Beatriz Sarlo, docente: La regla de las cuatro páginas - Semanario Brecha
Beatriz Sarlo, docente

La regla de las cuatro páginas

En el marco de la Biblioteca Beatriz Sarlo, la editorial Siglo Veintiuno acaba de publicar Clases de Literatura Argentina: la recuperación de su histórico ciclo docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA durante la primavera democrática.

Beatriz Sarlo. GUIDO PIOTRKOWSKI

Cuidado. La docencia es un búmeran peligroso. A mediados de los noventa, en una remota ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires, un puñado de adolescentes de 15 o 16 años lidia como puede con su lectura obligatoria del colegio: Cicatrices, de Juan José Saer. Una novela de iniciación sesentista que, a la luz del vetusto programa de estudios, está absolutamente fuera de borda: un femicidio, un incesto platónico, el roce del homoerotismo; el periodista curtido como Virgilio y el alcohol como combustible metafísico; el doble, la geografía de Santa Fe y la limpieza ética del suicidio. ¿A quién se le ocurre? Cuatro relatos unidos por un mapa y un vórtice capaz de estirar el tiempo como un chicle Bazooka. Repito: ¿a quién se le ocurre? Ya sé: a una alumna de Beatriz Sarlo.

La ilustración de tapa de Clases de Literatura Argentina, a juzgar por la propia Sarlo, es casi documental: «¡Era así!». En medio de la humareda porteña del cigarro con boquilla, una veintena de jóvenes atiende a su deriva en estado de inquietud. Ahí están los rulos, el saco de motivo escocés, las aulas de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Más allá, en el fuera de campo, los pasillos repletos de repatriados, papel afiche y fervor alfonsinista. Si no estuvimos ahí, queremos estar ahí.

El juego de postas es elegante. Si la edición al cuidado de Sylvia Saítta (actual profesora titular de Literatura Argentina II en la misma facultad) habla de una continuidad, estas clases son una ruptura. Por entonces, en el preciso momento en el que comenzaba el Juicio a las Juntas, Sarlo dinamitaba el programa de estudios y refundaba el canon con munición gruesa. Las fuentes de Jorge Luis Borges, el método de Manuel Puig y la pasión de David Viñas. Eduardo Mallea para destruir. Rodolfo Walsh y la omisión de esa otra mujer: Enriqueta Muñiz, fundamental en el proceso de Operación Masacre. El «Homenaje a Roberto Arlt», de Ricardo Piglia, y el libro intocado de Julio Cortázar. Cada uno de los planos, dibujados con tiza en el pizarrón, sobre el tiempo subjetivo de Saer. Casi podemos verla. Pasada de rosca, escudriñando cada libro para que diga la buena nueva como si fuera un oráculo. Al lugar común, como a Seguro, se lo llevaron preso.

—Lo que estudiaba para dar esas clases no lo volví a estudiar en mi vida. Lo que tenía en la cabeza era que en cada cuatrimestre, cada unidad, terminara con un escritor contemporáneo. Tiene que arrancar con [Leopoldo] Lugones, tiene que seguir con [Oliverio] Girondo, tiene que tener a Borges. Con esos escritores se aprende mucho de literatura. Un núcleo duro en el cual también estaba [Leopoldo] Marechal, que yo no daba nunca, porque quedaba del otro lado de la cátedra: en manos de los JTP y los ayudantes. Vos me dirás: ¿por qué Lugones? Porque es la inauguración del modernismo, no solamente como escuela literaria, sino también como época. Además, era periodista, editorialista de La Nación y poeta. Después podemos hablar de sus ideas…

—Claro. Incluso, es útil para trabajar en contra.

—¡Es para trabajar en contra!

—Siempre entendí que Daneri, el personaje de «El Aleph», era una tomada de pelo a Lugones.

—Sí, hay algo de eso. Borges tiene una relación que necesita romper con eso. No necesita romper con Girondo, porque, además de contemporáneo, pertenece a una vanguardia que Borges conoce bien y que no le interesa. Con lo que no te interesa no tenés que romper. Pero con el poeta de la patria tenés que romper. Una escritura lisa para oponerse a la escritura floreada de Lugones. Esa ruptura es necesaria, así como quizás esté llegando el momento de que se produzca una ruptura con lo que Borges trajo a la literatura argentina. La literatura es continuidad y conflicto.

—Justamente Saer, que es uno de los escritores clave de tus clases, se escapa de Borges.

