Adiós, amigo - Semanario Brecha
Jorge Coco Barreiro Cavestany (1955-2024)

Adiós, amigo

ARCHIVO BRECHA, S/D

Ejerció el periodismo durante décadas en medios nacionales y extranjeros, entre ellos Brecha, donde llegó a ser editor de política. Publicó decenas de ensayos en Cuadernos de Marcha, El Viejo Topo, Monthly Review, Tierra Amiga, Relaciones y otros medios de dos continentes, siempre ejercitando el pensamiento con la más absoluta libertad. Provocó a lo largo de tantos años, con sus planteos, opiniones, comentarios, análisis y argumentos, simpatías y antipatías. Publicó Lo real y lo imaginario del socialismo (1988), poco después del retorno de su exilio europeo, y, años más tarde, La democracia como problema (2014), volumen que recoge ensayos breves, corregidos y expurgados de sus facetas más coyunturales, de los cientos que publicó en redes y sitios de internet durante este siglo (véase «Elogio de la política», Brecha, 18-IX-14).

Coco Barreiro murió el viernes pasado. Su salud, por desgracia, se había deteriorado sensiblemente en los últimos meses.

La imagen de un Coco treintañero, con un cierto parecido a Belchior, quedó capturada en el documental El cordón de la vereda (1987), de Esteban Schroeder. Se trata de un registro de lo que pensaba la gente común y corriente a mediados de los ochenta acerca, fundamentalmente, de la dictadura, la represión y de la entonces recién promulgada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. En la cinta, Coco recorría las calles de Montevideo e iba consultando acerca de esos y otros asuntos igualmente espinosos a los transeúntes accidentales con los que se iba topando en su andar.

De muy joven, había militado en la izquierda revolucionaria uruguaya: en el FER-68, en el Movimiento 26 de Marzo y en el MLN-Tupamaros. Cuando la dictadura lo fue a buscar a su casa, donde no lo encontró, se exilió en Argentina. Allende el Plata se incorporó a un pequeño grupo local de la International Socialist Tendency (IST), una corriente que todavía existe, minoritaria dentro del movimiento trotskista, que ganó alcance internacional en los primeros años setenta, cuyo máximo referente fue por décadas el británico Tony Cliff (1917-2000), fundador del Partido Socialista de los Trabajadores del Reino Unido. Cliff había caracterizado muy tempranamente (ya en los años cuarenta) a la Unión Soviética como un país en el que imperaba un capitalismo de Estado, tesis opuesta a la del propio León Trotsky, quien había sostenido que se trataba de un Estado obrero con desviaciones burocráticas. En ese sentido, los seguidores de Cliff mantenían una equidistancia entre Washington y Moscú, además de otras posiciones que los alejaban de las corrientes principales del trotskismo. Como militante de esa corriente, Coco abandonó Argentina para radicarse en Italia, donde vivió y siguió en la órbita de la organización varios años más. Cuando rompió con la IST, a fines de los años setenta o quizás ya a comienzos de los ochenta, no puedo precisarlo con exactitud, se radicó en España.

Todavía era marxista cuando llegó a Barcelona, aunque probablemente ya no lo fuera cuando se marchó de allí.

Coco conservó un gran respeto por la producción intelectual de Marx no solamente después de haber abandonado el marxismo, sino incluso después de abandonar la izquierda radical en general, porque reconocía en el autor de El capital, obra que llegó a estudiar con gran detenimiento, a un defensor de los valores de la Ilustración, que eran también los suyos.

No respetaba ni comulgaba, en cambio, con los particularismos identitarios de ninguna clase, tampoco con los que venían revestidos de una cierta retórica marxista o revolucionaria. Tenía una concepción universalista de la política. Tampoco comulgaba con el activismo, el voluntarismo ni el emotivismo. Es que Coco, además de tener una concepción universalista, tenía una concepción racionalista de la política.

Asistió con gran disgusto, como puede atestiguar cualquiera que lo haya conocido, al proceso de creciente legitimidad que fueron adquiriendo en las sociedades modernas, y en la política democrática, las reivindicaciones identitarias en sus más variadas formas y manifestaciones. Escribió decenas de páginas contra esa tendencia mayoritaria de la época, que llegó a ser, también, tendencia mayoritaria dentro de una izquierda que decidió celebrar las diferencias y los particularismos en detrimento, pensaba, de lo que es universal, de lo que es común a todos los seres humanos.

El expediente por el que las identidades (de cualquier tipo) sustituyen a los argumentos le resultaba especialmente irritante. Una vez, en el marco de una de sus muchas, a veces duras polémicas, los autores de un libro que había criticado, pretendiendo que revelara algo así como «quién era» en verdad, le exigieron que aclarara «desde dónde» escribía. «Desde un escritorio del living de mi casa con una Olivetti Lettera 35», fue su lacónica respuesta.

Lo que Coco creía era que una política de la identidad, del reconocimiento, de la celebración de las particularidades y de las diferencias era una contradicción en los términos. Desde luego que no creía que nadie debiera renunciar a su identidad personal en ningún caso, pero tampoco creía que ser lo que se es (mujer u hombre, negro o blanco, socialista, liberal o conservador) constituyera ninguna virtud intrínseca ni que fuera tampoco un elemento que debiera ser tomado en cuenta, ni a favor ni en contra, en las disputas políticas. La política no era, para él, un asunto de identidades, sino de argumentos, de dar y recibir razones (algunas mejores y otras peores) para la acción. Si estuviéramos abocados a vivir nuestra identidad como un destino irrevocable, la política, pensaba, sería de plano una actividad imposible.

Cuando la «nueva izquierda» que rápidamente se expandió por el mundo a partir de los años setenta asumió la defensa del derecho de los individuos a ser lo que son, todo proyecto emancipatorio se recondujo de una u otra forma hacia una lucha por el reconocimiento. El centro de las preocupaciones de la «vieja izquierda» de la que Coco provenía había estado no en lo que somos, sino en lo que podemos e incluso en lo que debemos llegar a ser. El problema de la utopía identitaria de que nos dejen ser lo que ya somos es que la identidad es algo pleno, acabado, completo, que no está sometido a debate o revisión: una alternativa entre muchas otras que exigimos que nos sea respetada sin enjuiciamientos ni objeciones de ninguna clase. En suma: sin discusión, sin crítica, e incluso, podría decirse, sin pensamiento.

Todas cosas (discutir, criticar, pensar) que Coco se pasó una vida entera haciendo.

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