Cuando se habla de inserción internacional a veces pareciera que los fines están dados, y que lo que está en discusión son sólo los medios. La inserción internacional sería “buena” cuando logra un creciente acceso a mercados y el valor de las exportaciones aumenta a buen ritmo, lo que en una pequeña economía abierta como la nuestra redunda en crecimiento del producto y en un mayor espacio fiscal para políticas sociales e inversión pública. Así las cosas, se trataría apenas de evaluar comparativamente distintos instrumentos –integración regional (Mercosur), tratados de libre comercio (Tlc) bilaterales, acuerdos multilaterales (como Tpp y Tisa)– desde la perspectiva de su capacidad para dar acceso a mercados al menor costo posible.
El problema es que la inserción internacional del país es bastante más que eso: es la proyección hacia afuera de la estrategia nacional de desarrollo. Y como una estrategia de desarrollo debe proponerse más objetivos que hacer crecer el Pbi y aumentar el nivel y la calidad del gasto público (todas cosas importantes y necesarias), la inserción internacional tiene que ir más allá del simple mandato de “exportar más”. Si la apuesta es a un desarrollo productivo con cambio estructural, partiendo de nuestras tradicionales ventajas comparativas, para superarlas, entonces las alternativas de la política de inserción internacional deben evaluarse bajo otras luces: ¿nos permiten promover la producción en nuevos sectores?, ¿nos impulsan a incorporar más conocimiento en los sectores tradicionales?, ¿crean oportunidades para fortalecer capacidades en áreas consideradas estratégicas?, ¿dan lugar a procesos de aprendizaje que permitan mejorar nuestra posición en las cadenas internacionales de valor?, ¿cómo afectan la presión sobre nuestros recursos naturales y la sustentabilidad de nuestro crecimiento en el mediano y largo plazo?
¿HAY VIDA MÁS ALLÁ DE LOS TLC? Ampliar la mirada sobre nuestra inserción internacional implica pensarla más allá de un breve menú de opciones excluyentes y predeterminadas. Por ejemplo, en las relaciones bilaterales, un Tlc no tiene por qué ser un objetivo “por defecto”, ni firmar uno constituye necesariamente un logro en sí mismo. Uno de los peores legados del debate en torno a un Tlc con Estados Unidos en el primer gobierno del Frente Amplio fue que se instaló cierta obsesión con esa modalidad específica de acuerdo. La imagen del tren que sólo pasa una vez es elocuente: pareciera que no hubiera otros medios de transporte o trenes con otros destinos. En la pluralidad de acuerdos y vínculos comerciales posibles, un Tlc de nueva generación (que involucra no sólo la liberalización esencial del intercambio sino también otros capítulos, como servicios profesionales y compras gubernamentales) es, si lo despojamos de su ropaje mediático, apenas una de las opciones posibles. Quizás el mayor beneficio del Tlc firmado recientemente con Chile (un país con el cual nuestro intercambio comercial es reducido y ya estaba liberalizado en gran medida por acuerdos previos) sea precisamente haber comprobado lo complejo que resulta abordar una negociación de estas características, por la diversidad de sectores que incorpora y la constelación de intereses que afecta. Esto quedará todavía más claro cuando próximamente el Parlamento discuta su aprobación. En todo caso nos sugiere cautela frente a una agenda de política exterior que parece orientarse apresuradamente hacia abrir nuevas negociaciones tendientes a establecer Tlc con Perú, Colombia, y –aquí vale la pena detenerse– incluso con China.