—Por un lado. Por otro lado, formaba parte de una especie de partido estético literario que funcionaba en Punto de Vista. Ahí adhería gente muy joven que no llegó a colaborar en Punto de Vista, pero que eran nuestros interlocutores, como Martín Prieto, y gente que es bastante más grande que nosotros, como Prieto padre. Además, Saer era muy importante para introducir a un poeta completamente innovador en esos tiempos, que era Juan L. Ortiz. La idea, como te decía, era terminar con escritores contemporáneos. Había programas que terminaban con Dani Guebel. Cuando yo era estudiante no se llegaba jamás a lo contemporáneo, no se llegaba a esa literatura. Y poco Borges, además. Se pensaba que era demasiado difícil para enseñarlo. Como estudiante no tuve a Enrique Pezzoni, que daba clases en el profesorado. Me tocaron los más tradicionales, que empezaron a tener sus cátedras en el 55.

—Tomaste la cátedra en el 83. ¿Con qué panorama te encontraste?

—Por entonces, Pezzoni arrancó a dirigir la carrera de Letras. Carlos Gamerro –que entonces era estudiante– y yo formábamos algo así como un comité con valor institucional, así que muy rápidamente hicimos una serie de modificaciones para que entraran a funcionar en el primer cuatrimestre. Ya en marzo del 84 Gamerro y yo tomamos una medida que casi fue una imposición a Pezzoni: liquidar a los griegos y a los latinos. Medida que mereció una nota condenatoria de Borges en el diario Clarín.

—Me imagino que la habrás recortado.

—No la tengo. No guardo nada. Solo tengo la vergüenza que me dura hasta hoy. No siento orgullo, porque me di cuenta rápidamente de que a esa cátedra de Literatura Argentina venía a cursar mucha gente que era de Lenguas Clásicas y ellos podían percibir cosas que los de Lengua Moderna no podían. Así que Borges tenía razón. Quizás no había que tener ocho cuatrimestres de lenguas clásicas, pero tampoco hacer la liquidación que hicimos nosotros.

—¿Cómo era el ámbito anímico en el que se preparaban estas clases?

—De gran entusiasmo, pero, al mismo tiempo, con cierto temor por lo que teníamos que encarar. Yo había terminado la facultad y era ayudante de primera categoría. Punto. En el 66 me había ido y no había vuelto nunca más. Habían pasado 18 años. Cuando volví, regresé a un mundo del que me había retirado como alumna. Una alumna mediocre, de siete puntos, siete y medio. Era un ambiente muy desmesurado. Pezzoni, que era muy compañero, pero también un tipo con jerarquía intelectual, me acompañó hasta la puerta y prácticamente me empujó adentro del aula. Ahí, por suerte, estaba la gente de la cual rápidamente me hice amiga.

—Es casi divertido el grado de escudriñamiento que hacés sobre Cicatrices, la novela de iniciación de Saer. ¿Qué te proponías?

—La verdad, no lo sé… Convencerlos de algo. ¡Entusiasmarlos! Transmitirles eso mismo que a mí me entusiasmaba, porque para mí era novedoso y para ellos también. Después de todo, es una novela de jóvenes, de juventud y de espacio.

—Una cosa es la clase: el artefacto retórico que armabas para entusiasmar o lo que fuera. Pero, a la distancia, ¿qué pensás que te cautivó emocionalmente de Saer?

—La perfección formal. Nadie nada nunca, ¿cómo se puede escribir así? Como se corta un salame, como se prepara un asado. Esa percepción formal que termina teniendo efectos reales, pero que no es realista. Tener efectos de realidad sin ser realista. Además, es una perfección nueva. No parece una versión más intelectual de [Roberto] Arlt. Es una perfección formal, que era nueva en la literatura argentina. El tiempo y la extensión de escritura que Saer se toma para la descripción son nuevos en la literatura argentina. Eso nuevo es lo que una anda buscando hasta hoy. Los libros me impactan porque hay algo nuevo en ellos.

—En cuanto al ejercicio crítico, ¿conviene deslindar la emoción?

—La emoción es un impulso, el entusiasmo porque noto algo nuevo. Ese es el impulso: hay que poner las manos en el teclado. La crítica no es una escritura de imaginación, sino una escritura que tiene una relación más estrecha con su referente, que es otro cuerpo literario. Pero es una escritura. Y la escritura, de lo que sea, es el momento en el que la emoción ha sido puesta en sus límites. En límites que la permitan.

NO HAY TWITTER QUE VALGA

Como la humedad, la crítica no se detiene. En el medio del murmullo de Los 36 Billares, Sarlo pregunta por esa autora nueva que estoy leyendo y se demora unos segundos con la pluma en el aire sobre las páginas de cortesía de su propio libro. Te regalo un gerundio, dice. Aunque acaba de cumplir 80 años, entra y sale de los bares porteños con la agenda cargada de un millennial y se resiste a perder esa clase de elegancia que trasciende el mero outfit. Así, en lugar de decir que se vende humo en las redes sociales, prefiere deslizar que «abunda cierta gestualidad». Si no sabemos dónde termina la crítica, ¿podemos calcular dónde empieza?

