Dieciocho años sin Fanny - Semanario Brecha
Desaparecer en el norte de México

Dieciocho años sin Fanny

Familia de Fanny Sánchez-Viesca Ortiz, desaparecida el 5 de noviembre de 2004 en Torreón, Coahuila. ERNESTO ALVAREZ

Tardamos menos de diez minutos en llegar de su casa al sitio donde su hija fue desaparecida. Silvia Ortiz ha vivido demasiadas cosas difíciles durante los 18 años que han pasado desde entonces, pero tal vez pocas le aprieten el pecho como esta esquina: el cruce de la avenida Morelos con la calle 28 (que recibió el nombre de la actriz Carmen Salinas) en la zona centro de Torreón, unas de las principales ciudades del estado de Coahuila, al norte de México. Silvia Stephanie Sánchez-Viesca Ortiz, su hija, vestía esa tarde el uniforme de la escuela preparatoria e iba de regreso a su casa. Era 5 de noviembre de 2004 y Fanny tenía 16 años.

Silvia sabe que en estas dos cuadras de casas y negocios tiene que haber habido testigos, alguien que vio, que oyó el momento en que su hija adolescente fue llevada por la fuerza, pero que se han negado a colaborar con el caso, a pesar del tiempo transcurrido. Silvia lo sabe y lo dice sin tapujos: «Quiero ser como una piedra en el zapato para ellos, porque me van a seguir viendo y soportando hasta que se dignen a hablar».

Cuando Fanny fue desaparecida, no existía el mecanismo de alerta AMBER, que ahora se activa para la búsqueda inmediata de menores de edad, no había comisiones de búsqueda ni fiscalías especializadas de investigación, porque surgieron en 2018, tras la sanción de la ley general de desaparición. En 2004, nadie podría imaginar que en 2022 se exhumarían más de 800 personas de fosas comunes en todo Coahuila (véase «Falsos relatos», Brecha, 26-VIII-22) y menos que este estado sería pionero en crear el primer Centro Regional de Identificación Humana, que ahora debe identificarlas. No había comisiones de atención a víctimas, no había siquiera colectivos de familiares. Nadie auguraba entonces que México tendría hoy registro de más de 25 mil mujeres desaparecidas, que en su mayoría son nenas de entre 15 y 19 años, igual que Fanny.

Silvia ha vivido todo eso. Ha sido sostén de su familia y de un movimiento social parido del dolor y forjado en la lucha por los derechos humanos. Es una mujer aguerrida, creyente, con la inteligencia particular de quien sabe escuchar la intuición y olfatear el peligro. Además de la grieta provocada en ellos por la incertidumbre, la familia ha debido sobreponerse al descrédito generado por las propias instituciones, que lanzaron, sin prueba alguna, la versión de que Fanny fue apropiada por un capo narco. La única pista verdadera está en estas dos cuadras, y Silvia lo sabe. Por eso estamos aquí.

En la noche despejada, un par de vecinos se acercan a oír el rezo del párroco que, en ningún lado como en México, ha debido adecuar la liturgia católica clásica a la necesidad de arropar los corazones de sus fieles que protagonizan esta crisis. «Hasta encontrarte, Fanny», dice sustituyendo la palabra amén y nada resulta más adecuado. La familia se abraza. Silvia insiste en que su único motor de vida es encontrarla, porque ella no está dispuesta a heredar a sus nietos este dolor. La entiendo. Miro en la lona el retrato de Fanny con 16 años y su progresión de edad con 34. Somos contemporáneas. Pienso qué habría pasado con mi madre si yo no hubiese regresado del liceo. Pienso: ¿qué habría hecho usted si su hija no hubiese regresado a casa?

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