN CUBA
El 21 de junio Pablo se presentó por última vez ante su «más querido público», en un concierto que acertadamente muchos vieron como su despedida de Cuba.
En la historia reciente del país ninguna actividad similar había despertado tanta expectativa, aunque, hablando con justicia, buena parte de ese interés no estaba relacionado con la música.
Tres semanas antes un trovador emigrado a Estados Unidos, tradicionalmente muy crítico hacia el gobierno de la isla, había aprovechado su presentación en un festival en La Habana para reclamar «libertad», con gritos que habían sido coreados por muchos de los asistentes. La posibilidad de participar de una protesta similar, aupada por Pablo, era el bonus que motivaba a algunos a buscar una entrada para la ocasión.
A medida que avanzaba junio el melodrama en torno al concierto fue ganando intensidad, entre rumores sobre su posible cancelación y el rocambolesco episodio de la venta de sus boletos; en la sede programada inicialmente –el Teatro Nacional– se pretendía reservar para «organismos» tres cuartas partes del aforo. El «régimen busca copar la sala con sus partidarios y la Policía», denunciaron activistas opositores y la prensa independiente.
El escándalo hizo recapitular a las autoridades, que decidieron trasladar la presentación para el mayor escenario techado del país, el coliseo de la Ciudad Deportiva, con capacidad para 15 mil espectadores.
Aquella noche un Pablo íntimo se reencontró con los habaneros luego de más tres años de ausencia para un repaso de temas antológicos que el público coreó casi verso a verso. Sus esperadas críticas al gobierno no llegaron, como tampoco los gritos de «Patria y vida» que revistas opositoras habían vaticinado. Todavía esta semana, en Miami, uno de los líderes de opinión más influyentes del exilio anticomunista, Alexander Otaola, se lo criticaba: «También en su último concierto sirvió a la dictadura cubana, a la imagen de la dictadura cubana. Hay buenas entrevistas de Pablo, hay declaraciones suyas llamando al cambio, pero ese último concierto a la mayoría nos dejó el sabor de boca de un Pablo que se fue sin decirle al pueblo cubano: “Hermanos, la libertad es lo más preciado”».
Pese a los intentos de «rectificación» que eslabonó en su vejez, el «exilio real» nunca le perdonó a Pablo «haber compuesto la banda sonora del régimen», confesó Juan Manuel Cao, periodista estrella del canal estadounidense América Tevé. Incluso mucho después de su distanciamiento con La Habana, en Miami la prensa solía cuestionarlo bajo pretextos tan insólitos como que sus canciones se contaran entre las preferidas de los integrantes de la Red Avispa, la formación de espías de la inteligencia cubana que en la década de 1990 larvó las organizaciones anticastristas de Estados Unidos.
«¿Qué haces si algún familiar muy querido alguna vez te hirió, pero sigue siendo de la familia? La Revolución Cubana ya encontró la respuesta. EPD, Pablito», escribió esta semana René González, uno de los antiguos agentes de aquel grupo. A siete mil quilómetros de distancia, en Madrid, se anunciaba el entierro de quien alguna vez aseguró que «jamás podría pisar tierra firme». En ningún sitio Pablo sufrió –y amó– como en Cuba.