Puerto Guzmán es un municipio ubicado al sur del país, a tan solo 50 quilómetros de Mocoa, la capital del departamento del Putumayo, en la Amazonía colombiana. Cada tres o cuatro meses, Juan ve a varios hombres que bajan allí en un helicóptero con unas diez bombas y fumigan los cultivos de coca de sus vecinos. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Puerto Guzmán alcanzó en 2018 al nivel de «amenaza alta», por la tendencia al aumento de los cultivos de coca y de su nivel de permanencia en la zona. Según el Ministerio de Justicia y del Derecho de Colombia, en todo el departamento se contabilizaron, a finales de 2020, por lo menos 24.972 hectáreas sembradas con hoja de coca para uso ilícito, que corresponden al 16 por ciento de las identificadas en todo el país.
Juan lleva varias décadas viviendo en Puerto Guzmán y asegura que antes allí había una economía basada en cultivos de subsistencia: maíz, plátano, cebolla y yuca. La necesidad y el abandono del Estado, dice, hicieron que «los habitantes se sometieran al manejo de la coca y a la explotación ganadera». Según Pedro Arenas, politólogo miembro de la ONG Corporación Viso Mutop, «debido a la quiebra de las producciones agrícolas tradicionales –que se incrementó con los tratados de libre comercio y todas las décadas de neoliberalismo a partir de la apertura económica–, decenas de miles de familias en Colombia se dedican a cultivos de uso ilícito, que compiten con otros declarados legales, como el café o la caña de azúcar para panela».
Crisis campesina y compromisos del Estado
La crisis agrícola generalizada, derivada de la caída de la demanda de alimentos tras la crisis pandémica y del encarecimiento de insumos para el cultivo, ha dejado a muchas familias campesinas entre la pobreza y la miseria. «El que siempre está sufriendo es el cultivador y su familia», reclama Juan, quien, tras dos décadas como cultivador de coca, finalmente abandonó esa actividad. Pese a que la coca genera mucho ruido a nivel internacional y mueve millones en lo más alto de la escala del tráfico, los retornos son miserables para el cultivador.
El Acuerdo Final de Paz de 2016 entre el gobierno nacional y las FARC-EP reconoce que solo es posible una paz estable y duradera si se da solución a las causas históricas del conflicto armado en el país, entre las que identifica la propiedad de la tierra, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales. Sin embargo, desde las organizaciones campesinas se acusa al gobierno de Duque de haber incumplido el abordaje de estos temas, en particular en relación con lo pactado en el punto cuatro del acuerdo, titulado «Solución al problema de las drogas ilícitas». Allí, el Estado se comprometió a que los cultivos ilícitos sean sometidos a un proceso de erradicación manual concertada. Además, las autoridades están obligadas a impulsar la creación de programas de sustitución por productos agrícolas legales, y a impulsar la conformación de pequeñas empresas que les den sostenibilidad económica.
El Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos es el encargado de llevar esos compromisos a la práctica, con el objetivo de que las comunidades que hoy viven de cultivos ilícitos transiten hacia un modelo de desarrollo sostenible que garantice una vida digna en el campo. Bajo este programa, para 2019 la Alta Consejería para el Posconflicto había firmado 101 acuerdos colectivos en 89 municipios de 14 departamentos, y se habían inscrito al programa 97.967 familias. Como resultado de este proceso, se habían reportado hasta ese momento 30.265 hectáreas erradicadas, con un porcentaje de cumplimiento por los campesinos del 90 por ciento. Se estima que actualmente otras 130.000 familias aguardan para entrar al programa de sustitución voluntaria.
Pese a este éxito indiscutible de la sustitución voluntaria, las organizaciones sociales denuncian que el gobierno no ha mostrado interés ni proporcionado suficiente financiación para subvencionar la sustitución de las plantaciones de coca. El enfoque de Duque ha sido la sustitución obligatoria forzada, por lo que ha priorizado la erradicación con fumigaciones de glifosato. Una práctica que, en los últimos 20 años, solo ha dejado en el campo colombiano a más familias empobrecidas. Y a inocentes encarcelados, como ocurrió en 2003 en el municipio de Saravena en Arauca, donde los campesinos eran judicializados y estigmatizados como guerrilleros, como estrategia para continuar con las fumigaciones y cometer asesinatos selectivos contra quienes se oponían a perderlo todo.
