Agotados de esperar el fin - Semanario Brecha
Crónicas de la guerra ucraniana

Agotados de esperar el fin

Se estiman en hasta 3 mil los soldados colombianos que pelean por Ucrania en la guerra contra Rusia. Mientras tanto, los combates se alargan y las ciudades del occidente ucraniano intentan seguir su vida con normalidad bajo la amenaza constante de ataques aéreos.

Cartel de reclutamiento en las calles de Kiev Afp, Sergei Supinsky

I. LVIV

Es medianoche en Lviv, la ciudad más occidental de Ucrania, ubicada a 60 quilómetros de la frontera con Polonia. Medio pedazo de luna se esconde y se asoma en lento juego con las nubes. Las estrellas de esta noche otoñal son lejanas, pero de tanto en tanto se logran ver algunas fugacidades rojas o azules. Minutos antes de que puedan ser divisadas, la aplicación de mensajería instantánea Telegram avisa el peligro de esas volátiles amenazas por medio de un grupo público llamado Monitor al que pertenecen casi un millón de personas.

En el transcurso de una noche cualquiera Monitor puede arrojar hasta 100 advertencias de drones, misiles y cohetes rusos de todos los tamaños imaginables. Una noche cualquiera es sinónimo de normalidad, y normalidad significa, a mil días del inicio del conflicto, un íntimo e inquebrantable estado de terror que solo se materializa en ojos vidriosos, dedos sin uñas y una mesura idéntica a la que se experimenta en los funerales.

Las amenazas son silenciosos artefactos que surcan los cielos a lo largo y ancho del país, desde el mar Negro hasta Bielorrusia, desde Moldavia hasta la ocupada Crimea, desde Odesa hasta el Donbás. Intentan colarse por entre las pocas rendijas que deja el avanzadísimo esquema de protección antiaérea ucraniano. Son silenciosos, sí, pero cuando uno colisiona con la tierra el estruendo puede ser tan descomunal e incendiario como el primer bostezo de un volcán que entra en erupción.

El taxista que nos transporta se excusa por su inglés, y lo primero que hace antes de poner precio a su servicio (inflándolo por tres) es quejarse de la molestia que le causan los cero grados de térmica. La ciudad es lóbrega, pero no está muerta. Las estaciones de trenes y buses que conectan a Lviv con el resto del país están separadas por una calle que, aunque mínima, permanece estallada de pasajeros.

En medio de la romería, unos 40 militares se fuman los dedos al lado de una montaña de cajas y maletas camufladas. El taxista pregunta por nuestra nacionalidad. «Acá estamos teniendo problemas con la gente de Colombia porque vienen muchos y no hablan ucraniano y nosotros no hablamos español», dice como puede. «Nos toca aprender su idioma, porque ustedes vienen a defender Ucrania», añade mientras sumerge la mirada, apenada, en el grupo de militares.

En la zona turística del centro de Lviv, unas cinco cuadras se agitan estrepitosamente con la marcha de paseantes. Es el mediodía de un domingo de noviembre que se permite un sol helado. Apeñuscados, como frutos en una canasta, están los comercios que ofrecen recuerdos y suvenires de la ciudad. Toda la oferta gira en torno al fenómeno de la guerra y, de forma no menor, al patriotismo cosaco. Lejos de la posibilidad de bombardeo a la cual está expuesta la ciudad y que tiene como última negra reminiscencia el 6 de julio de 2023, cuando tres misiles rusos impactaron un edificio residencial dejando diez muertos y 45 heridos, el otro cañoneo consiste en miles de banderas ucranianas dispuestas por todo lado y acompañadas de inmensas publicidades marciales.