Hija única de una familia pequeñoburguesa, Beatriz Ercilia Sarlo Sabajanes nació en marzo de 1942, tensada entre el influjo de un padre abogado y juez (rabiosamente antiperonista) y el aura docente de sus tías. En 1959 se inscribió en la carrera de Letras de la UBA y para mediados de los sesenta ya estaba metida hasta las cejas en el efervescente circuito cultural de esa década, espiando a través de la ranura del Di Tella y pendulando entre Eudeba y el Centro Editor de América Latina, agazapada en el túnel secreto y subterráneo que conectaba a la izquierda peronista con el maoísmo. Así, en medio de ese tránsito, cambió el signo de la época y se incorporó como una polizona en el consejo de redacción de Los Libros. Menos que una revista, una trinchera.

—Unos meses atrás leí la crítica durísima que César Aira escribió sobre Respiración artificial en 1981. Hace poco, alguien compartió una reseña implacable de Néstor Sánchez sobre Pantalones azules, de Sara Gallardo. Hoy, ¿hay lugar para esa especie de crítica?

—Es muy difícil hacerlo sola. Si no hay un frente estético, al menos con cierto acuerdo en el desacuerdo, no es posible esa discusión. Un frente estético con otra perspectiva, de alguna manera, puede empujar la escritura hacia un lado. Entonces, a tener que escribir una crítica como esas, ahora una prefiere dejar de escribirlas. Yo tengo mi regla de las cuatro páginas: leo cuatro páginas y ya con el nivel de lectura que tengo veo si puede llegar a interesarme.

—Escribir en contra te ha costado algunas relaciones. ¿Algún escritor se toma bien que escriban en su contra?

—No. A la mínima discusión, me ha pasado que viene y me explica qué es lo que quiso decir. No hay forma. Quizás porque el universo crítico es muy reducido y hay poca palabra autorizada. Tampoco me preocupa. Yo todo el tiempo asisto a la escena de Twitter en la que alguien me dice que puedo morirme.

—Casi en simultáneo, a veces juntos, pero con distintos enfoques, el otro que estuvo haciendo un trabajo similar sobre el canon fue Piglia. ¿Cómo te llevabas con él?

—Estuvimos juntos en dos revistas: Los Libros y Punto de Vista. Tuvimos una época de amistad, que fue en Punto de Vista, durante los primeros años de la dictadura. Estábamos juntos. Entonces, con Teresa Gramuglio y Carlos Altamarino decidimos hacer la revista con la ayuda de la Vanguardia Comunista, cosa que Piglia no reconoció nunca públicamente. Yo me llevaba mucho mejor con el partido del que supuestamente recibía influencia Piglia que el propio Piglia. Después ya no nos llevábamos bien del todo, pero no por cuestiones literarias, sino políticas. Era muy difícil que a mí me gustara un libro que Piglia aborreciera. Y viceversa.

—Esas diferencias no empañaron tu lectura de la obra de Piglia. En estas clases hablás maravillas del «Homenaje a Roberto Arlt».

—Los cuentos me gustaron mucho siempre. Respiración artificial, menos. Equivocada o no, una arma su pequeña biblioteca de libros preferidos.

—No hay poesía en estas clases, pero en los Escritos de Literatura Argentina es muy sentido el texto sobre Juana Bignozzi.

—Fuimos muy amigas. Juana era una lectora extraordinaria y me inició en la poesía. Como regalo de un viaje a Montevideo, me trajo una foto en colores y un libro de Mao Tse Tung. Y no es que ella fuera maoísta. Era una dandi. A fines de los sesenta todos éramos bastante pobres, pero ella podía caer en mi casa a la hora de la cena y traer un ramo de flores en lugar de una pizza. Eso puede ser solo un estilo, pero era una tipa cultísima. Y se burlaba un poco de mi inclinación a la teoría y la crítica.

—¿Te verdugueaba?

—¡A todo el mundo! [Risas.]

—En las clases no hablás mucho de poesía. Elvio Gandolfo me decía que muchos críticos tienen una relación de aversión con la poesía.

—No. Con nada que esté impreso tengo una relación de aversión. En este libro, por ejemplo, no entraron las clases de Juanele, que vinieron después. Vos fijate que en Punto de Vista hacíamos un poeta por número. Por entonces, además, yo estaba muy cerca del Diario de Poesía. En ese momento tenía una gran relación con [Daniel] Samoilovich.

