“En la defensa de los ríos y de las tierras nos va la vida a los pobres”, decía Silvino Zapata. El 15 de octubre pasado, dos pistoleros se le acercaron por detrás cuando estaba cerrando un comercio de su propiedad y lo acribillaron a balazos, en Omoa, en la zona norte del país. Zapata vivía amenazado, pero decía que en Honduras llegar vivo a su edad habiendo sido un luchador ya era un privilegio. “No hay duda alguna de que se trata de uno más de los asesinatos selectivos que tienen lugar en este país desde hace años”, comentó entonces Bertha Oliva, presidenta del Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras (COFADEH). Zapata no tenía el ascendente ni la fama de una Berta Cáceres, la dirigente indígena lenca, feminista, ecologista, fundadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, asesinada a balazos en su casa hace justo dos años, en marzo de 2016, pero “combatían por las mismas causas”, dijo Oliva. A Cáceres la mataron, todo lo hace suponer, por su oposición al proyecto Agua Zarca, de construcción de una represa hidroeléctrica en tierra lenca, que arrasaría con la producción local. A Zapata, por oponerse a un proyecto similar y por exigir la aplicación de una sentencia de 2014 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que reclamó al Estado hondureño la devolución a los garífunas de tierras oficialmente reconocidas como ancestrales y que les fueron arrebatadas para ser entregadas a “desconocidos”, es decir, empresarios. “Si hemos preservado nuestros bosques, ¿por qué no manejarlos nosotros?”, se podía leer en una pancarta de la comunidad garífuna el día del entierro de Zapata.
Al parecer, los asesinos de Zapata fueron identificados, pero siguen libres. Hubo algunos detenidos por el asesinato de Cáceres, pero sus autores intelectuales no han sido molestados. Hay sospechas de implicancia en el crimen de ejecutivos de la empresa DESA, a cargo del proyecto Agua Zarca, que contaba con financiación del Banco Mundial y bancos estadounidenses y europeos. También de militares. Lo mismo sucede en el caso de Zapata: se sospecha de militares, de empresarios. “Los escuadrones de la muerte nunca dejaron de existir en Honduras, pero el golpe contra Manuel Zelaya, en 2009, y todo lo que siguió después les dio alas”, sostiene Oliva.
Desde entonces, la ONG Global Witness lleva contabilizados 120 asesinatos de “activistas ambientales” hondureños, aunque es consciente de que seguramente son muchos más. La asociación difundió el año pasado un informe (“Honduras, el sitio más peligroso para defender el planeta”) que da cuenta de complicidades cruzadas entre empresarios, militares, gobernantes, instituciones multilaterales, gobiernos extranjeros (en especial el de Estados Unidos) en la represión o el combate a los ambientalistas.
“La corrupción reinante en el país implica, además, que los activistas pueden ser asesinados con total impunidad”, dice Global Witness, que cita decenas de casos de asesinatos de militantes sociales, como el de Francisco Martínez Márquez, integrante del movimiento indígena lenca MILPAH, acribillado y desmembrado en enero de 2015 por resistir al proyecto de represa hidroeléctrica Los Encinos. O los de los jóvenes agricultores Allan Martínez y Manuel Milla, o el de José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unido Campesino del Aguán (MUCA), muerto a balazos el 18 de octubre de 2016.
Global Witness denuncia, por otro lado, la criminalización de los resistentes hondureños, acusados de “obstruir el desarrollo” o de “actos terroristas” y llevados ante los tribunales. También son objeto de amenazas constantes y de campañas de difamación, sobre todo en las redes sociales, vinculándolos con narcotraficantes o pandillas. “El mejor ambientalista es el ambientalista muerto”, decía un escrito sin firma dejado en el lugar en que fue ejecutado otro militante del MUCA.
Con los gobiernos de Estados Unidos, el informe de Global Witness es particularmente duro. Es estadounidense la mayor parte de las empresas involucradas en la contratación de pistoleros que matan a los dirigentes sociales, es estadounidense la mayor parte de los bancos que financian esos proyectos y estadounidense el dinero que asegura el funcionamiento de las fuerzas armadas hondureñas. En setiembre de 2016, cuando en la Casa Blanca todavía estaba el demócrata Barack Obama, el Departamento de Estado certificó que Honduras cumplía con todos “los estándares en derechos humanos” exigidos para recibir asistencia de Washington. Un año después, ya bajo la administración del republicano Donald Trump, Estados Unidos dio su bendición al gobierno de Juan Orlando Hernández, acusado urbi et orbi de fraude masivo en las elecciones. La represión de la resistencia callejera a esas maniobras, que condujeron a la reelección de Hernández, arrojó al menos 30 muertes y un mayor apriete del torniquete a los movimientos sociales en las zonas rurales. “Se han reactivado los escuadrones de la muerte, vivimos una situación igual o peor a la de los años ochenta”, denunció semanas atrás el defensor de derechos humanos e integrante de la Coalición contra la Impunidad Tomás Zambrano.