Antes de discutir posibles acuerdos con China tendríamos que definir qué esperamos de nuestras relaciones económicas con ese país-continente. China es hoy nuestro principal socio comercial, con el que tenemos una lógica de intercambio típicamente centro-periferia: alimentos (soja y carne) y materias primas (celulosa y lana) a cambio de maquinaria y manufacturas. Negociar con China (bilateral o multilateralmente) debería servirnos para relanzar ese vínculo e incorporar otras dimensiones: ¿cuáles son?, ¿nos interesa, por ejemplo, ser la plataforma logística de China en el Cono Sur? Aun suponiendo que Brasil y Argentina lo permitieran (cosa difícil de imaginar), ¿sería esa una alternativa conducente a un desarrollo económico sostenible? O, una pregunta de historiador: ¿alcanzará una reedición bajo la égida china de la ecuación pradera-frontera-puerto para sostener por décadas el aumento de los niveles de ingreso de los uruguayos y la calidad de vida de las mayorías?
Más que intentar un Tlc con China “a la uruguaya” (que, por obvias razones de escala y peso negociador, sería tan inviable como lo fue con Estados Unidos), la oportunidad es la de estudiar acuerdos alternativos que partan desde la complementariedad comercial que existe pero que no se agoten en su reafirmación, y que no comprometan áreas sensibles para el desarrollo nacional (como la propiedad intelectual o la industria farmacéutica, por ejemplo).
REALISMO Y REGIONALISMO. A pesar de la recesión y el estancamiento de los socios mayores, del escepticismo de sus nuevos gobiernos, y las dificultades de financiamiento de la ya de por sí limitada institucionalidad del bloque, el Mercosur difícilmente desaparezca, porque Argentina y Brasil se necesitan, y Uruguay deberá seguir allí porque los necesita a ambos. Después de todo, Uruguay no entró al Mercosur por un ideal romántico de integración latinoamericana sino por realismo político, y tiene que seguir participando por la misma razón. En términos de intercambio comercial, Argentina y Brasil son importantes cuantitativamente (son destino de en torno al 20 por ciento de nuestras exportaciones) y fundamentales cualitativamente, porque constituyen la principal demanda externa para algunas industrias relevantes (autopartes y lácteos, por ejemplo).
También aquí lo que queramos de la integración regional dependerá de nuestra estrategia de desarrollo: ¿qué vamos a priorizar en un Mercosur de mínima como el que se viene?, ¿nos basta con mantener vigente el régimen de admisión temporaria para sostener el acceso a la región de nuestras exportaciones industriales con insumos importados?, ¿estamos dispuestos a abandonar definitivamente la posibilidad de negociar como bloque con terceros?
El acercamiento a la Alianza del Pacífico también debería evaluarse con la estrategia de desarrollo en una mano y la calculadora en la otra. Nuestro comercio con los países de ese bloque está en gran medida liberalizado (por acuerdos de complementación económica en el marco del Mercosur, o por los Tlc en el caso de México y próximamente Chile), con lo cual no ganaríamos mucho en términos de acceso a sus mercados. Tampoco parece claro que sea una buena plataforma para negociar con economías de fuera de la región: a diferencia del Mercosur, la Alianza del Pacífico no ha logrado suscribir un solo acuerdo comercial negociado como bloque con terceros países (a pesar de contar con decenas de países participando en calidad de “observadores”). Por otra parte, es difícil pensarla como una alternativa al Mercosur, porque esa alianza no es un proceso de integración regional stricto sensu, sino más bien un bloque comercial sin una institucionalidad separada de la de sus estados miembros. Se trataría no sólo de cambiar el Atlántico por el Pacífico, sino de elegir otro modelo de regionalismo.
En definitiva, la discusión sobre nuestra inserción internacional será sólo tan rica como lo sea el debate sobre nuestro modelo de desarrollo. Antes de elegir entre alternativas en disputa tendríamos que discutir qué queremos de nuestra inserción internacional. Debates así no tienen fecha ni hora de finalización, ni se saldan de una vez y para siempre. Pero elegir entre alternativas aparentemente excluyentes sin pensar en las preguntas más profundas sobre nuestro modelo de desarrollo es como poner la carreta delante de los bueyes, o subirse a trenes sin saber bien a dónde van.
* Magíster en historia económica por Udelar y en historia económica y social por la Universidad de Cambridge.