Camisetas estampadas con granadas y bazucas, gorras con velcros intercambiables de tanques y calaveras, guantes con el tridente que funciona como escudo nacional, imanes de soldados ucranianos mostrando el dedo del medio a barcos rusos, pósteres de Volodímir Zelenski rodeado de fusiles, tazas de café con metralletas pintadas a mano, osos de peluche vestidos de camuflado, chocolates-arma en tamaño real, pequeñas balas rellenas de vainilla, rollos de papel higiénico con el rostro de Vladímir Putin.

Algunos pocos turistas de Europa occidental cruzan desde Polonia para decir que estuvieron en un país en guerra. Compran los suvenires y se sacan fotos con la luna entre los dedos, esa misma luna que, país adentro, guarda secretos malignos. Lviv da la bienvenida a una nación que, lejos de ser un desierto, sí que se parece mucho a uno, pero de espera y frustración.

Un militar ucraniano aprovecha sus últimas horas de descanso antes de volver al frente y juega con su pequeña hija en el parque Iván Frankó de Lviv. DAHIAN CIFUENTES

II. LOS OJOS DE LAS ESTRELLAS

A poco más de mil quilómetros al sureste de Lviv está Zaporiyia, la ciudad que tiene la mayor central nuclear de Europa. Allí la noche está despejada y la luna late, anaranjada, arriba de dos ejércitos que se acechan agazapados en sus trincheras, pasando sudores y salivas ante los asedios de artillería que intercambian como divisas de muerte. Es junio de 2024. Mes 28 de la guerra.

Las fosas de protección ucranianas están al tope de barro y hieden a carroña humana. Animarse a sacar cuerpos no solo aumentaría considerablemente el número de bajas, sino que fuera de las líneas de combate podría desatar una auténtica crisis de salubridad. Una treintena de antiguos hombres yacen esparcidos por entre la maleza. Otros tantos ya han sido sepultados de forma natural gracias a los pozos que las explosiones abren en la tierra y sobre los cuales se siguen forjando las trincheras.

Los muros que cubren la Catedral de Santa Sofía de Kiev exponen los rostros de miles de soldados y voluntarios caídos en la defensa de Ucrania. Para Occidente la guerra empezó en 2022, pero para cualquier ucraniano de a pie todo empezó en 2014, cuando Rusia anexionó Crimea. DAHIAN CIFUENTES

Chucuri ora por todos aquellos con los que se topa mientras se arrastra como un gusano. No importa si son ucranianos, colombianos, peruanos, brasileños o italianos. Les cierra los ojos y les cubre el rostro con hojas para revocar la contorsión que el infierno les ha legado. Cuatro meses antes de esta funesta noche, Chucuri miraba a su hija de 5 años dormir y pensaba en si volvería a verla. Abandonar Colombia no solo era la decisión de su vida, sino una penitencia que debía pagarle a su dios. Un día, mientras ejercía su trabajo de agricultor, sufrió un accidente: la guadaña que manipulaba se salió de control y le lesionó uno de sus pies. Los médicos le vaticinaron una amputación, pero Chucuri pidió que su pie fuera salvado a cambio de irse a pelear por la causa ucraniana, una causa que a él le parecía tan justa como justo le parecía no perder su pie.

Chucuri tiene 36 años y se llama Chucuri porque nació en San Vicente de Chucuri, un pequeño municipio ubicado a 84 quilómetros al suroccidente de Bucaramanga, la capital del departamento de Santander. A principios de febrero de 2024 se fue a Barrancabermeja y de ahí voló a Bogotá. En Bogotá conectó rápidamente con Madrid y de allí partió a Ámsterdam para terminar su periplo en Varsovia. Un colectivo lo sacó de la capital polaca y lo llevó a Ternópil, una apacible y pequeña ciudad ucraniana que funciona como cuartel de bienvenida a los legionarios del mundo que quieren defender Ucrania.

Para el largo viaje Chucuri llevaba consigo dos mudas de ropa, un par de zapatos, una Biblia y una estampita de san Miguel Arcángel, la representación católica de la victoria del bien sobre el mal. En los seis años que ejerció como soldado profesional en el Ejército de Colombia agarró la costumbre de recitar tres veces por día el salmo 91: «El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente…». Un inicio que lleva tatuado en su memoria como forma de protección ante todos los tipos de riesgos que supone estar vivo.

