La formación de los docentes en Uruguay se ha sostenido tradicionalmente sobre tres pilares: los conocimientos específicos de la disciplina que el futuro docente, llegado el caso, impartirá (física, matemática, literatura, filosofía, etcétera); los conocimientos de las ciencias de la educación (historia de la educación, filosofía de la educación, pedagogía, etcétera), y los conocimientos didácticos. En principio, se trata de algo razonable. Con variaciones, el esquema se repite más o menos en todas partes del mundo.
Una opinión bastante impopular, pero que considero correcta, es que este sistema apoyado en tres patas tiene tres problemas importantes; al menos, en el caso uruguayo. El primero es que la formación específica es notoriamente escasa, insuficiente. El segundo es la sobrecarga de horas presenciales, de aula y de práctica, que sufren los estudiantes. El tercero es la redundancia y la superposición de contenidos curriculares, cosa que ocurre, sobre todo, en el caso de las asignaturas de ciencias de la educación (el tronco común de toda la formación de los docentes del país).
Quienes pensamos que estos son tres problemas graves creemos que urge llevar a cabo una reforma que aumente la formación específica, al tiempo que recorte y racionalice (evitando repeticiones, superposiciones y redundancias varias) la enorme carga horaria que atañe a la formación general en ciencias de la educación.
La opinión más extendida es, sin embargo, la contraria. La tendencia es agregar asignaturas de formación general, en desmedro de la formación específica. Ese es el camino que creen que hay que seguir las actuales autoridades de la educación; pero es también el camino que creían que había que seguir las autoridades anteriores, y es, presumiblemente, el camino que también van a creer que hay que seguir las autoridades futuras, sea quien sea que gane las elecciones.
Este amplísimo consenso no abarca solo a las autoridades políticas de la educación: es compartido también por los sindicatos docentes (y sus representantes en los órganos colegiados de dirección educativa), los presuntos especialistas en educación –nacionales y extranjeros– y, en general, por casi todo el mundo. Decir que habría que revisar el peso relativo de cada una de esas tres patas en la formación de los docentes uruguayos porque hay una de ellas (la formación específica) que es notoriamente más importante que las otras dos es, más o menos, como pararse en el medio de la basílica de San Pedro a gritar que Dios es una única persona y que el Hijo y el Espíritu Santo no son Dios.
Un docente, según el consenso dominante, es alguien que sabe enseñar: no que sabe enseñar esto o aquello, sino que sabe enseñar, a secas; un licenciado en pedagogía (como pronto reconocerá el Ministerio de Educación y Cultura) con una mención en esto o aquello (matemática, filosofía, historia, biología; lo que sea). La formación de los docentes, desde esta perspectiva, consiste fundamentalmente no en aprender estos o aquellos contenidos disciplinarios, sino, sobre todo, en aprender a enseñar.
CONTRA LA CONCEPCIÓN ESTABLECIDA
Contra el consenso ampliamente dominante, algunos pensamos que la enseñanza se parece a tocar el piano o a jugar al tenis, no a construir un puente ni a mandar un cohete a la Luna. Existen las ciencias de la educación, desde luego, pero la enseñanza no es una pedagogía aplicada. Existe también la musicología, pero tocar el piano no es musicología aplicada. Un profesor, ante todo y fundamentalmente, es alguien que debe saber de lo que enseña; es por ello que su formación debe estar centrada, sobre todo, en la incorporación de conocimientos disciplinarios, no en la incorporación de conocimientos de las ciencias de la educación. Un profesor no es un licenciado en pedagogía con opción en algo. Nadie se convierte en docente por haber aprendido a enseñar. A enseñar se aprende enseñando, como a tocar el piano se aprende tocando.
Aprender a tocar un instrumento exige atención, dedicación e interés, también algún tipo de talento especial. Aprender a enseñar es igual: exige atención, dedicación e interés, también algún tipo de talento especial. Ciertos conocimientos de historia de la educación, de sociología de la educación, de filosofía de la educación, de psicología de la educación y de pedagogía pueden ayudar, y seguramente ayudan, a enseñar, pero esos conocimientos no transforman a nadie en una persona que sabe enseñar o que ha aprendido a enseñar. Si uno no toca su instrumento, el conocimiento de la historia de la música, la sociología de la música, la filosofía de la música, la psicología de la música y la física de las ondas sonoras no lo va a transformar en un buen ejecutante.
La formación disciplinaria es absolutamente indispensable para los futuros docentes. Y absolutamente nada más lo es. Nada más es indispensable, aunque otras formaciones ciertamente puedan ser útiles. Porque nadie aprende a enseñar. Lo que la gente aprende es matemática, pongamos por caso, y luego enseña matemática. ¿Y qué pasa con aquellos que, según se dice, saben mucho pero no saben enseñar? Unamuno ya observó, hace más de cien años, que no hay gente que sepa mucho pero que no sepa enseñar, sino, en todo caso, gente que sabe mucho pero que no quiere, o no le gusta, o no tiene la paciencia de enseñar.
QUE FLOREZCAN CIEN FLORES
Hay, entonces, dos maneras de encarar el asunto: la de las autoridades educativas pasadas, presentes y, seguramente, también futuras, los sindicatos docentes y los presuntos especialistas en educación (que es la misma en los tres casos), por una parte, y la de algunos pocos locos sueltos, por otra.
La posición minoritaria, no obstante ser muy minoritaria, ha tenido históricamente bastante predicamento en la Universidad de la República. Cada vez que alguna autoridad universitaria habla de la formación de los docentes, los guardianes del dogma trinitario se enojan. Se enojan poco, porque las autoridades universitarias casi no hablan del tema. Sería bueno para el país que se enojaran mucho, muchísimo más seguido.
Como sea, la semana pasada el rector Rodrigo Arim, de forma muy cuidadosa y mesurada, reivindicó en la prensa el derecho de la universidad a proponerse tener su propio programa de formación de docentes. Un programa que podrá estar sujeto o no al dogma trinitario, eso ya se verá. Esperemos que no.
Hace tiempo que los partidarios de la concepción de aprender a enseñar militan por la creación de una universidad pedagógica. Quizás habría que crearla. Pero habría que habilitar también a las universidades no pedagógicas públicas a formar a los docentes bajo esquemas que no necesariamente deban ajustarse a la ortodoxia dominante en la materia. Y que compitan al menos dos maneras de formar a los docentes: la concepción dominante, centrada en las ciencias de la educación, y otra u otras, centradas en las disciplinas. Y que se vean los resultados.
Alguien puede pensar que esa competencia es un lujo que el país no puede darse. Pero no es cierto. El país ya forma recursos humanos razonablemente bien calificados en sus universidades. Vuélquense esos recursos a la docencia, y, luego, veamos quién lo hace mejor. Si resulta que el pensamiento dominante es correcto, los hechos le darán la razón: los egresados de los institutos que se avengan a formar a los docentes de la única manera que se hace hasta ahora serán notoriamente mejores que los demás. Se puede dar, entonces, el experimento por cancelado. Será uno más de los experimentos que no habrán funcionado: como el de darle una computadora a cada niño, que también buscaba mejorar los resultados educativos, pero que, a esos efectos, está comprobado que no sirvió. Ese fue un experimento caro. Este, en cambio, sería muy barato.