Sean Baker es aquello que, en la lejanísima década comenzada en 1940 –en solo 15 años habrá sido hace un siglo atrás, qué impresión–, los críticos de cine franceses podían haber llamado un autor. Sus películas tienen una notoria coherencia temática en la que destaca la obsesión por retratar la violencia de clase, de género y sexual como contracaras del patriarcado capitalista estadounidense. Se repiten en su cinematografía rasgos estilísticos fotográficos y de estética actoral –cómo filma de modo tan particular la mirada y la boca de las actrices, uf–; su apuesta por la experimentación técnica y formal ha logrado dejar una marca de época en el estilo de realización de sus colegas generacionales. Rey de la autoconciencia, ha hecho de sí mismo un personaje que huye del pop (en ambos sentidos, estético y alimenticio) ostentando su independencia artística sin perder la humildad. Y también, como en aquellos cineastas del siglo XX, esa cuidadosa oscilación entre vida pública y obra fílmica ha dado resultados en términos de marketing: sus películas vienen recibiendo una atención cada vez mayor y Anora, con su enorme cantidad de críticas positivas alrededor del mundo y sus nominaciones al Oscar –mejor película, mejor dirección, mejor actriz, mejor actor secundario, mejor guion original y mejor montaje–, parece ser un nuevo punto brillante en una carrera promisoria.
La cosa es que, si bien la mayoría de esas críticas elogiosas se centran –con razón– en la calidad de las actuaciones y en la mezcla de tonos y registros genéricos que abarca la película, yo creo que lo más impresionante en Baker es la calidad de la puesta en escena: como diría Jean-Louis Comolli, la relación entre el punto de vista de la cámara, los personajes y el espectador organizada en torno al montaje. Porque Anora empieza siendo casi un videoclip: las escenas y los diálogos son cortos y superdinámicos y todo se centra en pasar información y en hacer avanzar la narrativa más que en transmitir emociones hondas o en hacer sentir. Esa ostensible superficialidad, que corre vertiginosa casi como en cualquier comercial de internet,
nos coloca en un lugar de voyeurs en el que la película logra mantenernos durante casi toda su extensión. Una se pregunta: ¿qué es esto, Baker? ¿Dónde quedó el sensible muchacho capaz de retratar con tortuosa delicadeza la amistad femenina en Tangerine y en Starlet, o la relación madre-hija en The Florida Project? Acá hay pura belleza hegemónica, culos que se menean, movimientos de cámara llenos de extras, estética de telo cool japonés, gente que habla pero no logra comunicarse, saltos chotos para volar de locación en locación –¡cuántas locaciones, Sean!–. En definitiva, puro show. El desafío parece ser, en lugar de contar –para contar hay que jerarquizar, detenerse, elegir–, sostener la tensión dramática sin contar.
También fugaz es el sexo en toda la primera escalada anecdótica de Anora, una flecha indicativa que nos dice que los personajes están cogiendo y nada más. No hay voluntad de narrar un encuentro espiritual ni afecciones dramáticas ni cambios emocionales de ningún tipo, como si el sexo fuera una acción tan banal como lavar la cocina o cambiarse de ropa. Y es que Ani trabaja de eso, es su vida cotidiana: Baker no pone las fichas en narrar sus vivencias sexuales en torno a su emocionalidad, sino que apuesta por todo lo contrario y se juega por la denotación pura. ¿Ves, mi querida espectadora de clase media? Ani toma un trago, Ani camina por la calle, Ani organiza su logística cotidiana, Ani baila, Ani coge. Ani conoce a un muchachito que le ofrece algo diferente y sí, vos ya sabés que va a salir mal, pero a ella seguirle el juego le supone ganar mucho dinero y sabe que no pierde nada cayendo en la trampa.
Así, el señalado cuestionamiento a los estereotipos amorosos de películas como Mujer bonita que Baker lleva adelante no es meramente anecdótico, sino formal. Sus opciones de dirección parecen expresar que nosotros, desde nuestro lugar de narradores-espectadores, no podemos saber qué es lo que Ani siente. No corresponde retratarla dramáticamente como si fuera una burguesa, destacando su emocionalidad y regodeándonos en adivinar su placer o su dolor. Solo podemos observar desde lejos, desde afuera –a la manera, tal vez, de Martín Rejtman, pero con un ritmo mucho más zarpado–, porque ella es una trabajadora del cuerpo y maneja otro lenguaje en el que ni en pedo nos deja entrar. Baker respeta la interseccionalidad entre género y clase negándose a generar empatía con una estrategia sentimentalista, y eso resulta nuevo y perturbador. Por eso la deriva de la segunda mitad es, otra vez, hacia el género más esquivo que existe en torno a los vericuetos emocionales: la road movie. Porque si bien la película se ralentiza bastante y, finalmente, empiezan los supuestos «arcos narrativos» de los personajes, la sucesión de escenas buscando al rusito rico que osó casarse con Ani –en un capricho tan falto de responsabilidad que resulta estúpidamente asqueante– impide cualquier tipo de profundidad: el propio pibe desaparece en un ominoso fuera de campo, los personajes que lo buscan se están moviendo continuamente y se suceden, una tras otra, situaciones absurdas que no tienen consecuencia alguna. Porque en el show mediático del sueño americano hay humor, queda la comedia, pero ya no hay moral que valga, mandan el dinero y la diversión, los ricos utilizan los cuerpos como si fueran productos y ni el arte ni la religión tienen nada para decir al respecto.
Por eso el final de la película resulta tan impactante, porque es en el único momento en el que esa lógica se transforma, y además lo hace de la mano de la intervención de un personaje secundario, antagónico, nada importante, que la película trata casi como un extra la mayoría del tiempo, aunque dejándole un espacio cada vez mayor para que ese final despliegue toda su potencia dramática. De ahí la brillantez de la puesta en escena de Baker: la emocionalidad brota tanto en la protagonista como en nosotros, espectadores, al mismo tiempo, y es a la vez de una desolación y de un alivio infinitos. Ahí estabas, bendito neoyorkino independiente. En esa ambigüedad, al fin humanista, el cine de Baker se anima a volver a afirmar que es imposible vivir sin sentir. Y, ya de paso, nos demuestra que ese cine que se esfuerza demasiado en demostrar que «siente» está muerto y que, como la esclava belleza de Vanya y de Ani, no es más que una cáscara vacía.