El desarrollo abrumador de la ciencia y la tecnología contemporánea han provocado desafíos importantes. Por ejemplo, ¿está bien o está mal la investigación científica en seres humanos sin que exista un consentimiento para ello de los participantes? Hoy el conocimiento se crea para ser vendido, como afirma Jean-François Lyotard en La condición posmoderna, y también constituye una herramienta de dominación. ¿Está bien o está mal que esto ocurra? Las invenciones de hoy alteran antiguos preceptos o concepciones sobre la vida, la muerte y, en ocasiones, provocan desconcierto moral.
Son ejemplos de ello las nuevas formas de la paternidad determinadas por las técnicas de fertilización asistida o los llamados vientres de alquiler. Gametos de seres conocidos o desconocidos son utilizados in vitro para la creación de un nuevo ser que será implantado en una mujer que solo presta su vientre para el desarrollo de alguien que en última instancia se integrará a una familia distinta. Muchos embriones de seres humanos generados en el laboratorio finalmente no son utilizados, son desechados. Desde el punto de vista de las normas morales de nuestra sociedad occidental, con gran influencia cristiana, el «no matarás» es un principio fundamental y se parte de la concepción de que el ser humano comienza en el momento de la fecundación. Desde este punto de vista, si consideramos a los embriones como seres humanos, estas nuevas técnicas, en última instancia, ¿son homicidas? Aquí es necesario, por tanto, definir si los embriones en el laboratorio son seres humanos o no, si tienen conciencia o no, si tienen alma o no, si está bien o está mal su manipulación.
¿Está bien o está mal que una mujer cobre por albergar un embrión para que al nacer sea entregado a quienes le pagaron por ello? ¿Está bien o está mal que se vendan gametos por la excelencia y las características físicas e intelectuales de quienes los proveen? ¿Está bien o está mal que se implanten gametos de un hijo en el vientre de su madre? Estos problemas se resuelven a través de convenciones sociales. La ciencia no puede dar respuestas a preguntas que están en el terreno de la moral.
Más allá del campo de la medicina también hay problemas. ¿Está bien o está mal que se contamine el agua que tomamos por la producción agrícola? ¿Está bien o está mal que la forestación quite espacio para la agropecuaria? ¿Está bien o está mal que la forestación altere los sistemas hídricos? ¿Está bien o está mal que se libere a la atmósfera enorme cantidad de CO2 cuando esto se traduce en el calentamiento global del planeta y probablemente influya en la sequía que nos aqueja?
Estos son solo algunos ejemplos de los problemas que traen aparejadas las nuevas tecnologías en la producción industrial o en la agropecuaria, que provocan cambios en la fauna terrestre o acuática y cambios microbiológicos por la pululación de algas y bacterias. Hemos llegado a un punto de la civilización en que se tomó conciencia por primera vez de que los recursos naturales no son ilimitados y estamos produciendo daños importantes a nuestro hábitat que ponen en riesgo la vida sobre el planeta: basta citar el calentamiento global y sus consecuencias, que ya estamos padeciendo, o el manejo de los desechos de productos tóxicos o radioactivos. Nace así el concepto del derecho de la naturaleza a no ser destruida por los seres humanos. La naturaleza se convierte en sujeto de derecho sobre el cual hay que legislar.
Uno de los impulsores del término bioética, Van Rensselaer Potter, en la década del 70, con su trabajo Bioética: puente hacia el futuro, afirmaba que es necesario dar una orientación ética a las ciencias de la vida y que para ello se debe establecer un puente con las humanidades. Si bien en sus inicios la bioética nace asociada a los problemas vinculados con la salud humana y el ejercicio de la medicina, en el siglo XXI su objeto se amplía a todas aquellas decisiones vinculadas con la vida sobre el planeta.
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En 2005 fue aprobada por unanimidad de los países miembros (incluido Uruguay) la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco. El documento trata de las «cuestiones éticas relacionadas con la medicina, las ciencias de la vida y las tecnologías conexas aplicadas a los seres humanos, teniendo en cuenta sus dimensiones sociales, jurídicas y ambientales». Toma como base la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, y aconseja la creación de comités de ética «independientes, pluridisciplinarios y pluralistas».