Hoy es la política campesina, indígena y afro la que mantiene la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos a flote. La fuerza de voluntad de agricultores como José es el mejor rostro de la paz. Pese a no tener apoyos, este vecino de Puerto Guzmán se ha dedicado a regenerar los suelos de la zona. «Lo primero que tiene que hacer uno es tomar conciencia de lo que está haciendo. Yo, por ejemplo, comencé a sembrar árboles, tengo cerca de 10 mil árboles y me gustaría dejarlos ahí para la conservación», asegura.
Amenaza para la salud y el territorio
El glifosato es el principio activo de numerosos herbicidas comerciales. En 2015, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo clasificó como «probable carcinógeno» humano y consideró que la exposición a esa sustancia podía estar relacionada con la aparición en humanos de linfomas (un tipo de cáncer del tejido linfático) no hodgkinianos. Señaló que además, en experimentos en animales, el glifosato aumentó la probabilidad de padecer múltiples enfermedades de origen cancerígeno, como carcinoma tubular renal, hemangiosarcoma (un cáncer que comienza en el revestimiento de los vasos sanguíneos), tumores de piel y adenoma pancreático (tumores en el páncreas).
Juan aún recuerda cuando comenzaron las aspersiones aéreas de glifosato, en 2002. Ni él ni su comunidad tuvieron la posibilidad de expresar su voluntad de si querían exponerse o no a los riesgos que conllevan esas intervenciones. «Cuando estaba trabajando en el área me tocaba orillarme, porque caía una nube y pasaba por donde estábamos», cuenta. Rememora, además, el sufrimiento por perder su único medio de vida: «Es terrible vivirlo en esos momentos, es terrible perder la esperanza, porque la única forma que tenía para vivir en ese momento era el cultivo de coca. Y mirar caer todo, perder todo el tiempo y todo el trabajo invertidos es lamentable».
Durante esa época, él no sabía de la toxicidad de los agroquímicos para los humanos y de sus consecuencias a largo plazo. Cada ocho días, como parte de su rutina, él mismo se montaba una bomba de espalda y fumigaba en torno a sus cultivos para desmalezarlos. «Ahora conozco la realidad, el glifosato es totalmente perjudicial para la salud y para los suelos porque termina con todos los microorganismos. Antes sembraba yuca, plátano, maíz y eso se producía tranquilamente, pero después del glifosato volví a sembrar y salían solo unos racimitos que pesarían por mucho unos cinco o seis quilos, el resto se los comía la tierra», cuenta.
Después de las aspersiones aéreas y el daño causado por los agroquímicos que él mismo utilizaba, Juan decidió volver a los cultivos de subsistencia y a la silvicultura, el cultivo de árboles para la explotación maderera. Sin embargo, no ha sido fácil. En sus palabras, después de los agroquímicos «una planta no responde igual, tocaba fertilizarla para que produjera».
Él y su familia no se han hecho chequeos médicos, pero han visto de cerca los efectos del herbicida en sus animales. «Teníamos un potrero pegado a un vecino que asperjaba con glifosato. El ganado comió esas hierbas, algunos animales perdieron peso y hubo una malformación de un feto de una vaca: el ternero nació sin un brazo», explica impávido. Así mismo, Juan asegura que los habitantes humanos de la zona sufren hoy «problemas como taquicardia, glucemia y cáncer» y cree que, con el correr de los años, esta situación va a empeorar. Además expone que «de las montañas vírgenes» que conoció «ya no quedan sino potreros: desaparecieron la flora y la fauna de la selva».
Malas prácticas y cambio climático
El narcotráfico y la ganadería extensiva son algunas de las actividades económicas que destruyen con mayor rapidez el patrimonio biológico y cultural de la Amazonía colombiana. «El problema climático lo estamos provocando nosotros mismos», sostiene José. Según él, el municipio de Puerto Guzmán es uno de los que están tumbando más bosques para la ganadería extensiva. «Hay personas que tumban 200 o 300 hectáreas de montaña para potreros», afirma.
