Está claro que el cine iraní ha cambiado mucho en la última década: a un panorama dominado por las historias simples y minimalistas, frecuentemente centradas en personajes pertenecientes a las clases bajas –por lo general, niños de un entorno rural o semirrural–, se le ha impuesto uno más novedoso, que se enfoca principalmente en las clases medias urbanas y en conflictos dramáticos cercanos al thriller. Directores multilaureados, como Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf, Jafar Panahi y Majid Majidi, les pasan hoy la posta a otros, como Asghar Farhadi (La separación, El viajante), Houman Seyyedi (Thirteen, Sheeple) y Ana Lily Amirpour (A Girl Walks Home Alone at Night, The Bad Batch), quienes además comparten la singularidad de utilizar ciertos parámetros de los géneros (no sólo elementos del thriller, sino también del policial negro y del terror) para contar historias propias, impregnadas de particularidades de la cultura local.
En este panorama cinematográfico se inscribe esta gran película,1 que plantea un comienzo abrupto que dispara, desde el primer minuto, una seguidilla de situaciones incómodas. Un reconocido patólogo forense se ve involucrado en un accidente de tránsito menor, en el cual el choque de clases es literal: su auto colisiona con toda una familia que viaja en una motocicleta. En un principio, ninguno de los involucrados parece herido, y, como el médico tiene su seguro vencido, intenta evitar la participación de la policía ofreciéndole dinero al padre de la familia damnificada. Olvidado el asunto y pasados unos días, un niño muerto es conducido a la morgue, y el doctor lo reconoce de inmediato como uno de aquellos a los que atropelló.
Al igual que su colega Farhadi, el director y coguionista Vahid Jalilvand coloca a personajes corrientes en situaciones extremas, en un intento de desnudar ciertas reacciones y comportamientos inherentes al ser humano. El protagonista comenzará a sentirse atormentado por las dudas y por la posibilidad de que sea, en mayor o menor medida, responsable de esa muerte. Y conforme avanza la película, ese accidente en principio intrascendente parece repercutir en sucesos inesperados; es interesante cómo la culpa ante el deceso opera de forma diferente entre los principales involucrados: mientras las dudas llevan al médico a la parálisis, una certeza infundada mueve al padre del niño a una imperiosa necesidad de venganza. Ocasionados sea por el miedo, sea por la impotencia, esta conjunción de omisiones y desacatos conduce a puntos de no retorno, donde los daños parecen ya irreversibles.
La extrema austeridad en la aproximación de Jalilvand juega muy a favor de una atmósfera recargada, en la que las tonalidades oscuras y grises acompañan procesos introspectivos y semblantes graves. Las elipsis están notablemente utilizadas, omitiéndose conversaciones o sucesos violentos, que son referidos posteriormente. Esta es la clase de películas que mantienen a la audiencia activa durante todo su metraje, y que incluso exigen una reflexión pormenorizada después de haber terminado, quizá una discusión de café que lleve a recapitular y especular sobre lo que ocurrió, los diferentes implicados y sus motivaciones.
1. No Date, No Sign. Vahid Jalilvand, Irán, 2017.