El secretario de Defensa británico, Ben Wallace, contuvo las lágrimas durante una emisión de la cadena LBC cuando se supo que los talibanes consolidaban su control sobre Afganistán. «Lo que más lamento es que algunas personas no regresarán», dijo Wallace. Entre 2003 y 2005, el ahora ministro fue director en el extranjero de Qinetiq, la empresa de tecnología militar creada en abril de 2001, cuando se privatizó la agencia estatal británica de Investigación y Evaluación de Defensa. Los ingresos de la compañía rondan hoy los 1.000 millones de libras al año.
Los contradictorios roles de Wallace –un exejecutivo de alto nivel de una empresa que lucra con la «guerra contra el terrorismo» reconvertido hoy en ministro de alto rango que afirma, con razón, que Reino Unido le debe mucho al pueblo de Afganistán– reflejan una contradicción mayor. Por un lado, es obvio que la guerra es un negocio lucrativo. Y la «guerra contra el terror», que ha hecho crecer enormemente la dependencia de los gobiernos occidentales con respecto a mercenarios y contratistas privados, ha sido especialmente lucrativa, disparando al alza en los últimos 20 años las ganancias de los accionistas de las cinco principales empresas de defensa del mundo (véase, en este número, «Ganar y perder en Kabul»). Por otro lado, si se considera el lugar que ocupan la guerra y la conquista en la economía y en las ciencias sociales en general, es evidente que la mayoría de los economistas del mainstream continúa ignorando las formas en que la guerra contra el terrorismo enriquece a un pequeño pero influyente número de personas.
Es un problema tan nuevo como antiguo. Los proponentes del laissez-faire en el siglo XIX se esforzaron de manera deliberada para crear una brecha perceptiva entre conflicto bélico y comercio. Frédéric Bastiat (1801-1850) creía que el libre comercio sin restricciones podía ser una fuente de paz mundial. Pero, para conseguirlo, la gente tenía que fingir que en el mundo real el comercio estaba tan libre de conflictos como él lo deseaba en sus fantasías teóricas. «Eliminemos de la economía política todas las expresiones tomadas del vocabulario militar: luchar en igualdad de condiciones, conquistar, aplastar, estrangular, ser derrotado, invasión, tributo, tales expresiones son contrarias a la cooperación internacional», escribió Bastiat.
John Stuart Mill también trató de fingir que el mundo era más pacífico de lo que en realidad era. En su célebre obra El sometimiento de las mujeres, Stuart Mill elogia a «las naciones más avanzadas del mundo (incluido Reino Unido) por allanar el camino hacia una nueva era de libre comercio, marcada por relaciones consensuales entre las naciones en lugar del principio bárbaro de la ley del más fuerte». Es una afirmación divertida para hacer en pleno apogeo del imperio británico. Es cierto que, en el continente europeo, hubo hacia la última mitad del siglo XIX una disminución de las guerras entre las potencias. Pero solo pasando por alto la violencia y la brutalidad que se desataba en las colonias podían Mill y otros economistas mantener que el comercio libre y pacífico era lo prevalente, cuando la realidad es que no lo era.
Uno de los herederos actuales de Mill a este respecto es el psicólogo y lingüista Steven Pinker, cuyos Los ángeles que llevamos dentro (2011) y En defensa de la Ilustración (2018) describen cómo, en los últimos 300 años, se habría registrado una disminución de la violencia mundial. Sin embargo, sus afirmaciones son principalmente un artefacto de oportunismo estadístico. El número de personas desplazadas que huyen de conflictos armados está hoy en su nivel más alto desde la Segunda Guerra Mundial, pero los refugiados apenas reciben mención en los best sellers de Pinker.
Como ha señalado el sociólogo Michael Mann, la teoría de Pinker sobre la disminución de la violencia se basa en una visión convencional de la guerra que considera como progreso que las guerras entre los Estados europeos hayan disminuido, mientras que las guerras civiles fuera de Occidente han proliferado. El problema, como enfatiza Mann, es que la visión convencional ignora la participación angloestadounidense en esas guerras civiles no occidentales. Es la forma de mantener una falsa apariencia de manos limpias.
El economista estadounidense Tyler Cowen, en tanto, atribuye el estancamiento del crecimiento económico en las naciones occidentales a una supuesta falta de guerras. «Vivimos en esta divertida burbuja mundial en la que no ha habido ninguna gran guerra últimamente», sugirió Cowen en su pódcast en 2017, a poco de cumplirse 20 años de la «guerra contra el terror» liderada por Estados Unidos.
La afirmación es profundamente cuestionable por una serie de razones. En primer lugar, aunque la guerra genera a menudo grandes ganancias, estas se reparten por arriba: enriquece a las elites, pero no al resto de nosotros. No existe vínculo directo entre las guerras y la riqueza nacional en general, como bien señaló Adam Smith: «Desde el establecimiento de la Compañía de las Indias Orientales, por ejemplo, los demás habitantes de Inglaterra, además de estar excluidos del comercio, deben haber pagado, en el precio de los bienes provenientes de las Indias que ellos han consumido, no solo por todas las ganancias extraordinarias que la compañía pudo haber obtenido de esos bienes como consecuencia de su monopolio, sino también por todo el extraordinario derroche que el fraude y el abuso, inseparables de la administración de una compañía tan grande, necesariamente deben haber ocasionado».
Incluso Forbes, difícilmente una enemiga de las grandes empresas, describió la narrativa de Cowen como económicamente engañosa y «de miedo». Pero, aun si el botín de la conquista hubiera beneficiado a la nación agresora en su conjunto, no es razón suficiente para elogiar la guerra deliberada como fuente de beneficios económicos.
Una pregunta más profunda es qué se considera una gran guerra, una guerra digna de mención o consideración. Millones de personas han muerto como resultado directo de las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, pero, para Cowen, estas muertes parecen tener una importancia insignificante. Es preocupante cuánta gente estaría de acuerdo con él. Bastiat se salió con la suya: el lenguaje de la conquista ha sido, en gran parte, desterrado del mainstream de la economía política. Según la organización de Reino Unido que impulsa la Campaña contra el Comercio de Armas, en ese país hay cerca de 200 ex funcionarios públicos que ahora trabajan en las industrias armamentística y de seguridad. El nexo financiero entre la guerra contra el terrorismo y los miembros de los gobiernos occidentales no ocupa mucho tiempo en los medios. Muchos académicos y legisladores parecen preferir que así sea.
(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción de Brecha.)
* McGoey es profesora de sociología y directora del Centro para la Sociología Económica y la Innovación en la Universidad de Essex.