Hace poco menos de una década, Carlos María Domínguez escribió un libro sobre la historia de la Cinemateca Uruguaya. Su vínculo con esta orilla del río no es nuevo: en su juventud se hizo muy amigo de Eduardo Galeano, con quien compartió andanzas en la revista Crisis, uno de los más importantes –y últimos– ejercicios periodísticos que pueden pensarse como rioplatenses. Tras fundarse Brecha, Domínguez comenzó a ser corresponsal desde Buenos Aires y, en 1989, se instaló en Montevideo para siempre. Hasta el presente, el tiempo transcurrido parece haberle sido harto suficiente como para comprender las dinámicas del Uruguay profundo –sus crónicas sobre el norte deben releerse– y el sentir melancólico de la capital, su historia cultural y la de la izquierda uruguaya frente a esa cultura.
Al igual que lo que sucede con el libro sobre la Cinemateca, este trabajo acerca del teatro El Galpón es una historia sobre el espíritu de la izquierda en Uruguay, una buena pieza de su motor, esa que se liga a la sensibilidad artística en pro del compromiso político. Ambas publicaciones comparten, por lo menos, dos cosas más: una es que, en las páginas finales, dan cuenta de las complejas discusiones que se sucedieron con el gobierno frenteamplista tras la victoria de 2005; la otra es la referida al espíritu público de estas instituciones privadas. Al respecto, Domínguez sentencia: «Y es que El Galpón comparte con la Cinemateca Uruguaya y unas pocas instituciones la condición pública de muchos empeños personales concentrados en áreas que han permanecido al margen de las preocupaciones del Estado, propenso a considerar la cultura un patrimonio fertilizado por las libaciones del mercado». En lo formal, podría agregarse un elemento similar más: ambos libros cuentan historias de instituciones que aún viven –algo que puede ser particularmente complejo, o lo opuesto, según quién investigue y escriba– y hoy enfrentan una particular peripecia, un desafío más en la ruta de los escollos. Aunque también hay algo que diferencia ambos libros y que enuncio aquí casi como un reclamo: el índice onomástico que tanto bien hizo en el de la Cinemateca faltó en el de El Galpón. Igual, irán juntos en mi biblioteca.
El latinoamericanismo de El Galpón a través de sus 70 años ha llevado a que a la historia contada por un argentino la preceda un prólogo escrito por un brasileño. El director teatral Aderbal Freire-Filho se pregunta por las características novelescas de la narración biográfica. En los hechos, las páginas escritas por Domínguez terminan de certificar la existencia de personajes principales, destacados actores y otros de reparto en situaciones inverosímiles. Desde la «preocupación social fundadora» de los grupos de teatro independiente tras el nacimiento, en 1946, de la Federación Uruguaya de Teatros Independientes, la historia de El Galpón, alimentada constantemente por imprevistos y casualidades, se cuenta con un inevitable tono de ficción. Entre los protagonistas, Atahualpa del Cioppo emerge como el ser ilustre de hipnótica humanidad, un Artigas del hecho teatral y la comprensión política del asunto. En La Isla –uno de los dos grupos que dieron forma a El Galpón; El Teatro del Pueblo fue el otro– pregonaba por una «educación en la sensibilidad» desde la infancia. Para él, era de particular importancia llevar el teatro a los lugares más desprovistos, algo que fomentó y puso en práctica no sólo en Uruguay, sino en varios países del continente durante el exilio en la dictadura. «Nos quisieron quitar la patria y lo único que consiguieron fue ampliarla», dijo alguna vez Del Cioppo, a quien Domínguez cita acertadamente.
El reconocimiento a Del Cioppo es hoy palpable: su nombre es conocido aun fuera de los muros de la dramaturgia. Lo interesante es que el libro rescata a compañeros que dejaron sangre, sudor e imaginación en la construcción y el recorrido de El Galpón, pero no ocupan escalones a la misma altura en la consideración popular. Tal vez, el mayor ejemplo sea el de Blas Braidot, «el señor de los clavos», uno de los fundadores no sólo del teatro, sino de una forma de sacarlo adelante con base en la prueba y el error. Cuando todo parecía desbarrancarse, Braidot apostaba a más, aun cuando lo que el sentido común indicaba estuviera en el vértice opuesto. Tras arduas asambleas, el resto de «los galponeros» habitualmente lo seguía, porque si no se arriesga en el teatro, ¿dónde? En el anecdotario que brinda el libro, una de las situaciones más tragicómicas tiene a Braidot como protagonista y se desarrolla durante su detención en los tiempos oscuros.
Buena parte de Dura, fuerte y alocada está dedicada a las posturas de El Galpón en los años previos a la dictadura y en la posterior resistencia. En la narración de Domínguez se ejemplifican hechos artísticos que grafican la importancia de los contextos históricos para comprender su significación. En 1965, Del Cioppo dirigió La resistible ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht («Hacíamos Brecht antes de saber quién era Brecht», se ha repetido en los rincones de El Galpón), y la repercusión popular que tuvo la obra fue menor. Siete años después, volvieron a montarla, esta vez bajo la dirección de Rubén Yáñez. El impacto fue mayúsculo. Ante el supuesto de que la riqueza de la puesta en escena estuvo presente en ambas circunstancias, la diferencia está en el contexto. La metáfora bretchiana del ascenso nazi encontró una respuesta más candente en un tiempo más candente: el triste 1972, con Juan María Bordaberry de presidente y el recrudecimiento de la violencia estatal en las calles.
De allí en más, asistimos a una tensión permanente: amenazas, detenciones aleatorias, censura y un laberinto que fue decantando en el exilio de gran parte de los integrantes del grupo, que Domínguez describe con sutileza y sin esconder los conflictos internos ni ciertos dolores que vinieron como consecuencia. Pero, sin duda, de todo lo expuesto, lo más impresionante es algo que, hasta este libro, sólo se conocía en términos generales: la mítica presencia de El Galpón en México. Se trata de una historia que merecería un libro aparte. En 2018, el colectivo teatral brasileño Ponto de Partida (hijo de la resistencia a la dictadura en Brasil) vino a Montevideo a presentar Voy a volver, sobre las peripecias de El Galpón durante el régimen uruguayo, haciendo foco en el exilio mexicano. A través de testimonios, Domínguez presenta una percepción interesante, tal vez sospechada a la distancia: la solidaridad uruguaya en el exilio fue homogénea y sin especulaciones internas, algo que los mexicanos tomaban como ejemplo.
Muchas mujeres han formado parte de El Galpón desde los cimientos, y en la investigación de Domínguez queda visible la enorme valía de su compromiso con la construcción de un teatro no sólo independiente, sino popular. El libro recupera el trabajo de Nelly Goitiño, Sara Larocca, María Azambuya y tantas otras. Pero también queda visible, por intención del autor, la dificultad de las dramaturgas y las actrices –cegadas por textos escritos o dirigidos por hombres para protagonistas hombres– en ocupar lugares de relevancia y centralidad en las agendas. Este también es uno de los elementos que integran la historia de la izquierda y hoy se miran con la intención analítica de no repetir ciertos caminos y replantear estrategias. Allí, el pensar y hacer de la juventud creativa, respetuosa y cuestionadora con aquellos que con 20 y 30 años inventaron una forma de hacer teatro cumple un papel fundamental. Para continuar armando el puzle, veremos con qué institución cultural histórica se mete Domínguez en su próximo libro.