Ana María Araújo es profesora grado 5 en Psicología, doctora en Sociología por la Universidad de París, máster en Filosofía en la Universidad de París V René Descartes y autora y coordinadora de 17 libros publicados en América Latina y en Europa. Antes de todo eso, Anita, como la llamaba su padre, con 18 años, como tantos otros, tuvo que huir de Uruguay por razones políticas.
Ana estudiaba Filosofía en el Instituto de Profesores Artigas y militaba en una célula de apoyo al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). En esos años estaba casada con Ricardo Ehrlich (exministro de Educación y Cultura y exintendente de Montevideo), quien cayó preso en agosto de 1972. Ella logró escapar por un pelo, cuando los militares fueron a buscarla al apartamento que compartían.
«Ricardo les dijo que yo estaba viviendo en la casa de sus padres», cuenta hoy Ana. La madre de Ehrlich, a su vez, les volvió a dar a los militares la dirección del apartamento de la pareja. «La hermana de Ricardo se da cuenta; me llama a casa y me dice que los milicos iban para allá. Así que agarré lo que tenía a mano y me fui. ¡Tengo una experiencia en hacer valijas, mirá!», dice, riendo.
En ese momento pasó a la clandestinidad. Eligió el alias Gabriela por Gabriel, el nombre de pila de Túpac Amaru. Estuvo escondida en varios sitios durante dos meses; casas abandonadas, locales partidarios, casas de compañeros y de amigas. Sobre su último refugio en Uruguay, recuerda: «En ese momento me llamaba Diana. Estábamos sentadas con mi amiga y su madre mirando la televisión y empiezan a pasar las fotos de las personas requeridas. Aparece la mía, Ana María Araújo Felice, alias Gabriela. La señora empieza: “¡Qué parecida a tu amiga! ¿Eh?”, y yo: “Ay, no, menos mal que no tiene nada que ver conmigo”, y ella insistía: “¡Pero es muy parecida a ti!”.
Recibió la orden de irse a Chile inmediatamente. Pasó a formar parte del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que trabajaba en conjunto con el MLN y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de Argentina. «Mi padre me acompaña al aeropuerto de lejos, y en un momento dado me dice dos cosas que me marcaron para toda la vida: “Anita, no te olvides nunca de que sos una Araújo”. Porque mi padre y mi abuelo eran descendientes de Basilio Araújo, uno de los treinta y tres orientales, y tenían esa cosa del honor y la integridad. Y lo otro fue: “Quiero decirte que no comparto los métodos de lucha tuyos, pero me siento orgulloso de vos”».
Ya instalada en Chile, aunque la delataba su acento rioplatense y su poco conocimiento de la ciudad, continuó estudiando Filosofía en la Universidad Católica, su carrera, a la que se aferró a pesar de los sobresaltos. Vivió, estudió y militó junto a integrantes del MIR durante casi un año, hasta que el 11 de setiembre de 1973 sobrevino el golpe de Estado en Chile. Hoy, 50 años después, en su casa en Montevideo, cree que en aquel momento ni siquiera sentía miedo, o que no lo sabía en ese entonces, porque «había que resistir, había que sobrevivir por todos los demás que no habían podido». Cuenta: «Los camaradas del MIR me escondieron durante dos meses en sus propios locales clandestinos. Pero me había transformado en un peso para ellos». Fue cuando decidió refugiarse en la embajada.
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«Marisa, la mujer de un funcionario de Naciones Unidas, me llevó en su auto. Yo estaba vestida con vaqueros, un pulóver negro y una campera de cuero negra. Tenía una carterita en la mano. Mi maquillaje, 15 o 20 dólares y mis papeles de identidad.» La embajada argentina estaba rodeada de pacos (como se conoce a los militares chilenos). Ana y Marisa habían estudiado el momento apropiado para lograr traspasar el muro del edificio: el cambio de guardia. «En ese momento había que parar el auto, atravesar el jardín de la embajada y los otros exilados me abrirían la puerta. Ahí comenzó otro período de mi vida. Otro exilio, otro país, otro desafío para continuar sobreviviendo.»
Ana fue una entre los cientos de personas que se refugiaron en la embajada de Argentina en Chile, durante 1973. Allí convivió con brasileros, argentinos, chilenos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, otros uruguayos y algunas personas de otros países aún más lejanos. La embajada de Argentina, las de Cuba, Dinamarca, Francia, México y Suecia estaban colmadas de refugiados. La de Argentina era particularmente grande, una información corrió rápidamente entre quienes buscaban salvarse de la muerte segura que significaba el régimen de Pinochet.
«Éramos 800. Había mujeres embarazadas, había niños. Teníamos que organizarnos para no caer en el caos total, interno y externo», explica Ana; «había un equipo de cocina, uno de limpieza, otro de recepción de los nuevos exiliados que lograban atravesar la seguridad e ingresar. Había círculos de estudio sobre Marx, sobre Trotsky, leíamos el diario del Che Guevara…». A pesar de todo el caos y el horror que se gestaba tras los muros, se colaba a través de la música un momento de alegría, cuando por las noches, «sobre todo compañeros brasileros», se hacían cargo de tocar y bailar «para exorcizar un poco la muerte».
