Último informe del IPCC: tres años para frenar una catástrofe - Semanario Brecha
Último informe del IPCC: tres años para frenar una catástrofe

Cuenta regresiva

La falta de voluntad política y la voracidad del sistema económico han llevado a nuevos récords en la crisis climática. La comunidad científica lanza una nueva hoja de ruta.

Granjero en su campo de arroz afectado por la sequía, Morigonan, India Afp, STR

«Lo que hemos visto es que […] tendríamos que alcanzar el pico de emisiones en no más de dos años. Por pico de emisiones nos referimos a la máxima emisión posible antes de empezar a reducirla. Tenemos muy poco tiempo y muy pocas probabilidades de que eso ocurra. No obstante, sí podría ocurrir. Pero va a depender de la voluntad de los tomadores de decisión», apunta, en diálogo con Brecha, el científico chileno Alex Godoy-Faúndez. Agrega que «técnicamente es posible» lograr esa meta.

De acuerdo con el último informe del Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), publicado el lunes 4, es necesario que el máximo de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) –principales causantes del cambio climático– se registre hacia 2025, para, a partir de allí, iniciar un «rápido declive» que permita limitar a 1,5 grados Celsius el aumento de la temperatura para 2100 respecto de las temperaturas preindustriales. Sería prácticamente la última oportunidad para cumplir lo fijado en el Acuerdo de París. El tratado internacional firmado en la capital francesa en 2015 funciona dentro de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y establece medidas para reducir las emisiones, así como responsabilidades para cada una de las 196 naciones firmantes.

El reciente documento del panel de expertos establece, además, que para 2030 las emisiones de carbono deberían reducirse un 43 por ciento y las de metano, alrededor del 33 por ciento. «Si disponemos de las políticas, la infraestructura y las tecnologías adecuadas para cambiar nuestro estilo de vida y nuestros comportamientos, de aquí a 2050 podremos reducir la emisión de gases de efecto invernadero entre el 40 y el 70 por ciento», sostuvo Priyadarshi Shukla, copresidente del Grupo de Trabajo III del IPCC, durante la presentación del nuevo informe del organismo.

Pero, lejos del refrán popular, cuando de ralentizar el aumento de la temperatura global se trata, lo urgente no supera lo importante; en particular, cuando se habla de las acciones necesarias para mitigar las emisiones. A pesar de que desde 2010 el costo de las energías solar y eólica –así como el de sus baterías– se redujo un 85 por ciento, entre ese año y 2019 el planeta experimentó el nivel más alto de emisión de gases de efecto invernadero de la historia de la humanidad. El esfuerzo para lograr la meta de frenar o ralentizar esta escalada es dispar en el mundo y el mapa de los principales emisores se ha reconfigurado tanto como el equilibrio geopolítico en las últimas décadas.

En su momento –hace millones de años–, los GEI, cuyo más famoso representante es el dióxido de carbono, fueron grandes aliados de la humanidad y sus ancestros, ya que su presencia en la atmósfera causó un efecto invernadero que permitió una temperatura apta para la vida. Sin embargo, desde la primera revolución industrial, la creciente emisión antropogénica de carbono –así como la de metano y, en menor medida, la de óxido nitroso y otros gases– es la causa de un incremento de calor en la atmósfera que esta vez puede provocar problemas tan graves como la inundación de ciudades costeras y el surgimiento de masas de apátridas debido al aumento del nivel del mar que amenaza a decenas de islas.

Godoy-Faúndez considera que, «más que con la vida de las personas, el riesgo tiene que ver con el aumento del costo y la caída de la calidad de vida que va a sufrir la gente». «En el fondo, el impacto en los sistemas económicos –no solamente en los que dependen de los ciclos hídricos– provocará la disrupción de la cadena alimentaria, lo que va a conllevar, obviamente, un aumento de los precios», ejemplifica el también coeditor y revisor del último reporte del IPCC y director del Centro de Sustentabilidad de la chilena Universidad del Desarrollo.