—Entonces Juanele no era un clásico. Tampoco nos extraña ahora que Seix Barral se encuentre en plena reedición de la obra completa de Puig, pero cuando dabas estas clases era un escritor al margen de todo. Ahora podemos ver casi una familia con Aira, Copi…

—Copi no. Además de ser un contemporáneo, tiene una desnudez que Puig no tiene. Puig es fácil, no desnudo. Si no estás acostumbrado a leer algún texto de vanguardia, Copi no te va a dejar entrar nunca. Puig crea un espacio para vos. En Copi te lo tenés que construir, llevar tu palita y armar tu lugar. Me interesa Copi.

—Ese desplazamiento del que hablamos parece acercarse al Nobel. Desde hace algunos años, a pesar de no escribir la literatura arquetípica del premio, Aira parece muy cerca de ganarlo. ¿Por qué?

—Pero escuchame, ¿no se lo ganó Jelinek? Tampoco tenés que ser Valéry para ganarlo. Aira es un escritor de una enorme destreza. Es el escritor más diestro en la Argentina al día de hoy. Pero seguramente para el Nobel le faltan algunos toques. El toque político, latinoamericano… ¡Si no, no te explicás por qué [Gabriel] García Márquez se lo ganó!

—La hipótesis más aceptada es que Borges no fue elegido porque trabajaba con otro nivel de orfebrería.

—A Borges no lo iban a elegir jamás porque no era literatura para el Nobel, pero también porque es muy difícil que el Nobel elija a un reaccionario, y Borges era profundamente reaccionario. Esa es mi hipótesis. Estaba el Borges que escribía ficciones y estaba el Borges que decía que los militares eran caballeros y tomaba el té con la mamá. Eso no es poca ficción. Quizás para nosotros no se pueden tocar, pero ellos gestionan una institución. Mirá si a la hora de dar el discurso se largaba con algo así… Tenía que ser alguien democrático, como [José] Donoso. Todos los años que se hablaba de Borges como ganador del Nobel, yo juraba que no se lo iban a dar. Si hubiera apostado, me habría llenado de plata. [Risas.]

—Buena parte de los escritores más prestigiosos de la literatura rioplatense practicaron los géneros menores, pero nunca fueron escritores de género. En el último tiempo, sin embargo, aparecieron escritores más decididos a trabajar sobre el género. ¿Se ha desplazado la idea de alta y baja literatura?

—Bueno, el primero que la desplazó fue Walsh. No estamos descubriendo algo.

—Pero Walsh no se quedó en el policial, ni siquiera en la crónica periodística. Sin embargo, autores como Mariana Enríquez y Luciano Lamberti parecen decididos a trabajar sobre un género.

—¡Lamberti es un gótico! Trabaja en el gótico, pero con una especie de lisura en la escritura que solamente pertenece a esta zona del siglo XXI. No es un gótico restallante desde el punto de vista de la adjetivación, de la construcción de la frase, de los enfrentamientos verbales. Lo que hace es un desfasaje entre las instancias del género como un gótico de la violencia y una escritura completamente lisa y sin grandes ademanes. No creo que se convierta en un best seller de terror, pero no es eso lo que pongo en crisis: solo lo describo en la manera que tiene que ser descrito. El que pasa por alto eso pasa por alto a Lamberti. Y, justamente, cuando un escritor puede manejar esas contradicciones internas, se vuelve interesante.

—En una entrevista para este mismo medio, Lamberti celebró tu lectura de su obra. ¿Qué te produce que, a esta altura de tu vida, autores que son mucho más jóvenes y quizás tengan otra perspectiva política valoren tu manera de hacer crítica?

—Por supuesto que me alegra, pero siempre ando sola y sé que otras lecturas mías no han sido valoradas. Hay autores que no se sienten valorados o, incluso, se sienten subleídos por mí.

—En ese sentido, ¿hay que hacerse una armadura para sobrevivir?

—Sin duda. Hay que soportar que digan que soy una vieja analfabeta. Hay que soportar que alguien, en algún lugar de Twitter, se pregunte si Sarlo escribió algún libro. En ese sentido, quienes escribimos bajo la dictadura aprendimos muchas cosas. Para mí, por lo menos, la dictadura fue un momento de mucho aprendizaje. No me podía afectar nada de afuera, porque si me afectaba algo de afuera, perdía, caía. Recuerdo una anécdota. Una vez llamé a la casa de mi familia y en la charla me dijeron: «Ah, pero entonces el señor que vino a buscarte tenía razón cuando me decía que eras comunista». Le pregunté si le había dado algo mío. «Sí –me respondió–, le di tu foto.» Quiero decir: viví un tiempo en la clandestinidad, viví guarecida en la casa de una gran crítica de la literatura. En cualquier momento me podían encarcelar. En cualquier momento me podían matar. ¿Sabés qué? Después de eso, ya no hay Twitter que valga.

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