En nuestro país se creó, mediante la ley 18.335, de 2008, la Comisión Nacional de Bioética y Calidad asistencial dependiente del Ministerio de Salud Pública para entender los problemas éticos vinculados con la salud humana y la calidad de la asistencia que se brinda en el país. Su primer presidente fue Carlos Gómez Haedo, que en el discurso de toma de posesión, en 2005, ya afirmaba: «Tenemos que incorporar no solo la ética de la salud, una ética más restringida, sino también los conceptos de una ética que invade el concepto de la vida, del medioambiente y una extensión mucho mayor […] la concepción de la bioética es tan amplia que atañe a todos los Parlamentos y sociedades del mundo».
En 2019 Uruguay dio otro gran paso al crear la Comisión Nacional de Ética de la Investigación en Seres Humanos (Decreto 158/019), y las correspondientes comisiones institucionales, para entender en lo relativo a los problemas éticos de la investigación científica, un terreno específico que no se limita solo a la salud.
A su vez, desde hace años se busca la forma de darle al Parlamento uruguayo asesoramiento en cuestiones éticas sobre la base de la creación de un grupo de expertos en la materia: una comisión nacional de bioética que asesore en políticas públicas. Existieron varios intentos. Hoy el tema es retomado por los diputados Luis Gallo (Frente Amplio) y Rodrigo Goñi (Partido Nacional) con un nuevo proyecto de ley destinado a crear una comisión nacional de bioética que colabore con los poderes públicos en las tareas normativas y en la toma de decisiones.
No es fácil integrar una comisión con estas características, porque hay que lograr reunir un conjunto de individuos con conocimientos de bioética que representen a los distintos grupos sociales (por ejemplo, religión, género, especialidad profesional, etcétera) y que actúen con independencia del gobierno, de los partidos políticos y de los intereses empresariales. ¿A quién elegir para ello y de qué forma que no tenga influencia partidaria o del gobierno? ¿Cómo se logra la independencia de poderes económico-empresariales? ¿Cómo lograr que los proyectos de ley puedan ser analizados sistemáticamente por esta comisión para que emita un informe y que este sea considerado? ¿Cómo se relaciona esta comisión con el resto de las comisiones de bioética existentes, sean de investigación o asistenciales? ¿Cómo se transparentan sus resoluciones para que tomen estado público? ¿Sus integrantes deben ser remunerados u honorarios?
Los problemas morales no tienen una única solución, sino que dependen fundamentalmente de las opiniones de quienes respondan. Por ello, se pretende que la integración sea lo más variada posible. Baste considerar el tema de la eutanasia o del aborto para comprender las dificultades que presenta la elección de los integrantes. Por la misma razón, los informes que surjan del análisis de los problemas éticos, ya sea por mayoría o unanimidad, tampoco tendrán carácter de un dictamen vinculante.
Para que se pueda crear una comisión nacional de bioética, lo primero que tendría que ocurrir es que quienes tienen la responsabilidad de su creación destruyan preconceptos tales como «es innecesario», «solo aumenta el presupuesto del Estado», «sus resoluciones no serán atendidas», «son artilugios académicos sin proyección práctica», «van a frenar los proyectos parlamentarios», «es un probable refugio de opositores al gobierno», «más burocracia», etcétera. Por el contrario, deberían ver allí una solución o por lo menos un aporte para responder a muchos problemas que son muy difíciles de resolver. En algunos, incluso, propuestas de prevención o disminución de riesgos.
Son muchos los países que cuentan con este tipo de estructuras. Por ejemplo, uno de los más reconocidos es el Comité Consultatif National d’Éthique pour les sciences de la vie et de la santé, creado en Francia en 1983, luego del nacimiento del primer bebé producto de fecundación in vitro. Cumple hoy 40 años. Su papel consiste en «proporcionar a los tomadores de decisiones y al debate público información útil sobre los desafíos éticos» del progreso científico y tecnológico. Está constituido por 36 miembros honorarios: seis elegidos por el presidente dentro de las principales corrientes filosóficas y espirituales, 15 designados por representantes de la Asamblea General, el Senado, el Consejo de Estado, el Tribunal Supremo y nueve ministerios, elegidos dentro de figuras destacadas en temas éticos. Finalmente, otros 15 son elegidos por la Academia de Ciencias, las universidades, el Instituto Pasteur, el Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica y el Centro Nacional para la Investigación Científica. Su cometido está relacionado con «emitir opiniones sobre todas estas cuestiones con el objetivo de arrojar luz sobre el progreso de la ciencia y plantear nuevos problemas sociales que los parlamentarios puedan abordar y luego legislar». Es decir que no solamente actúan en forma reactiva ante consultas, sino también proactiva, proponiendo nuevos temas para el trabajo parlamentario.
