El miércoles 27 de junio fue el último día de las campañas electorales. Y si los vaticinios de las encuestas resultan ciertos, podría suceder que en México, a partir del próximo domingo, las estructuras y las relaciones de poder se pongan “patas pa’arriba”.
Se ha llegado al final de un proceso electoral muy polarizado y desgastante, y se respira una extraña sensación de fin de ciclo. Por distintas razones, partidarios y enemigos de Andrés Manuel López Obrador han visto que si él gana podría producirse una ruptura. Un cambio de régimen.
Por más de tres lustros, millones de personas han visto en él una alternativa de cambio. Una inmensa mayoría de la población está harta de lo que pasa y culpa de sus males a un “sistema” del que López Obrador no formaría parte. Sin embargo, no hay nada en su proyecto alternativo de nación que implique una ruptura estructural con el actual sistema de dominación. Su programa es recuperar por la vía electoral al Estado, refundarlo, democratizarlo y convertirlo en promotor del desarrollo económico, político y social.
Su programa centrista de corte nacionalista pone el acento en la austeridad de una forma que lo acerca a la ortodoxia, y establece un compromiso claro de mantener el equilibrio macroeconómico, preservar la autonomía del Banco de México y mantener el tipo de cambio flexible. Nada, pues, que inquiete a “los mercados”.
Además, las posibilidades de un cambio del modelo económico parecen ser nulas. Desde 1994-96 se han aprobado una serie de candados legales que blindan jurídicamente al proyecto neoliberal. Por lo que será muy difícil transitar hacia una ruta distinta a la del “consenso de Washington”.
La narrativa central de su campaña puso énfasis en separar el poder económico del poder político. Y eso lo llevó a enfrentarse con el hombre más rico de México, Carlos Slim, y con las 40 familias que integran el Consejo Mexicano de Negocios, los megamillonarios de la lista de Forbes.
López Obrador ha insistido en la centralidad de la lucha contra la corrupción, pero se ha retractado de su propuesta original de erradicar el modelo neoliberal. Durante su campaña ha tenido que pactar su programa inicial. Por lo que su perspectiva de cambio implica leves reformas. No obstante, aunque no haya una ruptura de fondo con el modelo de desarrollo de los últimos 30 años, eso no significa que su proyecto sea una mera continuidad del actual. Para una población pauperizada por tres decenios de neoliberalismo, leves reformas podrían ser reformas mayúsculas. Es decir, de ganar López Obrador habrá cambios, pero lo central se conservará.
Los cambios que ha dibujado durante la campaña tienen que ver con la revisión de los contratos de obra pública y las concesiones gubernamentales al sector privado, que según el historiador Lorenzo Meyer son, en México, el corazón de la política. En particular, su duro enfrentamiento con Carlos Slim y un grupo de empresarios a los que definió como una “minoría rapaz” tuvo que ver con su intención de revisar los contratos de construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y las concesiones gubernamentales para la explotación de campos petroleros y en el sector minero.
Y en esas cuestiones, de persistir en su empeño y por más voluntad política que tenga para modificar el modelo, se encontrará con un complejo entramado jurídico construido desde las dos cámaras legislativas, la Suprema Corte de la Nación, los organismos reguladores de la economía, los tratados de libre comercio y lo que ha dado en llamarse un “nuevo derecho pro empresarial”, erigido para proporcionar garantías a las inversiones extranjeras. Es decir, construido para beneficiar los intereses de las grandes empresas trasnacionales y eludir las facultades regulatorias del Estado.
No obstante, en México la presidencia de la República encierra potencias simbólicas insospechadas. Una suerte de carisma institucional. Como dice Ilán Semo, no importa quién la ocupe. Incluso a un inepto (pensemos en Vicente Fox), el cargo le trasmite un aura: es “el presidente”. Y si quien lo ocupa sabe qué hacer con él, su fuerza puede devenir incalculable. Así, en una situación de crisis podría convertirse no en una referencia del Estado, sino en “su” referente. Los más preocupados por la opción López Obrador lo saben muy bien. Nada hay en el Morena que apunte a un cambio sustancial de régimen; pero tampoco que vaya en dirección opuesta.