Corazón partido - Semanario Brecha
Teatro. En La Escena: Sería una pena que se marchitaran las plantas

Corazón partido

DIFUSIÓN

La directora Cecilia Caballero se interesó en este texto del croata Ivor Martinić porque, al ver Mi hijo solo camina un poco más lento, dirigida por el argentino Guillermo Cacace, se impresionó por el nivel emotivo de sus personajes y por lo íntimo de sus propuestas escénicas. Es así que se puso en contacto con el autor para organizar el montaje de Sería una pena que se marchitaran las plantas, texto mucho más íntimo aún, que el propio Martinić interpretaba investigando con material biográfico sobre rupturas amorosas. Caballero consiguió el visto bueno del autor y comenzó a trabajar con el elenco conformado por Andrea Rodríguez Mendoza, Camila Torres, María José Lage, Mario Guerra y Valentín Ferreira. La cercanía del grupo que viene trabajando hace años en los proyectos presentados en La Escena ayudó a llevar adelante esta propuesta, que exige un gran compromiso por parte de los actores debido a la exposición de sus emociones y sus propias experiencias para componer a los personajes.

La pieza trabaja el tema de la ruptura en la pareja, pero, lejos de centrarse en los conflictos, pone el acento en los estados emocionales de los individuos en el momento de la separación luego de una convivencia amorosa. Así como la socióloga Eva Illouz reflexiona sobre el desamor y pone el foco en las relaciones disueltas, Martinić propone varios ensayos sobre la ruptura. Siguiendo esa línea de trabajo, Caballero logra una dirección precisa y lleva al grupo de actores hacia un lugar despojado, en el que alcanzan un estado exacto de vulnerabilidad.

Para construir la empatía con el espectador, su montaje explora diversos modos de generar cercanía. La directora trabaja sobre la ruptura como un tema universal que atraviesa, de un modo u otro, a todos los allí presentes en el convivio que se gesta cada noche. Hay una búsqueda de comunión entre los presentes: el elenco recibe al público en el patio de La Escena y, mientras se comparten copas, se establece un diálogo espontáneo antes de la función. Las plantas decoran y reciben a la audiencia, que se introduce en un ámbito hogareño que se intensifica aún más al entrar a la sala, en la que varias sillas se encuentran dispuestas rodeando a los personajes. Así, la organización del espacio permite vivenciar la escena disolviendo las distancias.

En ese tránsito hacia lo íntimo, el autor propone un juego interesante al director que tome el texto, que es que la obra sea diferente cada noche. Si bien el teatro en su condición de arte vivo permite este carácter efímero, Caballero toma en serio esta propuesta y pide a los actores que en cada función agreguen nuevas narraciones, recuerdos o vivencias sobre sus vínculos amorosos. Hay una delgada línea entre la ficción y la realidad que se compone en el presente de la función. Los actores encarnan parejas y se desdoblan en un juego metateatral en didascalias y autores, para ir creando escenas que parecen improvisadas. En uno de los libros que los acompañan se lee el título El fin del amor y es sobre ese estado de disolución que ronda esta puesta, que invita a detenerse a observar de cerca al otro, ese otro que se convierte en reflejo de uno mismo.

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