La herencia proteica del neorrealismo sigue dando dignos herederos en Italia y el incombustible Roberto Saviano continúa proporcionando historias y personajes, reales o ficticios pero siempre muy posibles, para denunciar las distintas encarnaciones de la mafia y su estrecha relación con el mundo capitalista del que es una inevitable floración. Saviano –que desde la publicación de Gomorra, en 2006, vive con protección policial– es el autor del guion, junto con el director Claudio Giovannesi y Maurizio Braucci, de esta película basada en su novela homónima. La paranza dei bambini –paranza refiere, al parecer, a los peces pequeños que caen en las redes atraídos por las luces– se traslada a un barrio popular de Nápoles para asistir al nacimiento y afirmación de una banda delictiva de quinceañeros, liderados por Nicola (Francesco Di Napoli), chicos con nombres como “Lollipop”, “Biscottino” o “Tyson”. Son adolescentes sin escuela y sin padres –no se ve a ninguno en toda la película–, aunque Nicola sí tiene una madre, muy joven, que cuando su hijo comienza a traer plata a casa no parece preocuparse por el origen de ese dinero. Son adolescentes a los que les gusta lo que a todos los de su edad: championes y camisetas “de marca”, motos poderosas, las muchachas más lindas, lugares nocturnos caros, y no tienen intenciones de resignarse a vivir con la ñata contra el vidrio. Precisamente Nicola comienza a decidir su futuro cuando no puede entrar a uno de esos sitios, adonde sí entró la chica que le gusta, porque una mesa allí cuesta 500 euros. Hijos de la escasez, se deslumbran y entran como si fuera a Disneylandia al hogar cargado de objetos suntuosos –y de dudoso gusto, pero es lo que menos importa– del capo del lugar.
La película sigue el sinuoso trayecto de estos mocosos que empiezan como aprendices de los mafiosos grandes, vendiendo droga por cuenta del que comanda el barrio y escalando en posiciones y en violencia una vez que aquel es arrestado durante un operativo policial realizado en una boda. (Hay que ver cómo respetan los mafiosos la pompa de estas ceremonias; todo capo que se precie es, sin duda, un patriarca en toda ley.) La puesta en escena de Giovannesi hace honor al material literario-social de Saviano. Su película tiene nervio, y una sensibilidad atenta a los detalles menores y mayores que consigue retratar con vívida potencia el clima exterior y los sentimientos, es decir, la calle y sus duros datos, y también la subjetividad movediza y carnal de sus personajes. Aunque lleguen a disparar impávidamente sobre sus rivales, estos cachorros de mafioso no dejan de aparecer todo el tiempo como eso, cachorros. Son leales entre sí y con su gente, hacen bromas tontas, se ríen mucho, sus gestos de decisión son absolutos –el debutante Francesco Di Napoli tiene un rostro y físico a la altura de su papel, y los usa muy bien–, y a diferencia de sus antecesores en estas lides, el ocultamiento y el secreto no son lo suyo, y las selfies y las redes donde publicarlas les son imprescindibles. Con nula prudencia, aprenden a cargar armas mirando videos de Youtube –un capítulo aparte sería la prudencia de Youtube en publicar esas cosas–; todo parece un juego y de alguna manera lo es, pese a que en esos juegos puede irles la vida, y a que las consecuencias llegarán indefectiblemente.
En las antípodas de este cine nervioso y vital, se ubica Estaba en casa, pero… de la alemana Angela Schanelec. Una maniática y hierática puesta en escena, con eternos planos quietos donde se puede mirar a una mujer durmiendo, o a un perro y un burro, o a una niña esperando al costado de una piscina, entre otros asuntos, enlaza –es un decir– las angustias y cóleras de una madre de dos hijos con el también hierático ensayo de Hamlet por un grupo liceal. Probablemente planteada como estudio de las posibilidades y límites de la imagen, es la típica película ahuyentapúblicos –algo que apreciaría con unción Godard– y que suele despertar entusiasmo en los festivales y en unos cuantos críticos.