El antiprogresista - Semanario Brecha
Ochenta años de la muerte de Walter Benjamin

El antiprogresista

Retrato de la portada de Cuadros de un pensamiento, Ediciones Imago Mundi

En los epígrafes queda precioso. Le da ese toque opaco y revelador que todo epígrafe necesita. Al abrir el libro de turno y comenzar un nuevo capítulo, antes de sumergirse en el bloque de texto, uno se detiene apenas, entre distraído y ansioso, en la frasecita críptica e inspiradora que lo encabeza, que puede ser, por ejemplo: «El aburrimiento es esa ave que incuba el huevo de nuestra experiencia». O si la cosa va de psicoanálisis y aproximaciones al inconsciente: «El lenguaje del sueño no está en las palabras, sino bajo ellas». O algo más trágico y épico, como: «Si el enemigo vence, ni siquiera los muertos están a salvo. Y ese enemigo no ha cesado de vencer». En cualquier caso, el nombre abajo de la cita será el mismo: Walter Benjamin.

Para el mundo intelectual y cultural en sentido amplio, Benjamin es un escritor misterioso, melancólico y probablemente inútil, pero que, por estas mismas razones, funciona bárbaro como una fuente inagotable de bellas citas, esas que oxigenan un poco los ladrillos de texto árido que abundan en los papers académicos. Se trata de un culto pasajero, casi esnob, en el que sus frases inspiradoras y enigmáticas adornan lo importante, lo bordean, incluso lo trascienden, pero nunca son, en sí mismas, lo importante. Digamos que, desde esta perspectiva, a la filosofía de Benjamin hay que admirarla pero no tomársela muy en serio.

Por suerte, Walter Benjamin es mucho más que una rocola de citas con aire poético o un bohemio melancólico y soñador. Fue, en primer lugar, un crítico de arte; en segundo lugar, un historiador de la cultura, y por último, seguramente sin proponérselo, un filósofo de la historia, posiblemente uno de los más audaces y lúcidos de todo el siglo XX. Susan Buck-Morss, investigadora especializada en la Escuela de Fráncfort (a la que Benjamin perteneció), y una de sus mejores exégetas, pasó raya a estas distintas dimensiones de su obra y lo definió, sin vueltas, como un escritor revolucionario.

Este 26 de setiembre se cumplen 80 años de su muerte, ocurrida en 1940. Tras el ascenso del nazismo en su Alemania natal, se exilió en Francia, donde pasó varios años. De allí llegó a cruzar a España, con la esperanza de seguir hacia Portugal para alcanzar el Atlántico y atravesarlo hasta América. No pudo. Se suicidó con morfina en la habitación de un hotel de paso en Portbou, una ciudad costera en la frontera entre España y Francia, mientras lo perseguían los franquistas para entregarlo a los nazis. Sus cargos: antifascista, comunista y judío.

Quizá por el tono extremadamente críptico y barroco de su escritura, o quizá porque su pensamiento, un marxismo atrevido que mezcla teología con lucha de clases, hedonismo con compromiso revolucionario, no era muy compatible con el modelo soviético imperante en el campo socialista, los textos de Benjamin recién fueron rescatados en los años setenta, unos 30 años después de su muerte. A partir de allí, y más allá de los usos superficiales mencionados, sus reflexiones sobre la historia, la revolución, la cultura, la utopía se fueron convirtiendo en una constelación de imágenes que ha inspirado a generaciones de luchadores sociales y movimientos emancipatorios, a quienes desean vivir en sociedades no capitalistas e imaginar las formas de vida que pueden caber en ellas. Si alguien quiere cambiar el mundo, le conviene leer a Walter Benjamin.

El aniversario de su muerte sería una excusa suficiente para escribir sobre él y repasar su legado si no fuera porque, además, Benjamin nos enseñó otras maneras de vincularnos con el pasado. En su visión de la historia, el pasado no puede ser un cúmulo de hechos muertos, embalsamados para su rememoración pasiva, sino una fuerza viva, una chispa que atiza la esperanza y las luchas del presente. Los muertos no son sólo para recordarlos, sino para que sus vidas nos inspiren y nos acompañen.