Decir que frenar las emisiones es clave parece un cliché, pero tiene un fundamento científico básico: los GEI tienen un efecto acumulativo. Una parte del dióxido de carbono que, en cualquiera de estas tardes, produce un camión al transportar carga es absorbida por los océanos, los bosques y las selvas, pero otra llega a la atmósfera para permanecer allí entre cinco y 200 años. A las emisiones de dióxido de carbono se suman las de metano, producido en gran parte, por el excremento del ganado que, convertido en carne, llega todos los días al plato de millones de personas. A diferencia del dióxido de carbono, este gas permanece en la atmósfera unos 12 años, pero calienta la superficie terrestre 21 veces más que el más famoso de los GEI. Como consecuencia del propio calentamiento global, a este fenómeno se le suma el metano liberado por el derretimiento de los hielos polares árticos.

INSUFICIENTE

El impacto creciente de los eventos climáticos extremos y las multitudinarias manifestaciones lideradas por jóvenes instalaron el clima en la agenda política de los últimos años. En los países del Norte global, las campañas presidenciales y legislativas se han inundado de proyectos en torno al tema y los partidos ecologistas o verdes han llegado a tener roles ejecutivos importantes. El caso de Los Verdes, que logró ser parte de la nueva coalición de gobierno alemana, es uno de los ejemplos más recientes, aunque no el único (véase «Entre la radicalidad y el capitalismo verde», Brecha, 26-XI-21).

El actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden, hizo lo propio al enfatizar el tema en la campaña que lo llevó a relevar a Donald Trump. Entre sus primeras órdenes ejecutivas estuvo la reincorporación de Estados Unidos al Acuerdo de París, abandonado durante la gestión de su predecesor. A ello sumó un plan de recuperación económica poscovid basado en la sustentabilidad ambiental y la meta de eliminar la contaminación producida por el uso de combustibles fósiles en el sector energético para 2035, una promesa de peso considerando que se trata del segundo mayor emisor de GEI –después de China– y el primero en emisiones históricas acumuladas.

No obstante las promesas, a más de un año de presidencia de Biden la concreción del plan de mitigación estadounidense deja mucho que desear y buena parte de sus fondos permanece retenida por un Congreso inmovilizado por los intereses de la industrias carbonífera y petrolera (véase «El derrotado», Brecha, 17-III-22). En este sentido, el compromiso documentado en el mundo y revelado en la reciente publicación del IPCC arroja que, de mantenerse la tendencia actual de las emisiones y los compromisos presentados en las contribuciones nacionalmente determinadas –preparadas por los países miembros del Acuerdo de París cada cinco años–, la temperatura global aumentaría 3,2 grados Celsius para 2100, más del doble de lo deseado para evitar eventos climáticos extremos. Como otras áreas del Sur global, América Latina sería una de las más vulnerables a estos eventos. Forma parte de lo que la ciencia denomina MAPA, sigla en inglés para los espacios del planeta donde están las personas y las áreas más afectadas.

La clasificación como naciones MAPA no tiene tanto que ver con su localización como con su falta de preparación en términos de adaptación al cambio de los sistemas climáticos. Esta desventaja se debe a la carencia de una infraestructura resiliente a la variación de la temperatura y el impacto de otros fenómenos extremos, como grandes nevadas, granizo, viento y lluvia. A esto se suman condicionamientos sociales, como la mayor presencia de minorías con derechos amenazados, como los indígenas con territorios no reconocidos y la población LGTBIQ en países con una escasa protección legal de sus derechos.

Para Godoy-Faúndez, el desafío para la región es que las normas nacionales en la materia –«ya existentes, en mayor o menor medida, en todos los países» del continente– sean acompañadas por presupuestos acordes y un alto grado de descentralización para su puesta en práctica. De esta forma, se podría contener lo que el biólogo e ingeniero experto en sustentabilidad considera un daño para las estructuras productivas, que, incluso, podría afectar la calidad democrática de los Estados: «Al vulnerarse nuestras economías, podrían esperarse focos de debilitamiento democrático e, incluso, levantamientos sociales debido a la pérdida de calidad de vida».

SANTOS Y PECADORES

Tal como se puede observar en el documento publicado el lunes 4 por el IPCC, las emisiones históricas de carbono muestran diferencias considerables entre regiones. Desde que hay registros, Norteamérica, con Estados Unidos a la cabeza, cuenta con el 23 por ciento del stock, casi un cuarto de lo emitido en el mundo. Sin embargo, con la caída de la primacía de esta región en las cadenas globales de valor que abastecen de productos, servicios y patentes al resto del mundo, las últimas décadas trajeron consigo una disminución relativa de las emisiones con respecto al total.