Fotografías del archivo personal de Chucurí como legionario en la guerra de Ucrania. DAHIAN CIFUENTES

En Ternópil firmó contrato. Legionario. Serían seis meses por los cuales recibiría 120 mil grivnas, un aproximado de 2.500 euros por mes. El peligro que Chucuri estaba dispuesto a correr era merecedor de esa cifra, pero, si hubiera querido, habría podido conformarse con 600 euros, ejecutando labores fuera de las líneas del frente. Su amplia experiencia como militar en la guerra colombiana fue la que lo ayudó a tomar la decisión. «Guerra es guerra, en Colombia o en Ucrania», pensaba, pero pronto abandonaría esa convicción: acá no peleamos contra guerrillas o pequeñas escuadras subversivas, acá peleamos contra una potencia, contra el verdadero monstruo de mil cabezas.

La incorporación fue un éxito y en dos semanas ya estaba instalado en el batallón 98, brigada 108. En la primera misión, en Zaporiyia, vio morir a tres compañeros, dos de ellos colombianos. Las bombas le caían a cinco metros, y el ronroneo, tanto de los drones de ubicación como de los drones bombarderos, se convertiría de ahí en más en la banda sonora de su vida: son moscas gigantes que te quieren ver partido en tres, cuatro, cinco pedazos. Pero él tenía su antídoto, sigiloso y muy potente: «Esperanza mía y castillo mío. Mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora», declamaba justo antes de salir a descargar sus municiones contra los moscos asaltantes.

Un aprendizaje incesante. Sin el dominio del idioma local, sin inglés y con el español balbuceado y quebradizo de sus compañeros, no había otra opción que las señas. La mirada para descubrir las líneas enemigas, las manos para ubicar sonoramente la procedencia de la artillería, la cabeza para regular los momentos de exposición y avance, los labios para saber el instante ideal de detonación de un cañón. Entre los campos, espinosos por las alambradas y saturados de piernas y brazos sueltos como simples ramas desprendidas de los árboles, la tierra tiembla cada tanto por el choque de cohetes y las yerbas vuelan por los aires de la noche oscura: «Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y adarga es su verdad», susurra Chucuri.

Después de pasar en el frente cinco o seis días, los soldados que salieron ilesos descansan la misma cantidad de tiempo hasta que una noche reciben el llamado: en dos horas salimos a misión. Chucuri entonces empieza a alistar su maleta de guerrero. Cinco botellas de litro y cuarto de agua. Un salchichón. Pan. Café. Sopas instantáneas. Mandarinas. Bananos. Chocolatinas. Una cobija. Repelente para mosquitos. Casco. Fusil. Chaleco antibalas. Mascarilla antigás. Cuatro proveedores. Diez pacas de 30 cartuchos que suman 300 municiones. Cuatro granadas. Botiquín: gasa, torniquetes, tijeras, apósitos. Opiáceos para el dolor intenso. Estampita de san Miguel Arcángel.

El convoy sale de la improvisada base y transporta 30 efectivos. Siempre es de noche. Nunca una misión empieza de día y, así salgan vivos de ella, siempre, para todos, termina en inescrutable negrura. Para alcanzar la posición y ejecutar el relevo los soldados caminan cuatro quilómetros en fila india. Silencio total. Las pisadas son de lince. Al cabo del primer quilómetro empieza el ronroneo de los drones y así, como un amanecer, se manifiestan los tanques, los cañones, las granadas. Es la bienvenida. La boca hambrienta de una perdición que se mueve entre sombras.

