«Cualquier vivencia tiene posibilidad de transformación mítica» - Semanario Brecha
Con Mauricio Kartun, sobre la obra de García Márquez

«Cualquier vivencia tiene posibilidad de transformación mítica»

El 10 de octubre, el dramaturgo y director argentino vino al Solís a dar una conferencia llamada «Geografías personales: el proceso creativo de Cien años de soledad». Habitando con alegría la geografía macondiana que ha tomado nuestra ciudad por estos días, Kartun conversó con Brecha acerca de la influencia del escritor colombiano en su escritura y su posible proyección en los creadores del futuro.  

Mauricio Kartun. FEDERICO GUTIÉRREZ

—¿Cómo fue la primera vez que leíste la novela?

—Creo haber leído primero Cien años de soledad, antes de todo el resto de la obra de García Márquez, porque me subí al boom. Fui uno de los lectores de esos primeros 10 mil ejemplares, creo que eran de Losada… Se vendían como pan caliente. Después empecé a leer otros de sus textos y descubrí que, en realidad, todo lo que leía era previo a Cien años de soledad, y, en muchos casos, había quedado atrapado en un cajón esperando que viniera la corriente, la energía que lo sacara. Así que sí, lo primero fue Cien años de soledad, la gran sorpresa. Hace unos años volví a leerla, pero me di cuenta de que algunos libros es mejor mantenerlos en un sustrato mítico. Si uno los saca del sustrato, al leerlos nuevamente pasan por un nuevo imaginario y, por lo tanto, pierden todo lo que habían creado originalmente. Me refiero a lo que soñé la primera vez, adónde me llevaron esas imágenes. Al releer la novela sentí que fue como recuperar un fin de semana con un gran amor, pero entender que el gran amor era aquel y que lo bueno era que se quedara ahí, con sus imágenes originales. De hecho, ahora que preparé esta conferencia, resistí la tentación de volver a leerla, salvo algunos pasajes particulares que quería refrescar para poder mencionarlos. Me centré, en cambio, en leer entrevistas a García Márquez, muy particularmente en un libro que guardo como la Biblia, que encontré en los ochenta en Colombia y que se llama El olor de la guayaba. Es una entrevista que le hace un amigo muy querido suyo, Plinio Apuleyo Mendoza, y él habla específicamente de la creación. Es un libro que me ayudó muchísimo, me facilitó las cosas. De eso voy a hablar hoy, de entender cómo a veces acercarse a un autor que tiene la generosidad de abrir sus procedimientos, de exponerlos con espontaneidad y sencillez, a cualquier otro que quiera hacer lo mismo le sirve, porque abre camino. Bueno, ojalá la charla de hoy le abra camino, a su vez, a algún otro creador.

—En Uruguay hay una tendencia muy extendida que consiste en, a la hora de poner en escena un texto clásico, no hacerlo como es originalmente, sino incluyendo en la puesta distintas referencias a los problemas de realizar su adaptación. ¿Cuál es tu opinión sobre ese tipo de apuesta? ¿Todavía se puede adaptar un clásico sin incorporar algún recurso que evidencie una distancia crítica?

—Con la presencia abusiva que tenemos de lo virtual, con las fortunas que gasta lo audiovisual, todas las convenciones del teatro van quedando cada vez más en un lugar parecido al del juego infantil. Piden una participación ingenua del espectador, o quedás afuera. En las últimas décadas, lo que ha aparecido es una especie de encare descarado –valga la paradoja– del teatro, en el que lo que continuamente se está diciendo es «mirá que esto es un juego, una convención sencilla. No te queremos convencer de que efectivamente afuera hay una batalla, te la tenés que imaginar vos. Nosotros no te la podemos mostrar como en una película de Marvel». En ese sentido, salvo que ese recurso se vuelva abusivo y sea lo único que el teatro propone, ese tipo de adaptación me parece un camino legítimo para darle carácter contemporáneo al teatro. No intentar convencer con argumentos anacrónicos cuando efectivamente la cabeza de aquel que ve series todo el día funciona de una manera diferente. Por cierto, después está el otro, el espectador que sí cree, converso o nativo, no importa. Para aquel que cree, están esas otras versiones respetuosas.

—No hay muchas, casi no existen.

