Dile a la vida que viva - Semanario Brecha

Dile a la vida que viva

En Cinemateca: “Ausencia de mí”.

Hay películas que tienen la responsabilidad, aunque partan de un caso individual, de contar la historia de una comunidad. Son materiales que, para bien o para mal, se meten de lleno a reinventar la memoria colectiva, y por eso resultan tan difíciles de juzgar en términos objetivos (si jugamos a que eso existe, por supuesto). Las películas no son fáciles de olvidar: luego de verlas, por años y años asociamos a los personajes reales, o a las épocas que habitan, con las imágenes y los sonidos que los representan en la pantalla. Por eso, abordar un recuerdo como el de Alfredo Zitarrosa utilizando sus archivos personales es un desafío enorme, porque su vida y su obra han sido parte de la educación sentimental, estética y política de un montón de personas. Tantos significados alrededor de su figura han forjado nuestras subjetividades ‒versos y música, claro, pero también entonaciones, principios políticos, reacciones, paisajes, actitudes vitales‒ que hablar sobre él es, necesariamente, habitar una realidad simbólica compartida. Y una de las muchas inteligencias de Ausencia de mí radica en no querer enseñarnos o volver a narrar eso que muchos ya conocemos y atesoramos, sino en aportar una mirada nueva a esa parte de su vida que nos resulta más lejana y extraña: el exilio.

La pregunta sobre qué sentirá una persona que no conozca a Zitarrosa antes de ver esta película es, para mí, imposible de responder ‒claramente no busca abordar su biografía completa ni situarlo en el olimpo del canto popular uruguayo, del que, a mi humilde entender, siempre será el dios rey‒, pero agradezco la decisión que tomó la directora de comunicarse con el público sin explicar demasiado, deslizando los conceptos con sutileza, planteando un pacto cómplice con los espectadores, como si susurrara con confianza: “Yo sé que vos sabés, incluso tal vez más que yo, el sentido que tiene este plano, este rostro, este paisaje”. Haber filmado el archivo del cantor en su aspecto físico es un gran acierto: el hecho de que veamos el proceso de recuperación de sus cosas reales, que están ahí hoy, frente a cámara, funciona de contrapunto perfecto para ese pasado ‒siempre fragmentado, elíptico, evasivo‒ que se devela al escuchar o mirar el contenido de los materiales. La delicadeza del montaje acompaña el proceso con maestría, y nos hace experimentar ese melancólico sentimiento de descubrimiento que implica hurgar en las pertenencias más íntimas de las personas que hemos amado y que ya no están.

Las dos grandes temáticas que emergen naturalmente de esa fascinante contemplación ‒insisto, sin que la narrativa se sienta forzada en ningún momento‒ son el exilio y la paternidad de Zitarrosa. Son temas mezclados, enlazados por la historia real y por la forma en que los presenta la película, y en los intersticios, en esos huecos que quedan entre un territorio y el otro ‒entre el juego con las hijas y la nostalgia desesperada; entre los casetes dirigidos a los amigos, en los que cuenta sobre el crecimiento de las niñas, y las reflexiones sobre la creación y el paso del tiempo; entre la mujer que lo ha protegido siempre y su propio abandono‒, se genera un espacio de interpretación conmovedor, profundamente humano. Porque, además, mirar al Zitarrosa quebrado que vuelve del exilio es volver a pasar por el cuerpo el efecto terrible que tuvo la dictadura y entender que el proceso de alteración, de desorden creativo y vital que significó en nuestros países la década del 60 terminó en la vuelta irremediable de cada uno a su lugar: el revolucionario es ahora un padre de familia en un cumpleaños de 15 con vestido blanco, suena un vals y, a pesar de la ternura general de la escena, su cuerpo encorvado parece encarnar esa resignación social que nos duele todavía. Ausencia de mí es una película agridulce, ambigua y bella como tantos versos del poeta y, aunque sólo aborda una parte de su vida, nos lo trae entero, nos hace ese regalo. Una última apreciación: nadie hablará jamás como hablaba Zitarrosa. Escuchar su voz sigue siendo una experiencia de una intensidad intransferible, tan triste y maravillosa al mismo tiempo.

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