Fotografías tomadas por legionarios colombianos en la guerra de Ucrania. DAHIAN CIFUENTES

Ya en la trinchera sucede el relevo. Debe ser tan rápido como un pestañeo. Hay legionarios que desean ganar el dinero tope que ofrece el gobierno ucraniano: 190 mil grivnas, unos 4 mil euros. Para esto deben completar 30 días en posición cero, es decir, en el puro frente de batalla. A pocos metros del enemigo. Un espacio en el que se pueden dar luchas cuerpo a cuerpo y en el que no gana la tecnología, sino la vieja fuerza humana.

La zona está en ruinas, trincheras saqueadas y árboles quemados. Los aullidos de perros salvajes son el termómetro del miedo: entre más se escuchan, más rudo está el frente. La muerte camina, breve e indiferente, por entre las borrascas de balas. Chucuri alcanza la posición. Debe permanecer al lado de las bajas y empezar su día de trabajo: «No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya».

En el aeropuerto de Barrancabermeja, Chucuri le hizo una última petición a su dios: «Si me pones en Ucrania es porque regresaré sano y salvo a Colombia. Amén». Drones de reconocimiento vuelan sobre el pelotón de Chucuri. Mandan coordenadas a sus pilotos y estos, a cientos de quilómetros de distancia, encienden los kamikazes y los envían, como maldiciones, al abismo. Fuera del campo, esos otros combatientes: los que están inmersos en un videojuego cuyos controles son máquinas de violencia que solo descansan cuando el gamer agarra una lata de Red Bull para saciar la sed o simplemente lo suelta para responder el WhatsApp de la novia de turno.

Los drones sueltan bombas lacrimógenas. Una hora en posición y aún no se puede disparar el primer proyectil. Chucuri se cubre el rostro con la mascarilla. Una fuerte picazón en los ojos. La garganta es una lija. La respiración lucha contra la intoxicación: en esos momentos no solo es la mano de Dios la que lo ayuda a uno, sino también la suerte. Hay compañeros que no duran ni tres días. Desaparecen o se esparcen en trozos irreconocibles.

Daños causados por bombardeos rusos el 5 de mayo de 2024 a un club deportivo en Kharkiv. DAHIAN CIFUENTES

Un mortero descalabra la trinchera aledaña. Si no hay gritos es porque estaba vacía o porque los exterminó a todos. Chucuri se aferra a la primera posibilidad. Hay que resistir. Esa es la orden que le dan. Guardarse. El enemigo intenta sitiar el lugar que semanas antes perdió en una contraofensiva ucraniana. Alguien pide ayuda en español. Chucuri lo intuye colombiano: acá hay un 80 por ciento de probabilidad de no sobrevivir. Los cuerpos se pierden porque en descomposición ya es imposible enviarlos a Colombia, y los huesos, pues bueno, al final de una carnicería no se reconoce nada más que el mal olor, pura comida para gatos y cuervos.

Chucuri se cansó de ese frente y decidió cambiarse de comando. Así, aterrizó en el segundo batallón, brigada 117. Allí decidió exponerse al cien por ciento e ir por el botín máximo. El salmo 91 lo resguardaría. El dinero ganado le permitiría retirarse, comprar algunas tierras en su pueblo natal y volver a la sosegada vida de agricultor. Hasta el momento había recibido cumplidamente, cada 5 del mes, su salario. Transcurría el verano y las batallas eran más amables, con noches de 15 grados y días que pasaban tranquilamente los 30. Al incorporarse al nuevo grupo militar, notó que la media de la edad de los combatientes superaba los 40 años. Tenía compañeros de hasta 60 años. Compañeros que eran enviados al frente con el objetivo de salvaguardar la vida de los más jóvenes.