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En 1973 no existía una oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Santiago de Chile, sino que esta funcionaba a través de su representante regional con base en Argentina, Oldrich Haselman. Dadas las circunstancias, se abrió una oficina de emergencia y comenzaron a trabajar rápidamente para ayudar al gran torrente de personas que acudían a las embajadas pidiendo auxilio.
María Bernabela Herrera, Belela, entonces esposa del jefe de negocios de la embajada de Uruguay en Chile, César Charlone Ortega, ayudó –al igual que Marisa a Ana– a cientos de personas a asilarse. Armada con su pasaporte diplomático, su ya famoso Fiat 600 y unos nervios de acero, cruzaba los muros de la embajada, eludiendo pacos y rifles, al tiempo que trabajaba en la nueva oficina de ACNUR en Santiago.
«Un día aparece una señora con una foto en alto y dice en portuñol: este es mi hijo Túlio Quintiliano Cardoso, llegó a Chile con el gobierno de Eduardo Frei, díganme dónde está», recuerda hoy Belela. Tulio era exiliado brasilero, militante del Partido Comunista, fue detenido y desaparecido el 12 de setiembre de 1973 en Chile. «Ahí conocí lo que era un detenido desaparecido», dice.
Fueron muchos sus ingresos a la embajada, hasta que un día la descubrieron. «“Usted entró a un asilado”, me dijo el milico de la puerta. Luego, un funcionario de la embajada uruguaya mandó un télex a Montevideo diciendo que le habían presentado una queja de la cancillería chilena. Decía: “La señora Charlone entró a Altamirano”.» Carlos Altamirano fue el líder del Partido Socialista de Chile, y en ese momento el hombre más buscado del país. Belela no lo ingresó a la embajada argentina. Altamirano se encontraba bien escondido en la casa de la directora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en Chile, Margaret Anstee.
Pasados dos meses, los refugiados debieron abandonar la embajada argentina. Según Belela, José López Rega, el Brujo, influyó para que la sede dejara de recibir gente. Además, sacó a los dos «nexos» que tenía la uruguaya en esa oficina. La situación era insostenible.
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Ana sentía que era su responsabilidad política permanecer en América Latina, «este continente contradictorio, maravilloso y maldito». Pero un día vinieron a buscarlos a todos en autos de las Naciones Unidas. Rumbo al aeropuerto, recuerda pasar por el río Mapocho, donde antes había visto cadáveres flotando, víctimas de la represión chilena.
«Allí nos tomaron fotos. De perfil, de frente, de izquierda, de derecha, de mitad de cuerpo, de cuerpo entero. Yo fui fichada como terrorista, como guerrillera, por los servicios de inteligencia de varios países. Tenía 19 años.» Viajó en un avión comercial que salió del aeropuerto chileno de Pudahuel hacia Argentina, junto con cerca de 70 exiliados. No los dejaron entrar en Buenos Aires, por lo que el avión aterrizó en Corrientes, donde permanecieron en estado de sitio durante dos semanas. Allí se reencontró con Ehrlich, que había sido liberado en Uruguay. El matrimonio permaneció en el país durante un año, antes de exiliarse en Francia, a finales de 1974.
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El Museo de la Memoria (MUME) de Montevideo está preparando una exposición con los legajos de uruguayos que, como Ana, se refugiaron en la embajada argentina en Chile en aquellos años. Se trata de carpetas con expedientes que provienen de la Policía Federal argentina, entregados por la Comisión Provincial por la Memoria, de La Plata. Hay fichas individuales con información de todos los refugiados hasta ahora desconocidas. «La inauguración será el 5 de julio a las 17.30 horas en el MUME, y tenemos prevista la entrega de los legajos a quienes estén en Montevideo. Veremos cómo se los hacemos llegar a quienes estén en el exterior», explica Elbio Ferrario, director del museo. Hasta ahora hay 30 personas que aceptaron recibir sus legajos y compartir parte de la información públicamente.
En la embajada se dormía en el piso, debajo de los escritorios, en los escalones, tapados con frazadas o con cortinas. Había días en los que se comía bien y días en los que no tanto. El equipo que se había formado para hacerse cargo de la comida hacía pan. Ana recuerda en particular a un compañero brasilero. «A veces, cuando había mucho pan, había repetición, entonces él salía y decía: “Revolución no, ¡repetición!” Esas cosas te quedan, cosas del horror y del humor. Si querés un balance: viviría todo lo que viví. Todo. Absolutamente.»
En el contexto del Día Mundial del Refugiado y de los 50 años del golpe de Estado en Chile y en Uruguay, las sedes de las Naciones Unidas en ambos países, junto con ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones, homenajearon este mes a Belela por su «trayectoria de enorme compromiso con los valores democráticos y los derechos humanos». Karmen Sakhr, representante regional, reivindicó: «Volvamos al ejemplo de Belela, para que esa realidad tan dolorosa nos mueva a la acción concreta, la única capaz de cambiar la vida de la gente».