En 2019 el este de Asia –con China como nuevo líder de la citada maquinaria de creación de productos y capital tecnológico– duplicó la emisión de dióxido de carbono de Estados Unidos y sus vecinos, México y Canadá. ¿Puede, entonces, hablarse de nuevos culpables del cambio climático? Dependerá del ángulo desde el que se mire. A criterio de Godoy-Faúndez y del propio IPCC, la culpabilidad de países como China –pero antes, de Estados Unidos y Europa– podría verse de forma menos lineal si se la considerara un problema que atañe también a las economías consumidoras de las mercancías. De esta forma, las economías que importan la ropa producida en el este de Asia, con fábricas basadas en el carbón y los combustibles líquidos derivados del petróleo, tendrían su parte de responsabilidad en los gases que llegan a la atmósfera. Esto sin mencionar la emisión causada por el transporte transatlántico de los bienes.

«Mucho de lo que importamos en Sudamérica es fabricado en países asiáticos, pero quienes demandamos somos nosotros. En nuestros países, numerosas organizaciones diseñan y mandan a manufacturar al extranjero. Esto no excusa a los grandes emisores, pero uno tiene que pensar que son cadenas de abastecimiento globales. Asimismo, el 80 por ciento del mercado eólico está en China, pero no es de empresas locales, sino de compañías de Occidente. Por lo tanto, hay que pensar cómo están estructuradas estas cadenas logísticas», señala el investigador.

El capital para «enverdecer» estas cadenas globales existe y es suficiente para lograr cambios, aun luego de la crisis provocada por el covid-19. «La liquidez y el capital para subsanar el déficit de inversión están presentes», apunta el informe del IPCC. De aprovecharlos y disminuir la velocidad del cambio climático, en el futuro se podría ahorrar en medidas de adaptación que serían indispensables de otra manera, opinó Shukla en la conferencia del lunes 4. En la misma línea se expide Godoy-Faúndez: «Hay dos opciones: o los grandes organismos y los países aceleran el paso o ayudan a otros en esa carrera de avanzar hacia un esquema un poco más verde. Hay cambios que son tecnológicos, hay cambios que son políticos y hay cambios que son comportamentales. Lo que dice el reporte es que no podemos hacer modificaciones importantes si estas áreas no se complementan».

A contramano

Si se analizan los resultados de los inventarios nacionales de GEI de cada uno de los países miembros de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático –los cuales miden y describen la suma de las fuentes conocidas de GEI de una nación menos sus espacios que capturan gases, para llegar a los resultados netos de las emisiones de cada territorio–, el carbono es el principal problema de la gran mayoría de los Estados.

Uruguay, sin embargo, forma parte del pequeño grupo de excepciones que cuentan con un sector energético relativamente verde. La electricidad, principal sector emisor de dióxido de carbono en la mayoría de los Estados del globo, es producida en un 99 por ciento por energías limpias y renovables, lo que centra en el sector del transporte el desafío más apremiante con respecto a este gas, debido al uso de naftas y gasoil. El panorama luce alentador, pero otro gas lleva la delantera de las emisiones uruguayas: el metano. Responsable del 51,4 por ciento de lo emitido por el país, este GEI es causado mayoritariamente por la agricultura, la silvicultura y otros usos de la tierra, de acuerdo a la clasificación de los inventarios nacionales de la convención. Dentro de este sector, la fermentación entérica del ganado (debido a la descomposición de sus heces y la digestión característica de estos animales) contribuye con el 45,7 por ciento del total, de acuerdo al inventario publicado en 2019.

En este escenario, durante la última Conferencia de las Partes, en su 26.a edición, en Glasgow, Escocia, el país se sumó a la promesa de metano o methane pledge. Este compromiso, firmado por otras 110 naciones, establece la meta de reducir las emisiones de este gas en al menos un 30 por ciento para 2030 respecto de sus niveles de 2020 (sobre la aplicación concreta de esta promesa en Uruguay, véase «Lejos de Glasgow», Brecha, 7-I-22). Su cumplimiento no solo tendría un rol central en la disminución de las emisiones: el metano de generación no antropogénica tiene un rol cada vez más importante en el calentamiento global. Este crecimiento se debe al derretimiento del permafrost, una capa de hielos árticos antiguos que deja expuestos los llamados bolsones de metano, desconocidos hasta que el calentamiento global hizo mella en el clima más frío del planeta.

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