Hace algunas semanas, Jorge Guldenzoph (en adelante J. G.) retomó estado periodístico al conocerse algunos dichos suyos durante una audiencia ante la justicia penal. Para quienes no lo conozcan, J. G. fue agente de inteligencia policial desde la dictadura hasta bastante después del restablecimiento democrático. Antes de entrar al servicio de la dictadura fue un militante de izquierdas, pero en 1975 orientó su vocación a luchar contra la subversión. Hace pocos meses, J. G. fue procesado con prisión por sus acciones como represor. Su procesamiento marcó un hito en el conflicto entre Estado de derecho y cultura de la impunidad. Su discurso en una sede judicial facilita mirar, con la luz que arroja la cosa juzgada, algunos temas actuales, como son el auge necropolítico y la creciente aceptación de las violencias estatales. Finalmente, encuentro que la disparatada semblanza que J. G. construye de sí mismo (traidor heroico y demócrata que sirve a un poder ilegítimo) abre la posibilidad de tratar otros asuntos interesantes. A pesar de mi indeseada familiaridad con la mutación del J. G. militante al agente, esta nota no tiene efectos especiales, apenas discusión política.
LA FLOR MARCHITA
¿Por qué el procesamiento de J. G. es un hito? Porque su persona condensó durante 35 años la condescendiente complacencia de la elite democrática hacia los agentes de la violencia en la dictadura. La mayoría de los represores aguantan la democracia bajo prudente y rencoroso silencio, sólo roto cuando les entra el miedo por la verdad, la justicia o por perder privilegios. Al contrario de ellos, J. G. paseó su impunidad como flor en el ojal, mientras se mostraba sonriente por salas de conferencias y despachos. Entre sonrisas y palmeo de hombros se mantuvo en estado de impunidad durante más de tres décadas y, como ocurre con algunas manchas viejas, al final nadie pregunta si fue sangre u óxido de hierro, caca o café. El hábito borró el registro de que él fue, junto con otros, un decano en el club de becarios de la impunidad. Su nombre figuró ya en 1985 entre los primeros denunciados por torturas y violencia sexual. Recién fue investigado a partir de 2011 y procesado hace apenas un año. Su procesamiento revela que la flor no era siempreviva ni tampoco vitalicio el decanato de impunes. Lo significativo de este procesamiento es que desnuda un episodio de complacencia civil y política con el terrorismo de Estado, asunto que hasta ahora no acarrea grandes costos, aunque necesita ser desmontado para acercarnos a las garantías de no repetición.
EL EMPLEADO DEL MES
Cuando J. G. declara ante la Justicia, no trata de justificarse invocando obediencia, sino convicciones; explica y trata de convencer. Aunque niega haber integrado las patotas de pesquisa y calabozo, plantón, tacho y picana, admite que en su lugar de trabajo se torturaba. Nada extraordinario, porque los represores siempre tratan de calzar su quehacer miserable dentro de un relato banal de virtudes democráticas. Lo interesante es el registro que elige el J. G. declarante para presentar al J. G. agente de la dictadura. Dice haber sido (o ser) destacado analista de inteligencia y también intelectual fecundo en libros y conferencias. En un giro intimista se recuerda como varón proveedor hasta las últimas consecuencias, porque supo negociar con los mandos la libertad, el trabajo y la integridad física para familiares y amigos. Al final se describe como un agente compasivo y, a tal punto valiente, que (dice) arriesgó su propia vida para confortar a personas muy lastimadas durante la tortura. Semejante declaración no parece defensa, sino publicidad de una empresa que ofrece trabajo contando logros y virtudes del empleado del mes. Siempre sorprende la desmesura que encierra atribuir dignidad ética (y ¡épica!) a sobrevivir la dictadura como alcahuete policial, pero aquí se aloja algo más denso que un faroleo de J. G. en la timba de su propia estima.
