¿Por qué Claire Denis es una de las directoras más importantes del cine contemporáneo? Esta pregunta se dirime fácilmente después de la experiencia de ver High Life, su última película. No deja de sorprender, en una mujer de 70 años, semejante capacidad de riesgo; tal vez tenga que ver con su filiación estética al lirismo de esa ola francesa que creía que la libertad creativa supone, necesariamente, una independencia profunda, una actitud crítica que no se deje influenciar por ninguna tendencia de la cultura audiovisual global, ni la del cine arte ni la del cine de género. Esta muchacha grande sigue creyendo, obstinadamente, que la autoría no es una mera etiqueta y que más allá de circuitos o taquillas producir arte supone hacer, de verdad, lo que a una se le canta. En eso se parece a su compatriota y amiga Agnès Varda; si Agnès fue, desde inicios del siglo XXI, la cineasta documental más fructífera en cuanto a la narración de la intimidad y la felicidad –también, tal vez, de la melancolía–, Claire Denis ocupa un lugar similar en la ficción. Su cine, igual de femenino y poderoso, funciona como una sombra, como una contracara oscura que logra, sin embargo, la misma pertinencia estética, ética y política a la hora de opinar sobre el mundo y aportar imágenes nuevas y significativas al inconsciente colectivo.
Esa libertad radical con respecto a las formas no impide que podamos encontrar, en su filmografía, una serie clara de marcas de estilo. Hay algo muy perturbador y erótico en la manera en que filma los cuerpos humanos: una mezcla de cercanía extrema y deseo sexual a la hora de poner la cámara –ella llama a eso “amar de verdad a sus personajes”–, con un particular sentido plástico de la piel, de los fluidos, de la sangre. La sensualidad que propone está hecha de pequeños gestos de encuadre, de iluminación, montaje y sonido; cineasta del detalle, sabe –quizás como nadie más en Occidente hoy en día– partir de los cuerpos como objetos materiales para otorgarles, en un acto de revelación, un aura de inefable trascendencia.
High Life pertenece al universo de la ciencia ficción, pero su construcción narrativa está situada en un espacio muy particular, tanto en la diégesis –todo el filme se desarrolla dentro de una nave espacial que, de algún modo, emula una prisión de alta seguridad– como en la realidad: la película ocupa un lugar extraño, exótico, dentro del género. Con una estructura cronológica alterada, que parece anárquica, pero que funciona con la precisión de un mecanismo de relojería, donde los pedazos de tiempo se articulan con sutileza y la información sobre los personajes se nos va proporcionando de a jirones, la directora, en complicidad con sus actores, nos invita a sentir más que a entender, obligándonos a vivenciar las fantasías de futuro que propone el capitalismo hipertecnológico en el que vivimos. En esta alegoría, los condenados a muerte (esos desechos humanos del sistema) son utilizados para experimentos espaciales; los cuerpos de las mujeres jóvenes sirven solamente como máquinas de reproducción; los vínculos, signados por la violencia, no guardan ni siquiera la memoria de una verdadera relación humana; el único placer (que además es extremo y perfecto) se da a través de sexo masturbatorio con un robot; el último pedacito de la naturaleza sólo es posible en un invernadero. High Life nos presenta un espejo atónito, crudo, de la realidad. Sin embargo, también hay en ella un último amor capaz de atravesar el siniestro agujero negro de la alienación para soñar con un escape. Allí radica el toque de clasicismo de la película; ese que, a pesar de todo, justifica su amarga existencia. El clímax de su belleza se despliega en una ambigua esperanza que la perfuma, que la define.