En la escena inicial, el protagonista participa de un círculo de terapia grupal y comienza a enumerar sus principales problemas: “Soy Elton Hércules John y soy alcohólico, y cocainómano, y adicto al sexo, y bulímico, y adicto a las compras. También tengo problemas con la marihuana y con el control de la ira”. Adicciones no tan frecuentes (al menos no acumuladas todas en una misma persona) que, de algún modo, llevan a pensar que lo que se avecina será una biopic turbulenta, o cuando menos incómoda, y más si se conocen al menos superficialmente algunas de las historias del comportamiento del verdadero Elton John en los backstages durante las décadas del 70 y 80. Pero es interesante cómo, durante el devenir de la posterior narración, varias de estas problemáticas son minimizadas o directamente omitidas del cuadro.
Es probable que la explicación esté en el hecho de que uno de los productores ejecutivos de esta abultada coproducción británico-estadounidense1 (que cuenta con un presupuesto estimado de 40 millones de dólares) sea el mismo Elton John, y que por ello no se lo haya querido desfavorecer demasiado. Sea por esto o por evitar el rechazo al protagonista por parte de la audiencia, varios de estos costados sórdidos se encuentran especialmente atenuados. El resultado es una película convencional, que transita muchos lugares comunes, a veces con una cursilería desmesurada (hay que ver la obviedad metafórica de la escena de la piscina, o aquellos fragmentos oníricos en los que el protagonista sale volando, disparado a lo Rocketeer, o se abraza con su yo infantil) y que, si bien cuenta con grandes talentos actorales (el joven Kit Connor es sobresaliente), una banda sonora excelente y notables escenas aisladas (su primer recital en Estados Unidos, por ejemplo), desaprovecha el enorme potencial de una personalidad y una biografía espectaculares, convirtiéndose en un almibarado relato de autocompasión. El cineasta Dexter Fletcher (que ya tiene experiencia en los biopics musicales por haber sido el director no acreditado de Bohemian Rhapsody tras la renuncia de Bryan Singer) estiliza demasiado sin lograr erigir una cotidianidad creíble del músico británico.
Por fuera de ello, falta algo esencial y es la sensación de libertad desatada que suelen trasmitir los buenos musicales, esa magia que se dispara cuando los personajes dejan de hacer lo que están haciendo y se ponen a cantar porque sí, porque se les da la gana, en cualquier lugar y en cualquier momento. Es cierto que aquí hay varias escenas de ese tipo, pero lo que debería ser una ruptura deliberadamente inverosímil, libérrima, casi anárquica, aparece aquí como algo mucho más sofisticado y medido, como si los actores y bailarines siguieran un itinerario milimétricamente estipulado. Todo se ve, se siente y se huele como algo controlado y artificial. Las calculadas coreografías, los elegantes movimientos de cámara, los peinados perfectos (ni un bucle escapa de su sitio), las pulcras vestimentas, las barbas esculpidas y los rostros escrupulosamente rasurados; hasta los extras que se ven caminando por detrás pegan muy mal en una película basada en hechos reales, y que se supone está hablando de jipismo, drogas, orgías y rock and roll.
1. Rocketman. Dexter Fletcher, Inglaterra, 2019.