Su autoelogio vuelve banal y legítima la función que desempeñó, de modo que, celebrando su éxito como agente, licúa lo inaceptable de la violencia y, en especial, la violencia desmedida y arbitraria del Estado. Asumo la posible objeción de que el mensajero desacredita el mensaje; sin embargo, creo que sucede al revés. El mensaje de J. G. cuenta con su propia vida como certificación de calidad y verdad y no necesita más argumentos que la autobiografía expuesta sin tapujos. La capacidad comunicadora de la violencia como lenguaje no se basa en razones, sino en trayectorias. Las Fuerzas Armadas o policiales no necesitan explicarle a la sociedad uruguaya cuál es su capacidad de daño, porque la sociedad ya lo experimentó. El mensaje se vuelve creíble si lo emite alguien que ya lo ha hecho, no se arrepiente, usa lenguaje pertinente y goza de impunidad. Naturalmente, también son necesarias disposiciones colectivas para entender, aceptar y desear respuestas basadas en la violencia. El ejemplo actual más evidente de cuán eficaz puede ser el lenguaje de la violencia, incluso medido en términos sistémicos de la democracia, lleva el nombre y grado del general Guido Manini Ríos. Ninguno otro apólogo y oferente de violencia institucional alcanzó su marca. No pudo la mirada tecnosevera del empresario Novick, no pudo la mediática furia pistolera del fiscal Zubía, ni tampoco la icónica guapeza de Larrañaga. En cambio, Manini Ríos, con muy poco esfuerzo más que mostrarse y soltar la lengua, reorganizó a la extrema derecha y colocó una legión zombi en lugares clave del tablero político e institucional. Porque cuando un general uruguayo dice que va a terminar con el recreo, aquella parte de la sociedad que quiere entender ese lenguaje sabe de qué se está hablando. Y es en ese mismo mercado de violencia donde cotiza J. G. Más allá de lo insustancial de su personalidad política, es significativo que utilice el espacio de su defensa en una causa penal para producir este y no otro mensaje. Señal de un tiempo presente en el que es mejor olvidar el canchereo bien pensante como respuesta a los agentes de la violencia.
IMPOTENTE PERO VISTOSO
El testimonio de J. G. abunda en paradojas y provocaciones estimulantes, pero me voy a concentrar sólo en una. En su relato dice haber «negociado» con el poder represor ciertas condiciones que ya mencioné antes. Esa presunción de poder negociador lo coloca en una difusa zona fronteriza entre la antigua meritocracia heroica y la caricatura de agente secreto. No me interesa discutir sus afirmaciones, sino la materia que supuran, que llamaré claudicación sublimada como talento. ¿Cuáles son los poderes disponibles para la persona tomada por el sistema torturador? ¿Qué se negocia y con quién? Se negocia con las propias capacidades de resistir el sufrimiento y el miedo. Por eso una clave de la estrategia demoledora es fingir que se transfiere a la persona atormentada la decisión de parar la máquina: «Si vos querés, esto termina ya mismo; de lo contrario, me obligás a seguir torturándote».1 En esas circunstancias, negociar quiere decir llevar hasta el límite las humanas posibilidades de resistencia a un poder absoluto. Por cierto que se conocen experiencias de personas que pudieron engañar a los torturadores para favorecer el repliegue de vínculos o la denuncia de su detención,2 pero estas situaciones no se sustentan como pactos de caballeros entre astucias y avivadas, como sugiere J. G. Lo que entra en juego siempre es un cuerpo expuesto y la capacidad de resistencia sostenida por recursos individuales y sociales acumulados antes, que en cada persona existen de manera singular. Siempre es David contra Goliat, pero sin la honda. Carlos Liscano recuerda que durante la tortura el propio cuerpo puede llegar a ser algo muy desagradable. Pero, dice Liscano, no se puede pedir al cuerpo que siga aguantando y al mismo tiempo decirle que es una mierda. Es mejor sentirlo con cariño. Contrariamente a la doctrina que contrabandea J. G., la resistencia desde la subalternidad crece con el amor por la vida frágil y no deseando el poder opresor.
VIENTOS DE MARZO
No quiero terminar esta escritura anclado en la camaleónica claudicación de J. G. ¿Pero cómo respirar aires más livianos después de pasarse por el universo Guldenzoph? Elijo quedarme un rato más en el humor de otro marzo feminista que recién termina. La consigna «No cuenten más con nuestro silencio» convoca a posibles insumisiones más amplias que las referidas a resistir todas las formas de violencias hacia las mujeres. Es una invitación abierta y sostenida por revueltas que ocurren antes, durante y después de cada marzo, y que viene cargada con los aprendizajes que nacen de politizar la condición subalterna y las estrategias de la vida frágil. Es verdad que el humor de marzo por sí mismo no resuelve la desigualdad social ni la vida amenazada, pero contamina de rebeldía para enfrentar la secreción de impotencia que produce el capitalismo global y ahora pandémico. Asumo como evidente que el humor de marzo no tiene nada que ver con J. G. Así que sólo queda agradecer haber llegado hasta este punto, habiendo partido de una mirada puesta en aquella mancha antigua y desteñida donde se aloja todo lo que no sirve para nada.
- El excapitán Tróccoli, de Fusileros Navales, torturador confeso y convicto, lo expresa magistralmente en su libro La ira de Leviatán: «¿Por qué nos hacemos esto? –pregunta el torturador al torturado–, yo torturarte y vos hacerte torturar».
- Pienso, en este momento, en Lilián Celiberti fingiendo entregar un contacto para posibilitar que se conociera su secuestro junto con Universindo Rodríguez y sus hijos Camilo y Francesca. Véase Mi habitación, mi celda, de Celiberti y Lucy Garrido