La revista Galería, que es algo así como el suplemento social y cultural del semanario Búsqueda, trae en sus páginas cada jueves una sección que se ha convertido en su marca característica, en su gag más conocido, y que tiene una función casi sinecdóquica, una parte que representa a toda la revista. Entre entrevistas a jugadores de rugby y mujeres exitosas, noticias de las sandalias en tendencia para el verano y fotos de gente rubia en ágapes de eventos empresariales, aparecen siempre dos listas de frases despojadas, sencillas, sin preámbulos ni estridencias. Una lista se titula “De más”; la otra, “De menos”.
El criterio de agrupación es evidente para cualquiera que haya leído dos o tres números de la sección (los consumos mediáticos siempre son consumos expertos, precodificados). En los de más figuran pequeños tips o consejos de consumo cultural distinguido, que denotan clase y buen gusto, como hacerse una escapada a África, mirar series en francés sin necesidad de subtítulos o valorar los colores tierra. En los de menos, obviamente, lo contrario: hábitos o conductas inapropiadas, no recomendables, gronchas, faltas de clase, como incluir panchos en el sushi, que tus hijos te hagan un berrinche en la misa del domingo o dormir con dos pares de medias.
Al leer esas listas, la primera sensación es que se trata de un apartado de humor. Se supone que nadie está afirmando esas cosas con la pretensión de que sean tomadas en serio, como algo verdadero, sino que funcionan hipertrofiando y contrastando hábitos de consumo más o menos cotidianos o conocidos, especialmente para las mujeres de clase alta, que son el público objetivo de la revista. Hay que reconocer que el resultado es magnífico y quien sea que lo haga demuestra tener una percepción muy aguda, muy sutil de los imaginarios de consumo que trazan las fronteras de clase, identificando las pequeñas diferencias simbólicas que distinguen a un verdadero rico de un burgués aspiracional.
Ahora bien, aunque tienen algo de humor, no son propiamente chistes. No son dichos por un personaje o firmados con un seudónimo, ni están colocados en una sección explícitamente dedicada al humor. Habitan ese limbo de indefinición, ese agujero negro de la cultura de masas donde se disuelven el pasado y el futuro, lo verdadero y lo falso, lo en serio y lo en joda, por lo que casi nada se puede saber a ciencia cierta. No se trata entonces de cometer la torpeza de tomarse los de más y los de menos en serio, porque no apuntan a serlo, pero sí se puede analizarlos en serio, porque a fin de cuentas dicen algo, como cualquier contenido humorístico. Está bien que no sean en serio, pero… ¿qué nos quieren decir? ¿qué es lo que efectivamente hacen?
Es común que los ricos (y sus representantes en el sistema político, o sea, la derecha) nieguen o relativicen la existencia de clases sociales, especialmente su dimensión estructural, conflictiva y contradictoria. Van ganando; no les conviene transparentar el conflicto. Más bien se deshacen en acalambrantes llamados a la unidad, a tirar todos para el mismo lado y a hacerlo juntos, en una especie de arenga futbolera que se exacerba en tiempos de campaña electoral. Reconocen, sí, la existencia de diferencias sociales (cómo no hacerlo), pero atribuidas a condiciones individuales, a méritos y esfuerzos distintos, a los que corresponden posiciones sociales distintas. Y, en todo caso, esos distintos niveles de la pirámide social, lejos de trenzarse en una lucha de clases (ese violento lastre ideológico en un mundo pragmático), deben cooperar para que la sociedad funcione y se mantenga unida (lo que significa mantener la estructura de clases). Lo dijo Talvi: trabajadores abrazando empresarios.
Pero los de más y los de menos parecen no querer participar de esa farsa, porque si hay algo que hacen es remarcar los bandos, delimitar la frontera entre los ricos y todos los que quieren subirse al carro. Porque los ricos no querrán transparentar el conflicto de clase, pero sí quieren reforzar las diferencias de clase, entre los pocos que la tienen y los muchos que no, entre los que juegan al cróquet y los que van a la feria. Los de más y de menos son un artefacto cultural –en una revista de derecha dirigida a los ricos– basado en la distinción, a través del consumo cultural, de la elite y la masa. Sin decirlo, dicen que hay personas de primera categoría y personas de segunda. ¡Y eso que éramos todos iguales y no había que hablar de jerarquías! Lamento si me estoy perdiendo el chiste, pero no veo ninguno. Más bien, un acto de honestidad brutal.
El centro ausente de toda esta cuestión es el concepto de lo terraja. Lo de menos es ser terraja. Pero el dispositivo es ambiguo en ese sentido, porque por un lado dice que la clase social es una cuestión de consumos culturales o hábitos distinguidos, que se puede ser rico y estar a tono si se hace o se compra tal cosa; pero por otro hay una remarcación de la diferencia entre el rico de cuna y el que no lo es, el terraja, que busca pertenecer consumiendo y exhibiendo objetos sobresimbolizados que no hacen más que delatar su falta de origen legítimo. Un ítem de la lista lo deja claro: usar por dos meses la pulsera del all-inclusive al que fuiste en Turismo. Eso es terraja. Esta ambigüedad entre la distinción de la clase alta y los tips que permiten ser parte de ella (o al menos acercarse) quizá sea una de las razones por las que la aristocracia y la burguesía, a pesar de sus celos y rispideces, suelen marchar del mismo lado de la historia.
Con los de más y los de menos también conocemos, gracias a la generosidad de sus autores, los privilegios obscenos de la clase alta uruguaya. Si los de menos ponen un cordón sanitario a lo terraja, los de más revelan un nivel de lujo tan inimaginable que resulta inverosímil. Comprarse un barco en Barcelona para navegar hasta Mallorca. Reunirse con la familia salpicada por el mundo en un castillo en Hungría una vez al año. Recorrer tu campo en avioneta. Esa clase ausente, elusiva, que no comparece en el espacio público porque vive en barrios privados, descansa en el campo, se forma afuera y trabaja en torres espejadas se nos aparece en los de más como en casi ningún otro lado. Y de algo puede servir ese destape, porque a veces la naturalización de la desigualdad, la incapacidad de indignarse ante ella, tiene que ver con que nunca tenemos la posibilidad de ver las diferencias brutales entre la gente de a pie y quienes están en la cima.
Los ricos (y otra vez, la derecha) se jactan de su nivel de vida y de su distinción sobre los demás, pero cuando alguien cuestiona esas diferencias lo tratan de fracasado, de mediocre, de resentido que tiene “odio de clase”. Pero los que desprecian al resto son ellos. Y, en todo caso, como me dijo alguien una vez: el odio de clase es la coartada que usan los liberales para juzgar y neutralizar la lucha de clases. Dicen que es la izquierda la que divide a la gente en pueblo y oligarquía. Y ellos –pregunto–, cuando lucen sus de más y apartan los de menos, ¿qué hacen?