La primera misión consistía en arrinconar un reducido grupo de diez enemigos, pero cuando llegó a la ubicación a las afueras de la ciudad de Selydove, en el óblast de Donetsk, territorio ocupado y por eso una de las zonas más hostiles de todo el conflicto, en menos de dos minutos descubrió la verdad: a su alrededor, más de 150 rusos. El grupo resistió durante 12 horas, pero al final de la jornada el balance fue devastador: ocho heridos, dos muertos y cuatro desaparecidos. Todos colombianos. Dentro de los cinco que quedaron intactos estaba Chucuri. El resto eran ucranianos: «En mi tiempo en este país sé de la muerte de unos 20 compatriotas, y de los heridos ya perdí la cuenta. El cambio de comando fue un desastre. Nos mandaban al frente, no nos daban apoyo y, para colmo, no nos pagaron».

Cuatro meses después de aquella primera misión, y con la terrorífica experiencia de ocho más, Chucuri denuncia que del segundo contrato firmado por 720 mil grivnas (unos 16.500 euros) no ha recibido ni el 20 por ciento: «Nos metieron con mentiras a la muerte, nos pusieron a aguantar hambre, las operaciones estaban mal coordinadas. Hay mucha corrupción entre las comandancias, el Ministerio de Defensa sí da el dinero, que proviene de las ayudas de la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte], pero en el camino mucha gente se guarda lo que no le pertenece».

El 1.º de noviembre, cuatro días antes de cumplir nueve meses de combate, fue el cumpleaños de Chucuri. Ese día, mientras un grupo de soldados amigos le cantaba, decidió retirarse. «¿Valió la pena la experiencia? Espero que me paguen lo que me adeudan. No quiero saber nada más de Ucrania.»

Al 19 de noviembre, día número mil de la guerra, Chucuri sigue en Ternópil esperando que le resuelvan su situación. En su memoria palpita la adrenalina que le produjo la primera misión de la guerra, aquella en Zaporiyia. Una sensación que nunca antes sintió y que espera no volver a experimentar. La infantería de turno, a la cual él pertenecía, resistía en la línea cero del frente, que en ese momento se extendía por 20 quilómetros en la rivera del Dniéper, el cuarto río más largo del continente y el más importante de Ucrania y Bielorrusia. La central nuclear había sido tomada por los rusos al inicio de la invasión y desde entonces era la joya de los comandados por Putin.

Solo sus ojos y los de las estrellas pudieron ver el espantoso relampagueo de la pólvora que violaba aquella noche despejada, acompañada por la música constante de los truenos de los cañones y los misiles: «Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra, mas a ti no llegará. Ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos». Chucuri escuchó la voz de su hija: «Papá», le dijo, y él entendió que su dios le iba a cumplir: a Colombia volvería, y enterito.

Miles de banderas ucranianas, en la Plaza de la Independencia de Kiev, también conocida como Plaza Maidán, recuerdan, con nombre propio, a los caídos de la guerra con Rusia. DAHIAN CIFUENTES

III. KIEV

Una veintena de jóvenes militares esperan, en la estación central de autobuses de Kiev, a ser transportados a su azaroso destino. Son las diez de la noche y el ánimo de la capital ucraniana es igual o más apagado que el de cualquier pueblo del interior. Los militares no miran a nadie. La tristeza se empluma en sus trajes camuflados, dejándolos como simples faisanes tan temblorosos como quebradizos. La lucha que llevan a cabo en favor de su país es también un refugio contra la falta de oportunidades de una nación en conflicto que no puede respirar más allá de sus propios daños.

Antes de llegar a nuestro Airbnb, Monitor avisa y, en menos de un minuto, la alarma antiaérea empieza a rugir por toda la ciudad. Su amplificación es tan potente como la de 100 estadios olímpicos juntos. Una música invariable nos cubre los oídos por una hora consecutiva. Es, también, una puya que indica que en cualquier momento todo puede acabar. No obstante, Kiev sobrelleva el suplicio sonoro con la calma propia de la rutina: los autos no aceleran, los transeúntes ni se inmutan, los repartidores a domicilio siguen llevando sus pedidos.