Lo que heredamos no dice nada de nosotros. Lo que hacemos con lo que heredamos lo dice todo. Para Benjamin la historia no es la narración de un pasado estático, sino las formas en que las personas recuperamos y reconstruimos el pasado para conectarnos con una genealogía de luchas que nos dé fuerzas para cambiar el mundo. Y lo mágico es que al hacerlo, al cumplir con las esperanzas amputadas de los vencidos, el propio pasado puede cambiar.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve recuperar a Benjamin en este momento histórico? Estamos atravesando una transición histórica a escala planetaria, y el panorama es desolador. La lógica del capital ha devorado la naturaleza y sus recursos al punto de causar una crisis ecológica que amenaza la continuidad de la vida en la Tierra. Para peor, todo indica que, ante este avance depredatorio, el ambiente seguirá respondiéndonos con mutaciones virales y brotes epidémicos. La contaminación y el calentamiento global —efectos de los combustibles fósiles y las toneladas de basura— destruyen la biodiversidad, alteran los ciclos naturales que hacen posible la vida. En suma, la lógica capitalista del crecimiento económico está conduciendo al fin de todo lo vivo.

Mientras tanto, la crisis económica global causada por la pandemia ha extendido y agravado la precariedad de la vida de enormes contingentes de personas. El paro abrupto de la economía y la sustitución del trabajo humano por soluciones tecnológicas descartan a millones de nuevos desempleados. Los que tenemos la suerte de conservar nuestro trabajo ya estamos sufriendo las consecuencias psicológicas y sociales de la virtualidad, que refuerza la explotación y dificulta la capacidad de organización de los trabajadores. Por su parte, las grandes instituciones del capitalismo neoliberal —con Estados Unidos a la cabeza— parecen incapaces de sostener el régimen, que ya no es más que una absurda burbuja financiera de deudas y valores ficticios.

Si hay algo que Benjamin detestaba era la ideología del progreso histórico, la convicción optimista de que de a poco la humanidad va avanzando, va viviendo mejor, va resolviendo mejor sus conflictos, va desarrollando más sus capacidades, va controlando la naturaleza para sacar de ella el máximo provecho para la vida humana. Esta idea de una historia lineal que va de peor a mejor es, para Benjamin, la gran tragedia de la modernidad. Muy al contrario, creía que el progreso era la expresión histórica de la victoria de los poderosos a costa del sometimiento y el sufrimiento de los débiles, y que la automatización generaba un empobrecimiento de la experiencia y la textura de la vida. En síntesis, creía que el progreso nos llevaba a la catástrofe y producía vidas de mierda, algo bastante parecido a lo que tenemos hoy.

Esta crisis es también la crisis de la ideología del progreso histórico. No se puede seguir sosteniendo que la humanidad va avanzando o que se puede hacer del mundo un lugar más habitable administrando mejor el capitalismo, cuando es el propio desarrollo capitalista, bajo la retórica del progreso, el que nos ha traído a este punto, tal como sospechaba Benjamin.

El problema es que la catástrofe no quiere decir que el capitalismo o el planeta vayan a terminarse pronto. Ya aprendimos que las crisis globales, como esta, no significan el fin del capitalismo, sino momentos de reconfiguración hasta encontrar un orden siempre más precario que el anterior. La imagen apocalíptica de un mundo que explota y desaparece como consecuencia de la depredación capitalista es un lugar común de este tiempo pero no muy realista. Lo más probable, si todo sigue como parece, es que el mundo sea, más rápido que lento, un lugar cada vez más horrible donde vivir.

Terminaría así esta nota, resignado, si no fuera porque pienso en Walter Benjamin. Porque claro que Benjamin era pesimista, pero un pesimista activo, que creía en la capacidad de los sujetos colectivos de organizarse para interrumpir el tren podrido del progreso. Hay que hablar menos de avanzar y más de interrumpir. La historia está abierta. Las cosas nunca suceden tal como nos las imaginamos, y la vida es aquello que persevera en su ser y se resiste a que la pasen por arriba. Pero esa esperanza no puede surgir de la fe progresista en el desarrollo, sino de la conciencia de que el mundo se va al tacho y es posible cambiarlo radicalmente.

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