—Eso pasa porque también cada vez hay menos espectadores naturales. El espectador natural es un espectador que nace formándose con cierto lenguaje del teatro, lo incorpora a la vez que incorpora el lenguaje por corte, que es el lenguaje del cine. Incorpora el lenguaje del punto de vista único del teatro, y aprende a disfrutar de las dos cosas, de la misma manera que podemos comer bife y ensalada. Entonces, lo que sucede es que, en la medida en que va desapareciendo una generación que aprende a disfrutar del punto de vista único, a esas otras que solo están tomadas por la vorágine del punto de vista múltiple y el lenguaje por corte se les vuelve imposible disfrutar de un espectáculo teatral, y empiezan a aparecer los pedidos de perdón, por ejemplo, los microteatros. En Buenos Aires, por ejemplo, que hay mucho microteatro, se trata de obras de 15 minutos: vas a ver una obra, salís, tomás una cerveza, entrás a ver otra y tomás otra cerveza. Y la alternancia entre 15 minutos de teatro y alcohol, más o menos, hacen soportable la experiencia. Yo no creo en eso, creo en la necesidad de encontrar un acto empático con el espectador que permita hacer disfrutar del teatro en su dimensión real o, por lo menos, en la dimensión que hasta ahora ha manifestado como útil.

—Eso obliga a repensar el concepto de clásico. ¿Sigue siendo un clásico cuando es imperativamente necesario adaptarlo, transformarlo, para que tenga alguna vigencia?

—Hay un libro por ahí dando vueltas que se llama El teatro como máquina de la memoria, y habla de aceptar la hipótesis de que el teatro siempre está tomando algo de otro teatro. En realidad, el teatro es una especie de máquina de la memoria que toma y transforma. Lo que sucede con los clásicos es que, inevitablemente, están cargados de convenciones que tienen que ver con una época. Pienso en Shakespeare: tengo que aceptar que ciertas escenas líricas estaban creadas de manera utilitaria. Todo en el teatro nace de manera utilitaria, dado por los actores o por los espectadores, y esas escenas servían para que los espectadores pudieran moverse sin perderse algo importante en la trama. Se las entendía como una especie de entreacto. Lo que hoy uno debería pensar para adaptar esas obras es ¿cuál es el sentido que pueden tener esas escenas líricas? ¿Las acepto como material de museo?, ¿las resignifico?, ¿las explico? ¿Por qué no explicar «aquí la gente se movía»? Ahora no hace falta moverse. Podríamos decir: «¡Prendan los celulares!». Lo que estaríamos haciendo es una conversión de norma de las formas especulativas que tienen las tramas teatrales a lo contemporáneo. En todo caso, estaríamos denotando la existencia de algo anacrónico. Creo que los clásicos siempre tienen que ser adaptados o explicados. Paradójicamente, para que no pierdan la esencia.

—Y en el caso de Cien años de soledad, ¿es posible hablar de una esencia? Es una novela tan vasta, tan diversa…

—Es una palabra muy gráfica, esencia. La esencia es el ser, la pequeña partícula de una sustancia. Si yo tengo que pensar de qué sustancia es esencia Cien años de soledad, te diría, sin ninguna duda, de Latinoamérica, la del último siglo.

—La del siglo XX.

—Perdón. [Risas.] Claro, yo soy lo suficientemente viejo como para que, cuando digo este siglo, se entienda que me estoy refiriendo al siglo XX. Pero sí, es la Latinoamérica del siglo XX, la de las empresas bananeras llegando a algún lugar del Caribe y creando ciudades de explotación para luego dejar todo en el vacío. Es la Latinoamérica de los dictadores. Si alguien quiere entenderla a través de metáforas, Cien años de soledad es el gran medio.

—Es una novela que explotó el lenguaje, para escritores y lectores. De ella derivaron un montón de movimientos, escrituras nuevas. Es como un árbol lleno de ramas. ¿Cómo dialoga tu literatura, tu teatro, con ese árbol?

—Aceptando la hipótesis de ser este hermano menor, heredero de una manera de entender la literatura como expresión de la propia idiosincrasia. También entendiendo que para ser creador hay que buscar en un metro alrededor: todo está allí. Justamente, la conferencia de hoy va a rondar ese tema. Todo está adentro, todo está en el lenguaje que has desarrollado para hablar con quienes has conocido. Todo está en el imaginario que has incorporado porque lo viste o lo imaginaste, o porque lo volviste mítico a partir de una experiencia. Todo está en la pregunta: ¿a quién le querés hablar? La forma me la da el acto de interlocución con quien estoy hablando cuando escribo. ¿Estoy hablando con la eternidad?, ¿con la crítica contemporánea?, ¿con mi vecino?

—¿Con mi jefe?

—Claro, ¿estoy hablando con mi jefe, con mi editor? En un momento, en una de las entrevistas, García Márquez habla de ciertos juicios críticos que se hicieron sobre el lenguaje de El coronel no tiene quien le escriba, y dice: «Es un lenguaje que llamó la atención y para algunos resultó críptico, siendo que a cualquier conductor de bus de Cartagena lo haría reír a los gritos». Lo que importa es entender eso: mi interlocutor es ese que está allí, junto a mí. No hay nada que nos empodere más que entender que uno es el poeta que puede, y no el poeta que quiere. Cuando uno entiende eso, siente que no tiene que salir a buscar nada, que de lo que se trata es de un acto de introspección, de encontrar algo adentro y darle forma poética. Yo me recuerdo joven, desvelado en la hipótesis de pensar a qué universo debía viajar para que me dieran bola con mi escritura. ¿Dónde debía viajar mi escritura, a qué lugar? Y tratando de imaginar imaginarios ajenos. En ese momento, en los ochenta, este libro del que hoy voy a hablar, El olor de la guayaba, me resultó extraordinariamente ansiolítico.

