El recién llegado que, de buenas a primeras, se inmiscuye en la vida de los demás para sacar ventaja, la atracción que nace entre dos muchachos muy diferentes y el ingenuo ciclista que se entrena en torno a su más experimentado amigo que lo aconseja constituyen apropiados ejemplos de cuánto conviene escuchar al otro para comprobar realmente si es posible acceder a sus solicitudes o estar de acuerdo con lo que señala. Tres autores aportan tema al respecto.
Tartufo (Stella), de Molière, con dirección de Sergio Blanco, traslada al eterno y calculador hipócrita a épocas más recientes para demostrar que aún hoy conviene mantener la guardia ante el extraño que irrumpe con no se sabe qué intenciones. La sátira del maestro francés, en la presente versión, ve sin embargo disminuida su agudeza al suavizar, en las diferentes siluetas en juego, el grado de exageración que el autor les otorgaba para resaltar lo que cada uno, en buena medida, simbolizaba. Una impronta casi naturalista, con innecesarios cambios en la culminación del asunto, contagia entonces a una puesta que pedía ciertos desplantes y subrayados de voz y actitud, llamados a acentuar las características de los involucrados en un espacio más definido que el elegido por Dotta para desarrollar la trama. El nutrido elenco en el que figuran, entre otros, Jorge Bolani, Diego Artucio, Cristina Morán, Noelia Campo, Juan Gamero y María Mendive no logra entonces definir sus respectivos personajes en la medida que el texto original parece reclamar.
Smiley (Una historia de amor) (Zavala Muniz), del catalán Guillem Clua, según la adaptación de Vika Fleitas Campamar, a cargo también de la dirección, presenta, con la debida naturalidad, el nacimiento del amor entre dos chicos que, en principio, no parecen tener algo en común como para que la relación prospere. La proclamada timidez de uno y la extrema desenvoltura del otro cobran así forma en sus gustos y actitudes, detalles que, como Clua y Fleitas Campamar señalan con sagacidad, pueden también brindar tema para que ambos se acerquen e intercambien pareceres. El tono comprensivo y juguetón de la propuesta, por tales razones, apela a una constante sucesión de entradas y salidas de los dos únicos personajes que recuerdan la estructura de una comedia musical, habida cuenta, claro está, de que Álex y Bruno, el dúo que Christian Amacoria y Nicolás Pereyra interpretan con regocijante fineza, resulta siempre creíble y digno de ser escuchado. A través de las conversaciones de los mencionados, como era de esperar, salen a relucir preferencias musicales y cinematográficas –por más que la película de Katherine Hepburn que se menciona no se llamó aquí como uno de los protagonistas dice, sino Domando el bebé– que terminan de colorear dos siluetas que el espectador llega a conocer y apreciar como corresponde.
El amateur (Circular, sala 2), del argentino Mauricio Dayub, dirigida por Pablo Rueda, propone una contagiosa imagen de superación personal, a través del ciclista del título, quien no deja de practicar su deporte con la dedicación del caso, de modo de lograr lo que desea. El sentido de la historia, por cierto, es abierto y se puede aplicar no sólo al ciclismo sino también a las actividades disímiles de los espectadores que se acerquen. Dayub plantea entonces el tema a lo largo de un refrescante desarrollo que implica el diálogo entre el deportista (Sebastián Carballido) con su amigo y mentor (Gonzalo Pieri) y el casi constante pedaleo que, a partir de cierto momento, el amateur en cuestión pone en práctica frente a la platea. Por medio de un intercambio de comentarios y reflexiones de uno y otro cobran así fuerza tanto los consejos de quien observa como las conclusiones de aquel que trata de seguirlos. El trabajo de Rueda apuesta con acierto a la vitalidad de una puesta que Carballido, en acabada combinación de destreza física en la cual no deja de aflorar la psicología del personaje, y Pieri, como sagaz y elocuente contrapartida, llevan a buen puerto. No es difícil entonces que el entusiasmo de los involucrados se extienda a la concurrencia.