En Colombia el 62 por ciento de la deforestación se centra en la Amazonía. En los últimos años, los habitantes de esta zona del país han vivido en carne propia las avalanchas, el desborde de los ríos e inundaciones sin precedentes a causa del deterioro de sus suelos, consecuencia de malas prácticas ganaderas, del desvío de los ríos y de la erosión causada por el glifosato. Por si fuera poco, este año quedará marcado en la historia como la temporada de lluvias más fuerte registrada en las últimas décadas alrededor del mundo.
Dada la realidad, un grupo de 25 jóvenes de distintos lugares del país involucrados en la Red Colombiana de Jóvenes por la Biodiversidad (GYBN, por sus siglas en inglés, la comisión de jóvenes que forma parte de las negociaciones bajo el Convenio de Diversidad Biológica de la ONU) llevó a cabo una consulta nacional por la biodiversidad. La iniciativa se desarrolla en el contexto de la negociación de un nuevo marco global de metas a aprobarse en la Conferencia de las Partes (COP15) del Convenio sobre la Diversidad Biológica, que se celebrará en octubre de este año en la ciudad china de Kunming.
Como parte de la consulta, los jóvenes han manifestado a entes nacionales e internacionales la urgencia de prohibir las fumigaciones con glifosato en Colombia, así como la necesidad de cumplir con el punto cuatro del acuerdo de paz. Proponen una erradicación «con un enfoque en derechos humanos y salud pública, diferenciado y de género», que permita consolidar un proyecto de país basado en el desarrollo sostenible y la soberanía alimentaria.
La historia del glifosato en Colombia
La erradicación de cultivos mediante aspersión aérea comenzó en Colombia durante la «bonanza marimbera». En 1961, John F. Kennedy vendió a varios países de América Latina la idea de contener el comunismo y ayudar al desarrollo agrícola a través de los llamados Cuerpos de Paz. Alrededor de 64 voluntarios estadounidenses llegaron a las comunidades rurales colombianas con el objetivo oficial de asistir en proyectos de construcción, educación y salud. No pasó mucho tiempo antes de que descubrieran las cualidades de la marihuana o marimba de la Sierra Nevada de Santa Marta y se convirtieran en sus traficantes, un proceso que posteriormente abrió las puertas al tráfico internacional de cocaína y heroína producidas en Colombia.
En 1978 el Consejo Nacional de Estupefacientes empezó a utilizar en la Sierra Nevada el herbicida paraquat. Tras la «bonanza marimbera» vino un ensañamiento contra la coca, los territorios y sus poblaciones. Por entonces, los campesinos del Guaviare, Caquetá, Putumayo, Meta, Norte de Santander, Cauca, Magdalena Medio, Arauca, Guainía y Nariño se movilizaban por los daños nefastos contra su salud y la del entorno, debidos a las constantes aspersiones. A cambio, las fuerzas represivas les bloquearon los puentes con alambres electrificados y los atacaron durante sus protestas. Finalmente, el programa de aspersiones fue suspendido por la oposición de la entonces autoridad ambiental, el Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Medio Ambiente, y la prohibición al gobierno de Estados Unidos por parte de su Congreso.
Sin embargo, en 1981 el presidente Julio Cesar Turbay, a impulsos de Ronald Reagan, se acogió al programa de «lucha mundial contra el tráfico de drogas» lanzado por Washington. En ese tiempo florecieron los cárteles y las primeras organizaciones paramilitares y narcoparamilitares. Esa estrategia antinarcóticos coordinada desde Estados Unidos mutaría a fines de los noventa en el Plan Colombia, un acuerdo bilateral de ambos gobiernos para implantar en el país a las fuerzas armadas estadounidenses y aplicar prácticas represivas letales, entre ellas las fumigaciones con glifosato.
En 2015 las aspersiones fueron nuevamente suspendidas, esta vez por el Consejo Nacional de Estupefacientes, tras una solicitud del Ministerio de Salud basada en el informe de la OMS y en cumplimiento de un fallo de la Corte Constitucional para que se aplicara el principio de precaución frente al uso del agroquímico. El 12 de abril de 2021, sin embargo, el decreto 380 del presidente Duque habilitó la vuelta de las fumigaciones aéreas de cultivos ilícitos con glifosato.