Seguramente las polémicas tras los recientes incendios de plantaciones forestales en Paysandú y Río Negro seguirán ardiendo por semanas. Comencemos por señalar que, a medida que pasan los días, no ha dejado de aumentar la escala de esos incendios. Los reportes más recientes indican que se quemaron 37 mil hectáreas. A pesar de esa enorme superficie, no faltan quienes sostienen que serían casi inevitables, porque también arden los bosques en Norteamérica y Australia. O bien se culpa al cambio climático. Dichos como esos sirven para aligerar la responsabilidad de las empresas y el gobierno.
PLANTACIONES NO SON BOSQUES
Para no caer en esas simplificaciones se deben señalar diferencias sustanciales. Los bosques nativos son muy distintos y nada tienen que ver con las plantaciones forestales. Los primeros son ambientes diversos, con todo tipo de vegetación y fauna; los segundos son monocultivos con los mismos árboles alineados uno detrás de otro, donde las plantas y los animales autóctonos casi no tienen cabida. Hay bosques que, de tanto en tanto, arden en ciclos naturales que les permiten renovarse. En cambio, el incendio de un monocultivo no se corresponde con esa situación. Por lo tanto, comparar lo ocurrido en Uruguay con incendios como los de Yellowstone, en Estados Unidos, es un sinsentido.
Hay bosques naturales que normalmente no deberían arder, como sucede con la selva amazónica, pero que los humanos queman deliberadamente todos los años para, así, liberar áreas para la actividad agropecuaria. Eso no ocurre en Uruguay. Esto permite precisar que sufrimos el incendio de predios plantados, y es, por lo tanto, análogo a, pongamos por caso, la quema de campos de soja. Pero, como estos se extienden en una enorme superficie, es precisamente esa condición de monocultivo la que hace que un incendio sea tan difícil de controlar. Esas plantaciones reemplazaron ambientes en praderas, laderas de sierras y planicies de arroyos, donde su heterogeneidad servía para acotar los incendios. A medida que avanza el cambio climático, las sequías, las olas de calor, los vientos fuertes y las condiciones de ese tipo aumentan el riesgo de fuego y se suman más dificultades para enfrentar los incendios. Pero no los provoca.
Como puede verse, aferrarse al fatalismo, argumentando que si en el norte hay incendios forestales que no pueden evitarse lo mismo ocurriría aquí, o culpar al cambio climático no tiene mucho sentido. No solo eso, sino que es difícil de entender que quienes por años nos han dicho que las empresas cuentan con la mejor ciencia y la mejor experiencia se excusen citando una y otra vez a Finlandia y a Chile. Basta observar las plantaciones chilenas, en alguna medida análogas a las uruguayas y que han padecido enormes incendios, para saber qué medidas tomar y qué errores evitar. Por lo tanto, la propia dimensión del incendio y el hecho de que fuese realmente la lluvia la que finalmente lo detuvo muestran que las medidas de prevención y control de las empresas fallaron, que la ciencia y la tecnología no fueron adecuadas, y que no se aprendió de lo que sucede en otros países.
TRASLADAR IMPACTOS Y RIESGOS
Mientras muchos quedan atrapados en confusiones como las que se acaban de examinar, los incendios han dejado en evidencia un problema mucho más profundo en el sector forestal. Ya casi todos reconocen que esas plantaciones crecieron gracias al apoyo estatal, que abarca desde exoneraciones hasta el pago del megaferrocarril que necesitan. Pero sobre todo eso se superponen unas colosales transferencias de impactos y riesgos a los vecinos, los municipios, el gobierno y, al final de cuentas, a la sociedad.
Se puede comenzar por una observación simple: algunas plantaciones se vuelven albergues de plagas que afectan a los agricultores vecinos; sin embargo, el costo de ese daño productivo no tiene más remedio que padecerlo el agricultor. El forestador no asume la responsabilidad por los impactos que se originan en sus montes y afectan a los vecinos. Este tipo de circunstancias se repite en una amplia lista de impactos locales y regionales que se derraman sobre los predios adyacentes, tales como la alteración del ciclo del agua, el daño de la flora y la fauna nativas, y la afectación de otras prácticas agropecuarias. En todos esos casos los impactos y los costos son transferidos a quienes los padecen. En esto anida una de las razones por las cuales el sector siempre es un buen negocio, ya que su contabilidad es capaz de calcular el costo de sus camiones, pero no puede ni está obligada a mensurar los impactos producidos sobre los vecinos.
Esas transferencias causan tantas distorsiones que ciertas medidas positivas pueden ser vistas como negativas. Se confunden, por ejemplo, los corredores que sirven de cortafuegos con otros que deben ser destinados a proteger la fauna y la flora silvestres. Hay vecinos tan afectados por los incendios que reclaman «limpiar» los corredores de biodiversidad, esperando que sirvan para contener incendios, aunque de ese modo se deteriorará todavía más la calidad ecológica de los parajes donde residen. En realidad, son las empresas las que deberían multiplicar los dos tipos de corredores, pero, claro, eso implica perder hectáreas forestadas. Las empresas también trasladan sus riesgos, lo que quedó en evidencia en estos incendios. Son los vecinos quienes se movilizan para salvar sus casas. Las intendencias asistirán a los damnificados, el gobierno central desplegó a los bomberos, y así sucesivamente. En cambio, las empresas se cubren con sus pólizas de seguro. Esa transferencia del riesgo no es un tema menor y se vuelve relevante al recordar que el megatren de UPM transportará sustancias químicas peligrosas.
El Estado y, con este, los partidos políticos no parecen capaces de enfrentar esta problemática. Las transferencias de impactos y riesgos cristalizaron bajo los progresismos, y el gobierno actual, inmerso en la confusión, las refuerza. Es que las plantaciones forestales deberían ser controladas en sus aspectos productivos y agronómicos sobre todo por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, pero no pasa desapercibido que el actual director de esa área proviene de la asociación de empresas forestales. Como contrapartida, las reacciones parecen provenir de otro ministerio, el de Ambiente, que anuncia que se impondrá una distancia mínima de 500 metros entre los árboles y las viviendas. Esa medida es más que necesaria, pero no es una competencia específica de esa cartera. Su mandato es proteger el ambiente y, frente a la diseminación de monocultivos, se requieren otras respuestas. Entretanto, los demás ministerios no aportan nada sustantivo.
Otra vez estamos ante ministerios que no actúan donde deberían y otros que lo hacen donde no necesariamente les corresponde. De ese modo, aunque el humo de los incendios se disipa, las plantaciones forestales seguirán trasladando sus impactos y riesgos a todos nosotros.