Delirium tremens - Semanario Brecha

Delirium tremens

En la sala Zavala Muniz: Barrymore.

En la sala Zavala Muniz: Barrymore

Cuando un gran actor entra en escena, el público lo acompaña expectante. Pronto, el pacto y la conexión se instalan. Desde el primer tarareo con el que Jorge Bolani entra en escena para encarnar al actor estadounidense John Barrymore, se sienten la química y la complicidad entre actor y público, y la puesta promete algo grande. El escenario despliega telas en tonos ocre y bordó que remiten a una majestuosidad barroca; varios objetos retro y demodé delinean el universo del personaje en su camarín, entre la gloria de viejos tiempos y la decadencia contemporánea (la escenografía y el vestuario son diseñados por Hugo Millán). El texto, escrito por el guionista estadounidense William Luce, está pensado para dos actores que dialogan; en este caso, Bolani asume el rol de Barrymore y Rodolfo Requejo, el de Frank, su apuntador. El director Alfredo Goldstein resuelve el diálogo con un gran trabajo del fuera de campo, recurso que enfatiza la soledad del personaje central. La escena muestra a un Barrymore consumido por el alcohol, tratando de componer un nuevo gran rol de Ricardo III de Shakespeare para no caer en el olvido, ese monstruo que lo acecha.

El autor sitúa la acción en 1942, meses antes de la muerte de John Barrymore. Esa inminencia se respira en las reflexiones del personaje. Bolani compone con sutileza los devenires de esta figura que supo brillar en el cine mudo y sonoro de Hollywood; Barrymore era miembro de una reconocida familia de actores y fue protagonista de grandes clásicos, como Dr Jekyll and Mr Hyde (1920), Don Juan (1926), Gran Hotel (1932), Topaze (1933) y Romeo y Julieta (1936), entre muchos otros. También fue partenaire de actrices fulgurantes como Greta Garbo y Katharine Hepburn, y participó en varios éxitos teatrales de Broadway. Esta obra despliega su drama interno y su tragedia personal (al estilo shakespeariano): su lucha entre el gran deterioro físico provocado por la adicción al alcohol y la necesidad de continuar manteniendo su estrella sobre el escenario. En esa dolorosa tensión, que Bolani transita con solvencia, se deslizan recuerdos y confesiones de su biografía familiar, su tortuosa relación con su padre, el vínculo con sus hermanos Lionel y Ethel (también actores), su relación infructuosa con las mujeres y los detalles de sus cuatro ex matrimonios, abordados con un preciso humor negro que aflora en cada parlamento.

En su época de oro, Barrymore era reconocido por sus rasgos como “El gran perfil”. Desde esa imagen de antaño, Goldstein y Bolani se dan permiso para reconstruir la memoria de la estrella en todas sus aristas, las célebres y las más oscuras, recorriendo un tránsito cruel por el costado más patético al que lo llevó su enfermedad. Entre lo altanero y lo grosero, lo glamoroso y lo terrenal, Bolani compone a un Barrymore que, más que un divo, es un ser humano cercano, íntimo. El actor uruguayo demuestra, en esta vuelta a los escenarios, su gran oficio y talento, celebrando con este papel sus 50 años de trayectoria (recordemos sus entrañables roles en El viento entre los álamos, Variaciones Meyerhold o La visita, así como sus inolvidables interpretaciones cinematográficas en Whisky y Corazón de fuego, entre otras). Bolani elabora con destreza los claroscuros de un personaje que intenta sostener un texto mientras olvida permanentemente las líneas, o que lucha desesperadamente por evitar su muerte en las tablas mientras la vida (neblinosa frontera entre el pasado y el presente) se le escurre entre los dedos. Suenan, a capela, estrofas de “I’ve got a gal in Kalamazoo”, de Glenn Miller; ese son de jazz, dulce y melancólico, acompaña al actor en su retirada. Al escucharlo, sólo dan ganas de que la función continúe.

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