En la mayoría de las comisiones de este tipo, en otros países, los miembros son honorarios; eso conduce a que la mayoría de sus integrantes sean personas retiradas y de mayor edad, lo que excluye a los jóvenes que deben atender a un trabajo distinto para poder subsistir, sesgando de alguna manera las opiniones. Pero más allá de estos problemas a los que se deberá encontrar solución, el proyecto de creación de una comisión nacional de bioética en Uruguay está nuevamente sobre el tapete, y sería bueno que culminara su estudio y se aprobara cuanto antes. Daría materia prima de buena calidad para la labor parlamentaria y para la toma de decisiones en otros poderes e instituciones estatales.
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La falta de agua en el planeta para consumo se debe, entre otras cosas, a la contaminación de ríos, arroyos y lagunas por nuevas técnicas de producción agropecuaria y a otras intervenciones humanas que desconsideran el necesario equilibrio de la naturaleza, a lo que se suma el efecto del calentamiento global. Es necesario retomar la senda de los ecosistemas naturales saludables. Por otra parte, es necesario evaluar el impacto del libre mercado, que conduce a la mercantilización del recurso y a injusticias distributivas. La bioética analiza cómo se gestionan y funcionan los ecosistemas que incluyen a las comunidades humanas. El agua, por ejemplo, debe ser garantizada como un derecho humano fundamental. El agua es una prioridad, como lo es la salud o la alimentación.
Hay una tendencia en las últimas décadas, favorecida, entre otros, por la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial, a promover concesiones por varias décadas a grandes empresas transnacionales para que gestionen los servicios de agua en América Latina, África y en algunos países de Asia y Europa. En ese marco se critican los sistemas públicos como ineficaces y se promueven reestructuras en manos privadas. Así lo proponen algunas voces en nuestro país. Aunque, según el artículo 47 de la Constitución de la República, «el servicio público de saneamiento y el servicio público de abastecimiento de agua para el consumo humano serán prestados exclusiva y directamente por personas jurídicas estatales».
En los próximos años seguramente se utilizarán nuevas tecnologías para la extracción de agua y se ampliará el regadío de los cultivos, se incrementará la forestación, se requerirá más agua para las industrias. ¿Cuál será el impacto? Es necesario atender a sus eventuales repercusiones y su eventual agotamiento porque el agua es un recurso finito, más allá de que caiga del cielo. La forestación se incrementará por razones de interés económico, sabiendo incluso que es capaz de disminuir más de un 30 por ciento de los recursos hídricos del área. Hasta ahora no se ha tomado ninguna medida al respecto (véase «El impacto de la forestación en el déficit hídrico», Brecha, 17-II-23)
¿Correspondería que una comisión nacional de bioética interviniera elaborando informes con relación a la legislación y normas sobre el agua? Creemos que sí. Para la Unesco, la gestión de los recursos hídricos debe basarse en una ética que garantice el derecho de los ciudadanos, como se expuso ya en el Foro Mundial del Agua en 2009. Cada nueva iniciativa vinculada con el agua debería ser analizada desde el punto de vista bioético y desde una visión ecoética.
El tema del agua requiere un profundo análisis jurídico y de evidencias científicas, con un enfoque bioético, considerando distintos puntos de vista, pero en el que debe primar el respeto de los derechos del ser humano, de los animales y de la naturaleza. El agua es un ejemplo de un caso en el que debería opinar una comisión nacional de bioética en forma prospectiva, adelantándose a las consecuencias que puedan sobrevenir.
Bienvenido entonces el proyecto de ley de creación de una comisión nacional de bioética que actúe independientemente de las influencias del gobierno de turno, las políticas o los intereses privados, para lograr un país más respetuoso de los derechos de las personas, de los animales y del medioambiente.