—Libertario. Ay, no, mejor libertario no….

—No, por favor. Es libertario, sí. Yo, como historiador del movimiento anarquista en Latinoamérica, sigo sosteniendo el valor del concepto de libertario. Y este libro lo es, porque te dice que tenés el poder en vos. Nunca tan pertinente decir eso como en este momento, cuando cada vez sentimos menos el poder personal y más el poder de la corporación. Bueno, hace poco hice una conferencia aquí en el Solís y decía que el gran par dialéctico que se vive en este momento es cuerpo versus corporación. Cada vez más lo que empezamos a sentir es que el cuerpo es aquello que puede oponerse a la corporación, es el poder de lo físico, el poder de mi cabeza, cuando todo parece indicar que empezamos a pertenecer a una red y simplemente somos una pequeña estructura hexagonal dentro de ella. Leer El olor de la guayaba y pensar en lo individual fue extraordinariamente calmante para mí, y hoy lo es más, especialmente cuando siento tan cerca el riesgo de la despersonalización.

—En el Uruguay de los noventa, en autores como Gustavo Escanlar, y muchos otros, se reivindicaba mucho la idea de que nosotros, que somos de ciudades que tienen shoppings y Mac Donald’s, ya no tenemos nada que ver con la literatura de García Márquez ni con el realismo mágico. Mi generación está muy marcada por esa idea; en nuestras adolescencias había que dejar atrás cualquier atisbo de representar lo latinoamericano –a no ser que fuera en un tono cínico– e incorporar esta cuestión más moderna de las ciudades, de lo global, que se metía en la vida. Eso suponía diferenciarse radicalmente de la generación del boom. Entonces, volver a ciertos autores también es una decisión política, ¿no? Encontrarse con una idea de lo popular que quizás no es la que tenemos al lado, pero que, sin embargo, nos incluye.

—Lo entiendo perfectamente. Mirá, no hay peligro mayor para un árbol que perder las raíces. Cualquier viento lo tira. Nada más frágil que la modernidad: justamente, porque es moderna, deja atrás siglos y siglos y pierde el sentido de cuáles son sus raíces. No sabe de dónde viene, de dónde se alimenta y qué es lo que ha tenido que luchar para subir tantos metros. En Argentina, en este momento, estamos viviendo un momento político tremendo, porque por primera vez aparece el riesgo profundo de la destrucción de esas raíces. Cuando eso se pierde, es inevitable el estado de fragilidad de cualquier edificio que hayas construido. Yo vivo en la vorágine contemporánea, pero no puedo olvidar las casas de mis abuelos. En las dos –en una aldea asturiana y en un pueblito de Santa Fe–, conviví con los chanchos. Una vez por año se los mataba y se hacía la comida esa que yo comía a la mañana. No podemos perder de vista de dónde venimos. Si pierdo de vista que ninguno, ni mi padre ni mi madre, tenían aprobado más de tercer grado de una escuela rural, si no pienso en su esfuerzo por acercarme a la cultura, si no pienso en mi propia dificultad para acercarme, nuestra épica, no podría estar hoy parado en el viento. Me transformaría en otro. Entonces, está bien ese reclamo literario en el cual se dice bueno, dejemos eso, hagamos una literatura que nos exprese. Siempre que no pierdas de vista de dónde venís y cómo llegaste hasta donde estás. Si no, es un papel al viento.

—En García Márquez lo mágico está ahí, muy cerca. Pero cuando se nace donde no hay chanchos, donde ya no hay ningún tipo de mística, ¿qué pasa? Pienso en un gurí que pasa en internet todo el día. Lo mítico, ¿dónde está?—Es que la palabra mito resuena a antigüedad, siendo que, en realidad, es algo de producción continua, contemporánea y futura. El mito no es otra cosa que la posibilidad de verse en un recorte poético que nos expresa. Un joven de hoy, que haya jugado en la infancia a los jueguitos precarios de los noventa, va a crear mitos sobre eso, no sé, por ejemplo, sobre el Tetris. Podríamos imaginar al Tetris como el desafío vital de intentar encajar desesperadamente, con la sensación vertiginosa de que cada vez los huecos son menos y las fichas llegan más rápido. Así, construiríamos la metáfora de alguien que vive con una ansiedad tetris, la ansiedad de no poder encajar; así, comenzaríamos a construir un mito de los noventa. Cualquier vivencia, en tanto tenga posibilidad de transformación poética, tiene también posibilidad de transformación mítica.

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