Desde el domingo 6 está en marcha la séptima edición el Festival Internacional de Danza Contemporánea (Fidcu), que este año reduce su escala para abarcar menos pero apretar más.
El festival, que ya se ha vuelto un clásico de mayo, explicita desde su editorial y su curaduría preguntas en torno al presente, en torno a sí mismo y a cómo seguir; preguntas sobre el sentido de seguir haciendo danza contemporánea en un contexto sociopolítico complejo: “Insertos en esta América Latina tan conmovida políticamente, donde el sur viene siendo tomado por las oligarquías de manera violenta, donde artistas como Wagner Schwartz de Brasil han sido censurados, donde la cultura va siendo dejada de lado”.1 El deseo de continuar, pero sin caer en la excesiva institucionalización del festival y sus dispositivos...
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