Por la montaña o el desierto, descalza o equipada, sana o herida, con muros de diez metros o ejércitos posicionados para disparar, la migración no para. En Ciudad Juárez, México, a un par de quilómetros de la frontera que separa Latinoamérica de Estados Unidos, Brecha conversó con Jaime Hernández, un carpintero hondureño de 64 años que se preparaba para volver a cruzarla. Este es su testimonio.
Soy carpintero profesional. Me fui de mi país porque la situación económica es imposible y la violencia es pan de cada día.
Entré a Estados Unidos en 2000. Fui deportado en 2015. Antes de eso pasé un año en un calabozo. Me tuvieron ahí porque el proceso de deportación es muy demorado. Durante ese año sólo veía la luz natural una vez por día, 15 minutos, en un patio muy pequeño.
En Estados Unidos trabajé en la construcción, en Los Ángeles. Nunca me quedó tiempo para aprender inglés, porque siempre intenté mantener dos trabajos, y para aprender inglés hay que estudiar, y estudiando no se puede trabajar.
En el año 2000 crucé la frontera ilegalmente por el desierto. Caminé ocho días absolutamente solo, porque uno viene solo a la vida y tiene que irse solo.
No tengo nada de familia en Estados Unidos. Nunca quise arriesgar a mis hijas en Honduras. Vuelvo a intentar cruzar porque ya no me acostumbro a mi país y tampoco quiero volver. Mis hijas ya están grandes y tienen sus familias, y, pues, estar allá es estorbarles. Porque uno, cuando está viejo, es inservible. Esa es la verdad.
Si no logro entrar ahora, lo intentaré dos veces más. Es el plazo que me doy. Me gusta la adrenalina. Pero si realmente no lo logro porque estoy muy viejo, y el sol y el frío y el hambre y las caminatas me quedan grandes, pues me quedo en México, y ahorro, para hacer lo que nunca he hecho, que es pagarle a un coyote. Espero no hacerlo. Confío en mi cuerpo. Cruzar el desierto es sufrir unos días, pero pasarla muy bien y tranquilo varios años. Claro, si no te agarran.
Para cruzar por el desierto, hay que prepararse psicológicamente. Si tu mente no está preparada para sufrir o aguantar frío, hambre o cansancio durante varios días, mejor que no lo intentes, porque la mente es la que domina todo el cuerpo. Si uno se dice a sí mismo que no tiene hambre y se lo cree, uno no tiene hambre ni va a darle. Así de sencillo. También hay que tener buen estado físico y hacer algo de ejercicio, porque si toca correr, nadie lo va a hacer por uno.
En Ciudad Juárez, actualmente, trabajo en un vivero. Quiero aho-rrar algo de dinero para que cuando entre a Estados Unidos tenga lo necesario para moverme. Cruzaré ape-nas complete 200 dólares, que es lo que necesito para ir desde Texas a California. Siempre he cruzado por Nogales, pero esta vez será por acá, porque está más fácil.
Hay que cuidarse los pies. Irse sólo con la muda de ropa que llevas puesta. Y una gorra, claro. Lo único que uno debe llevar externamente, sí o sí, es unos buenos litros de agua; finalmente, si te ven, te deshaces de ellos y te pones a correr, y, si te aga-rran, ellos te van a dar algo de beber. Cuanto más liviano te vayas, mejor.
Me ha tocado ver huesos humanos, en el desierto de Arizona, pegados a mochilas y en posiciones muy dolorosas.
La primera vez que entré a Estados Unidos simplemente me sentí a salvo. Después de haber pasado tantas penurias, sentí tranquilidad. Es indescriptible lo que uno siente, pero lo mejor es cuando uno consigue el primer trabajo. Hay que esforzarse, pero es el paraíso.
La Bestia siempre ha sido mi medio de transporte. Uno debe montarse callado y viajar sin involucrarse con nadie. Luchando por lo de uno. Eso es lo que yo les digo a las nuevas generaciones que piensan en pasar: uno tiene que pasar solo, sin ver ni escuchar nada. Otras personas siempre te generan problemas. Los “polleros” agarran gente del tren y después la venden a los narcos.
La primera vez que intenté cruzar fue en 1989, pero esa vez me arrepentí. Después volví en el 95 y ahí entré, tranquilo, pero en el 99 salí porque fui al funeral de mi madre en Honduras, y en el año 2000 volví a entrar. Duré 15 años, de un solo tiro. Si le sumamos los primeros cuatro, serían 19. Mucho tiempo. Yo ya me siento más de allá que de acá. Aunque no tenga el pinche papel ese que llaman green card.
Si algo tengo claro, es que ya nunca más volveré a mi país.