Dios o el Diablo - Semanario Brecha

Dios o el Diablo

The Place. Italia, 2017.

The Place. Italia, 2017.

A veces el cine se aproxima al teatro, pero ha pasado muchísimo tiempo desde que una película que transcurriera en un solo lugar pudiera ser catalogada de “teatro filmado”. Los cineastas aprendieron a habitar sutilmente con las herramientas del cine las acciones que transcurren en una sola locación, a veces en un mismo tiempo, y que se apoyan sobre todo en los diálogos. En el teatro no tenemos primeros planos, ni la cercanía de los ojos del actor, ni el movimiento de cámara que enfatiza o diluye una situación.

Paolo Genovese, realizador de la exitosísima Perfectos desconocidos –que habilitó una serie de remakes, una a cargo de Álex de la Iglesia, y numerosas adaptaciones al teatro, pero también de al menos una decena de películas más, una sola de las cuales se proyectó en Montevideo en un festival de Cine Universitario–, prueba en esta película1 otra vez con la concentración. Un solo lugar, el mismo asunto, pero desplegado en varios personajes alrededor del personaje central. Este (Valerio Mastrandea, un actor formidable por donde se lo mire) es un tipo sin nombre que pasa el día entero en un café, donde recibe a sucesivos “clientes”. Estos le piden cosas que podrían ser milagros: que un anciano se cure del Alzheimer; que un niño con cáncer se salve; que una monja que dejó de “sentir a Dios” vuelva a sentirlo; que una muchacha se torne hermosa; que una casada vuelva a tener los bríos de sus primeros tiempos de matrimonio; que un ciego pueda ver; que un padre muy poco ejemplar recupere a su hijo; que un mecánico tenga una noche de amor con una de sus chicas de calendario. Peticiones dramáticas o jocosas, pero a la manera del Diablo del Fausto, hay que pactar con él, puesto que para conceder esos dones el hombre sin nombre dice a cada uno que, para obtener su deseo, tiene que hacer tal o cual cosa. Y algunas de ellas son verdaderamente horribles.

Se puede hablar de magia, pero no hay trucos. De filosofía, pero no hay pensamientos definitorios ni frases importantes. Nadie, ni los clientes ni el espectador, sabrá nunca quién es ese misterioso parroquiano que los escucha y les da esperanza, pero siempre poniendo en las manos de esos clientes, nunca en las suyas, la posibilidad de conseguir lo que quieren. La apuesta del director, en cambio, no es nada misteriosa; así como en Perfectos desconocidos los celulares abiertos ponían en evidencia las contradicciones y falencias de todos, en esta película la decisión, la indecisión o el cumplir o no con la condición requerida pone de manifiesto ese monstruo interior que, se supone, todos llevamos adentro y no se revela más que en circunstancias extremas, y también, in extremis, las reservas morales que pueden saltar cuando menos se las invoca.

Hay que reconocerle al director su habilidad para lograr que algo que sucede solamente en la mesa de un café, con visitantes que llegan y se van, no aterrice en la monotonía. Los diálogos, y su fluir y su encadenamiento –luego se verá la sincronización que el misterioso hace con ellos–, y la medida intensidad del actor principal, Mastrandea, van marcando un crecimiento dramático que sorprende y va creando cuotas de módico suspenso. Todo lo que los clientes hacen o dejan de hacer transcurre en un absoluto fuera de campo; sólo se sabrá de todo eso por lo que cuentan. Y si la cámara sale alguna vez de ese boliche, es apenas para mostrarlo desde fuera, un lugar cualquiera en una ciudad indefinida.

La evidente vocación moralizante puede molestar o resultar naif, y algo de ambas cosas se instala. Pero la sobriedad y la habilidad de cómo se enhebran las distintas situaciones, y la indefinición del personaje principal –Diablo, qué diablos eres, tan astuto pero tan impotente, y solitario, y triste– culminan el filme con algo a la vez melancólico y escéptico, pero no desesperado. No hay cosa juzgada, algo que sí estaba en Perfectos desconocidos, que por algo le fue tan bien. Hay un pantallazo, caricaturesco quizá, de los extremos de la desesperación o el deseo, de la pequeñez y la codicia, o de la súbita conciencia de los humanos, y de la impotencia de Dios o del Diablo para manejar esta estirpe engañosa y mestiza en valores. Nada mal, para una película pequeña y sibilina, con apuestas más altas que sus logros.

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