Nos advierten que si la alarma suena más de dos horas seguidas, lo mejor es correr a refugiarse en la estación de metro más cercana. Tres noches después de nuestra llegada, sucede. El sueño era tan profundo, o la negación tan necesaria, que no nos dimos cuenta. Al despertarnos y revisar los nerviosos mensajes de conocidos locales, corrimos a la estación Ploshcha Lva Tolstoho con el torpe objetivo de conversar con alguien a propósito de eso que el amanecer sepultó.

La mañana regala nubes bajas y timoratas hebras de lluvia. En las entrañas del metro colisionamos con el estoicismo de la gente. Una señora intenta vendernos flores. Hacemos lo imposible por preguntarle todo sobre lo sucedido. Es inútil. Se ríe cuando imitamos el sonido de la alarma que la noche inmediatamente anterior sonó seis horas: dos cohetes cayeron sobre los alrededores de la ciudad y dejaron una persona muerta y diez heridos, además de los elementales daños materiales en edificios residenciales de los distritos de Holosiivskyi y Darnytskyi.

Kiev es una ciudad callada. Un museo de la angustia con 2 millones de habitantes que la recorren con el ánimo petrificado. Cada persona es una pequeña gárgola que, a su manera, hace rostro a la letra confusa de lo impensado que en nada puede convertirse en siniestro. La vida sigue.

En el hermoso y enorme parque-jardín Táras Shevchenko, cuya estatua central de seis metros está protegida contra explosivos, la gente trota, practica yoga, pasea sus perros, se besa. Un adolescente se retira sus audífonos que hierven con reguetón: «De la guerra no siento miedo, siento miedo de no tener un país. Si esto no termina pronto, apenas pueda me iré a defenderlo», asegura.

A las afueras de la Catedral Ortodoxa de Santa Sofía (patrimonio mundial de la Unesco), en el centro administrativo de Kiev, reposa un pequeño cementerio de carrocería bélica destruida en combate. Es una suerte de vitrina de la guerra al aire libre. Tanques, camionetas, vehículos de asalto y misiles están dispuestos de forma tal que la gente no solo puede verlos, sino acercarse, tocarlos e incluso habitarlos.

Oleksandr Lysenco, de 44 años, merodea las ruinas vestido de camuflado. En sus manos lleva manillas con los colores azul y amarillo y otras teñidas de rojo y negro que representan la bandera del movimiento nacionalista ucraniano. Las vende mientras cuenta historias de los días en los que el Ejército ruso intentó tomar Kiev, en febrero de 2022: «Defendí esta ciudad las tres veces que la atacaron. La defendí hasta que salí herido. Vi cómo mataban ancianos y se burlaban de los niños. Fue muy difícil, pero los expulsamos. Yo solo fui un voluntario. Gloria a nuestros soldados, que son los verdaderos héroes de Ucrania», dice, con la mirada húmeda.

Detrás de Oleksandr, sobre los muros que resguardan la catedral se extienden sin descanso unos 300 metros plenamente forrados con miles de fotografías de soldados caídos en combate desde 2014 hasta la actualidad. Hombres y mujeres, en su mayoría entre los 20 y los 30 años, provenientes de todas las orillas del país emergen de la gran pared con sus atuendos militares y sonrisas infinitas. Un memorial al que suelen venir los vecinos de la ciudad no solo a dejar oraciones y flores, sino también sus más íntimos deseos nacionales.

Para el mundo entero la guerra estalló en febrero de 2022, pero para cualquier ucraniano de a pie no es un secreto que todo empezó en marzo de 2014, cuando Rusia se anexionó la península de Crimea. «Diez años», resalta Oleksandr mientras amarra una de sus manillas al oxidado cañón de un tanque.

A las afueras de la Catedral de Santa Sofía de Kiev, Oleksandr Lysenco vende manillas y banderas de su país que recuerdan la resistencia y victoria ucraniana en la llamada “Batalla de Kiev” sucedida entre febrero y marzo de 2022. DAHIAN CIFUENTES

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