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Apostando a más

No dormirás. Gustavo Hernández, 2017.

No dormirás. Gustavo Hernández, 2017.

El cine de terror uruguayo está comenzando a imponerse. La coproducción con otros países (Argentina y España en el caso de esta película) aumenta las posibilidades de trabajar con grandes presupuestos, de contar con locaciones foráneas, con actores y técnicos de variados orígenes. Los cambios son visibles: tanto El sereno como esta película cuentan con un profesionalismo a nivel técnico que poco y nada tiene que envidiarle al cine de terror hollywoodense.

La productora Mother Superior Films es la que el director Gustavo Hernández (La casa muda, Dios local) y el productor Ignacio García Cucucovich fundaron para desarrollar vínculos con una red de productoras y distribuidoras del exterior, facilitando así una realización conjunta que amplía los mercados e incrementa las posibilidades de difusión. El emprendimiento parecería tener éxito: el presupuesto de esta película fueron 9,9 millones de dólares, realmente un verdadero salto y algo impensable para una realización con participación uruguaya. Incluso se trata de una cifra considerablemente abultada para cualquiera de los otros dos países asociados. Claro está, la unión hace la fuerza.

En este sentido, es de agradecer que la película sea hablada en español, aspecto no menor, ya que muchas del género realizadas en coproducción y desde las más diversas partes del mundo han sucumbido a las leyes del mercado adoptando el inglés como lenguaje y perdiendo de esta forma una parte esencial de su identidad local.

La historia de No dormirás tiene su interés; en los años ochenta, un grupo de teatro se aboca a una empresa radical: una obra que tiene lugar en un hospital psiquiátrico abandonado. Experimentando con el insomnio y forzando a los actores a permanecer despiertos, se busca que su percepción se agudice y accedan así a sitios insospechados. Conforme la vigilia avanza, comienzan las alucinaciones, las imágenes de pesadilla.

Una de las mejores escenas es justamente la que tiene lugar al inicio. Una mujer sale de adentro de un armario y comienza a transitar un pasillo sucio, manchado de sangre, con platos usados en el suelo; por ahí tirado hay un tocadiscos que reitera un ruido molesto, gatos muertos colgados del techo. Ni bien empieza, la película sumerge a su audiencia en una envolvente atmósfera onírica, rematada con uno de los más efectivos y logrados sobresaltos de todo el metraje.

Esta primera escena resume los mayores méritos: la fotografía de Bill Nieto (La luz incidente, Elefante blanco) y la dirección de arte de Marcela Bazzano (Nieve negra, Encontrarás dragones); son los rubros que más sobresalen, lográndose una notable adaptación de época −la introducción se desarrolla en 1975 y la trama principal en 1984− y climas sombríos y agobiantes. Una antigua cocina, un taller de manualidades son locaciones perfectas para potenciar la angustia; la película se inscribe con altura en ese terror psicológico a lo James Wan, con escenas de sostenido suspenso y sus sobresaltos.

Pero uno de los problemas tiene que ver con todo esto: en ningún momento se vuelve a alcanzar la agobiante intensidad del inicio, y es algo que se extraña. De hecho, desde el mismo libreto se promete un creciente horror: uno de los personajes principales señala que la privación del sueño lleva a episodios cada vez “más reales, más aterradores y más violentos”, y esta escalada no es tal. Además, un guión demasiado recargado de elementos y algo rebuscado en sus premisas impide una identificación concreta con los personajes y las situaciones; el espectador es bombardeado con información, pero se echan en falta diálogos casuales, ese tipo de distensiones necesarias para empatizar. Justamente hace poco se exhibía en el cine Verónica, una película que sí acertaba en todo ello. A veces, una historia simple y cotidiana es más efectiva para lograr la identificación que los más esmerados e inteligentes giros y ocurrencias.

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